VERANO12 › LILIANA BODOC

Una bolsa llena de agua

Fue el último en nacer. Y ni siquiera alcanzó a disfrutar de las ventajas que le hubiesen otorgado su tamaño y su salud, porque muy pronto lo arrancaron del dulce alimento materno para arrojarlo al fondo de una bolsa. Sus seis hermanos ya estaban allí, de manera que él cayó sobre sus cuerpos.

La oscuridad se hizo absoluta cuando una cuerda cerró el saco en el que antes habían guardado aceitunas. El olor se hizo fuerte. Pero el gusto de la leche todavía perduraba. Y entre eso, más el bamboleo del andar, se quedó dormido.

Algunos de sus hermanos lloriqueaban de hambre y raspaban la tela gruesa intentando salir. El, sin embargo, prefirió entregarse al vaivén de la marcha. No le era posible entender lo que ocurría, pero había nacido tan fuerte como optimista y no temió nada malo.

El camino fue bastante corto, puesto que el hombre que llevaba la bolsa, sosteniéndola por la atadura con la mano derecha, vivía en Cafarnaúm, muy cerca del lago Tiberíades.

Primero, el bamboleo se detuvo. Después recomenzó y, casi enseguida, se transformó en un movimiento brutal; tanto que hasta él, fuerte y optimista, se hizo caca de puro miedo. También sus seis hermanos. Todos se hicieron caca adentro de la bolsa que un hombre de Cafarnaúm revoleaba a orillas del lago Tiberíades con el único propósito de arrojarla lejos, lo más lejos posible.

Hecho el trabajo, el hombre partió sin pedir perdón y la bolsa cerrada empezó a llenarse de agua.

Cerca, unas mujeres que lavaban ropa apenas si le prestaron atención a la escena.

Solamente una de ellas se apartó el cabello de la cara usando el antebrazo húmedo y se quedó mirando la bolsa que navegaba, aunque más lo hizo por tomarse un descanso que por alguna clase de piedad.

El cielo de Cafarnaúm era de un color gris verdoso, como si reflejara los olivares que se extendían por la tierra. Y esa mañana era fría para la época.

Muy pronto la bolsa iba a hundirse. La lavandera que miraba hizo un chasquido con la lengua y se sumó al ritmo de sus compañeras de trabajo.

La voz de un hombre las sorprendió.

–Mujeres, ¿vieron lo que acaba de ocurrir?

Sí, claro que lo habían visto, ¿y qué resultaba tan extraño? Apenas alguien que se libraba de unas crías de perro o de gato.

El hombre que les hablaba no era un mendigo, tampoco un acaudalado. Casi con seguridad sería hijo de un artesano o artesano él mismo, de aquellas familias a las que no les faltaban mantas ni carne de cordero.

–Lo hemos visto –respondió una que se llamaba Dorotea–. Igual que lo viste tú.

El hombre le prestó repentino interés. Parecía haber entendido algo.

–¡Cuánta razón tienes en llamarme hipócrita y flojo! –dijo.

Al oír esto, aunque sin entender demasiado bien lo que ocurría, las otras lavanderas volvieron de inmediato a fregar sábanas contra las piedras, evitando quedar envueltas en un problema ajeno, o expuestas al enojo de alguien que, tal vez, tuviese más poder del que aparentaba.

–¿Acaso yo dije hipócrita o flojo? –se defendió la mujer que antes había hablado–. ¿Eso te dije? ¡Yo no dije eso!

Dorotea también estaba asustada, y miró a sus compañeras en busca de ayuda. Ninguna alzó los ojos ni dijo palabra. Igual que los cachorros, Dorotea quedó abandonada a su suerte.

Pero el hombre ya no pensaba en ella sino en la bolsa que se hundía. Y tal como estaba vestido, se adentró en las aguas del lago.

Entonces sí las lavanderas se miraron unas a otras.

Artesano o no, rico o pobre, se trataba de un insensato, y eso les posibilitó reír y gritarle con burla.

–¡Regresa, que vas a enfermarte!

–Han de estar muertos ya.

–¡Mira que la bolsa no lleva denarios!

Un rato después, el hombre regresó a la orilla con la bolsa pesada de agua. La cuerda se había hinchado, pero él tenía manos fuertes y hábiles y no tardó en deshacer la atadura. Enseguida volcó sobre la tierra el contenido del saco. Había seis cachorros muertos, y uno más.

El animal era todo negro. Cabía en una palma. Temblaba de frío y de espanto.

Dorotea dejó su quehacer y se acercó.

–No vivirá –aseguró.

–Pero aún vive –respondió el hombre, mientras apretaba el vientre del pequeño animal contra su antebrazo y le masajeaba el lomo.

La lavandera corrió hasta el canasto donde tenía la ropa sucia y buscó algo apropiado.

–Envuélvelo para quitarle el frío.

–¿Puedes dármelo sin que luego te pese?

–Es un trapo para fregar la plata, nadie notará su ausencia.

–Tal vez quieras ponerle un nombre –dijo el hombre joven y de buena estatura.

La lavandera sonrió.

–Tiene el color de los leones, pero es pequeño como una miga.

–Miga de León se llamará si no muere.

–Aún vive –dijo Dorotea.

El hombre y el perro emprendieron su primer camino juntos.

Esto ocurrió en Cafarnaúm, en la provincia de Galilea, donde ambos habían nacido.

Ahora resultaba urgente encontrar una perra que pudiera amamantar a Miga de León.

El galileo se dirigió a casa de unos parientes de su madre que, según recordaba, vivían cerca de allí.

Caminó un buen rato, con el pequeño animal contra su cuerpo.

Al llegar, encontró a una anciana que demoró en reconocerlo y que sólo lo hizo cuando mencionó el nombre de su abuela.

–¿No me recuerdas, mujer? Soy el nieto mayor de Ana.

–Ana... Sí, Ana. ¿Cómo está ella?

–Murió hace dos inviernos, en el mes de tevet.

–Pobrecilla –murmuró la anciana–. Sí, la recuerdo. Ana.

–Todos iremos tras ella –respondió el hombre–, pero ahora estoy en busca de salvar una vida que recién empieza. ¿Sabes de alguna perra que pueda alimentar a este cachorro?

–Sí, Ana. Pobrecilla

–Mira qué hermoso es –insistió el galileo.

–La recuerdo, sí. Pasamos juntas una buena Pascua en casa de Simón. Ana, sí, pobrecilla.

Aquella vieja mujer no reparaba en el perro, ni siquiera en el hombre que lo traía, porque para ella solamente existía el pasado. El galileo comprendió que era inútil continuar allí. Saludó y se fue sin recibir respuesta.

–Ana, sí –escuchó decir a la anciana mientras se iba.

Después de eso se metió por las callejuelas confusas que conducían al templo.

Les preguntó a unos niños que jugaban, pero ellos no supieron darle ningún dato.

Detuvo a un hombre que llevaba una cabra a las espaldas y fue en vano.

–¿Si sé de amamantar perros? ¿Me oíste ladrar o algo peor? –le respondió una mujer obesa que se sintió insultada por la pregunta.

La calle que recorría, con Miga de León envuelto en un paño sucio, se ensanchaba en una plazoleta que los pescadores utilizaban para extender y remendar sus redes. Allí volvió a preguntar y esta vez tuvo mejor suerte.

–Camina hasta la calle del cementerio y toma al Oeste. ¿Conoces la casa del maestro? Pues continúa y cuenta siete casas más. Allí vive Sara. Dile que te ha mandado el hombre que más pescado le obsequia –El hombre hizo un gesto cómplice–. Ve, que ella va a ayudarte.

El galileo tomó el camino que le indicaban.

Cafarnaúm era una ciudad pequeña y atiborrada, de trazado irregular y barrios desordenados, un sitio que él conocía con detalle.

–¿Eres Sara?

–Lo soy.

–Me ha enviado aquí el hombre que más pescado te obsequia.

La mujer no era hermosa pero su perfume resultaba grato.

–Pasa –dijo, abriendo apenas lo suficiente la puerta desvencijada, construida con maderas de distinto grosor, mal cortadas y clavadas con desprolijidad.

Una vez adentro, el galileo repitió la pregunta que ya había hecho varias veces ese día.

–¿Tienes una perra que pueda amamantar a este cachorro?

Sara se asomó a ver el envoltorio que el hombre le mostraba y cuando vio que no mentía perdió el gesto amable.

–Si en verdad es eso lo que buscas, ya puedes marcharte.

–¡Espera..! –dijo el galileo–. Vuelve a mirarlo.

–No hay nada que ver –Sara caminó hacia la puerta–. Tengo demasiados pesares, y aquí el hambre es lo único que sobra.

–Puedo pagarte, aunque no mucho.

La oferta no pareció suficiente, de modo que el galileo insistió.

–Además, volveré por él en unas semanas, cuando pueda alimentarse por sí mismo.

–¿Esperas que crea eso?

–Sí, espero que lo creas.

–Dámelo –dijo, extendiendo las manos. Y enseguida agregó lo que más le interesaba–. Y tal vez cuando regreses tengas algún tiempo para mí.

–Mientras tanto, llámalo Miga de León.

Supe que él había regresado mucho antes de que llamara a la puerta de la mujer que había defendido, para mi extrema debilidad, una de las tetas de la perra. Pero ahora mi padre venía a buscarme, y eso significó mi primera felicidad verdadera.

–Dejaste una pelusa y te llevas un camello –dijo Sara.

–Demoré más de lo previsto –se disculpó el galileo.

Y yo supe, por el borde de su sayo, que mi padre había estado lejos y que, en ese momento, estaba hambriento.

–Traigo algo para ti –dijo el hombre, después de acariciar a Miga de León y comprobar que sería un animal grande–. Ven a ver.

Una puerta nueva, hecha de madera sólida, descansaba contra el muro de la casa. Y junto a ella, algunas herramientas.

–Conozco el oficio de carpintero y, con un poco de suerte, quedará bien.

Noté que la mujer miraba a mi padre de un modo distinto al que miraba a los hombres que a diario la visitaban.

El galileo estuvo un rato cepillando la madera para adecuar la puerta a la abertura.

Cuando el hombre terminó su trabajo y comprobó que estaba bien hecho, Sara lo invitó a sentarse a su mesa. En el fogón de piedra se cocía un pescado.

–Puedes comer conmigo si lo deseas. Hoy no vendrá nadie a visitarme.

Pero aunque mi padre tenía hambre, agradeció la invitación sin aceptarla.

–Regresa alguna vez –le dijo Sara con pena–. Y trae a este animal, porque acabé tomándole afecto.

Mis seis hermanos muertos, Sara y el pescado que cocinaba a diario, el miedo y el trapo para limpiar plata, tú y tus sandalias, las primeras voces de la aldea que andaremos juntos, el olor de hombre, el olor de la mujer, el olor del que no es lo uno ni lo otro, tu sonrisa y tu sayo. ¡Tantas cosas estoy entendiendo! Miga de León, mi nombre. Ana, otro nombre. Y tus pasos, que reconoceré desde lejos y entre miles. Padre, estamos juntos en Cafarnaúm, y soy feliz.

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Imagen: Gustavo Mujica
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