VERANO12 › JORGE CONSIGLIO

La mancha

El ’82 fue un año de transición: los milicos habían empezado a replegarse. Lo hacían porque se les daba la gana, no porque alguien los echaba. El tejido social estaba tan abierto que podría haber dejado pasar a todos los soldados de Carlomagno: la preocupación por el destino personal enajena; es un reaseguro del redil. En esa época, yo vivía con mis viejos en un cuatro ambientes sobre Nazca. Tenía una pieza con un balcón al que salía a fumar. Y una cama desde la que miraba el cielo. Cuando podía, iba a leer a los terrenos de la Facultad de Agronomía. Entraba por Zamudio. Buscaba un árbol y me tiraba a la sombra. Había conseguido Walden, de Thoreau, y avanzaba despacio para no perderme los detalles. Me fascinaba la idea de que el narrador pudiera orientarse en el bosque, en plena noche, por el tacto: identificaba los árboles por la corteza. Siempre creí distinguir en ese hecho un cabal ejercicio de confianza: avanzar a ciegas pero con certeza, despreocupadamente. Thoreau –en el ensayo o, mejor, en el bosque– tenía la fe puesta en las yemas de los dedos. Otros, como Cardozo, la depositaron en refinar otras destrezas.

La segunda vez que lo vi lo observé con más atención. No tenía la menor idea de quién era ni a qué se dedicaba, pero desplegaba tanta energía con su cuerpo que su figura, inevitablemente, se volvía singular, un poco al modo de las caricaturas. Era de altura media. Muy gordo. Estaba conforme con su peso. Usaba la panza para relacionarse. Empujaba, se abría paso, rozaba a la gente. Establecía un paradigma con su vientre, un sistema de valores. Entendía las cosas a partir de la grasa abdominal. Lo notable es que esa elocuencia –la panza como prólogo de las emociones– no lo volvía previsible, sino, por el contrario, escurridizo. Se movía en la ambigüedad más absoluta. Los encargados de formarlo le habían enseñado que las intenciones nunca debían ser reveladas. En este país, nadie es quien dice ser. Los apellidos son siempre mentira. La identidad propia, por oficio, era sinónimo de enigma, pero la ajena, que usualmente se mostraba distorsionada, debía ser un mandato, una obligación, una afirmación respaldada por evidencia. Una trampa: hay que andar siempre con cuidado. Quizá por eso, su tema preferido eran los otros, sus defectos, su obstinación, sus ideas.

Fue un viernes a la noche. Empezaba el mes de junio. Hacía frío: el clima ideal para una comida caliente. Esa tarde decidí faltar a mi trabajo. Que se vayan a la mierda. Llamé desde un teléfono público. Avisé antes del mediodía. Mentí. Muy convencido, mentí. Inventé una excusa y me interné en la casa de mi novia. Sus padres se habían ido a La Pampa o a Entre Ríos.

Llegué a las tres. ¿Qué hora es? Angela preguntó la hora. ¿La hora? Es temprano. Dijo que estaba esperando una llamada. Fue la primera de las muchas veces que escucharía esa frase en el transcurso de la tarde. Estoy esperando una llamada. Estaba inquieta. Tenía las ojeras más oscuras que de costumbre. Me encogí de hombros, como si lo único que me importara fuera el presente. Después pregunté quién era el que tenía que llamar. No sabés lo que valoro que estés conmigo. Insistí. Nadie. Un amigo de mi viejo, un extranjero. Respondió con una evasiva. Después me dio un largo beso. Se apretó contra mí y el tema perdió importancia.

Nos zambullimos en la cama para olvidarnos del mundo. De un momento para otro, nos quedamos dormidos. A la media hora me desperté. Giré la cabeza hacia la ventana. Todavía había algo de luz, la última del día. Se había levantado viento. Movía la copa de un laurel frondoso. Fue el prólogo de una tormenta que nunca llegó. Agitaba las ramas con ganas de arrancarlas de cuajo. Era un viento brutal, de esos que diagraman historias en la llanura, en el campo, que dibujan mapas en las caras de la gente.

Angela seguía bien metida en el sueño. La boca apenas abierta; una pierna flexionada debajo de la manta. Se había perfumado. Roncaba con un sonido suave, casi inaudible. Su descanso era tan profundo que le restaba humanidad. Era como si, a través del sueño, se hubiera ido asimilando a las cosas. Durmió casi dos horas. Se despertó de buen humor. Pareció sorprendida de verme. Hizo un comentario previsible. Bostezó.

Están quemando hojas secas. Dijo que, en la casa vecina, habían contratado a un japonés para que cuidara el jardín. Me asomé a la ventana y lo vi. Estaba haciendo fuego sobre unas chapas. Era alto, medio encorvado, con poco pelo. ¿Un japonés pelado? Si no fuera por los ojos rasgados, nadie hubiera dicho que era japonés.

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Hacía frío y era de noche. Ella se envolvió en una frazada. Entró al baño y cerró con la traba. Bajé a buscar un poco de vino. Ella bajó enseguida. Seguía envuelta en la frazada. ¿Llamó alguien? Me pareció escuchar el teléfono desde el baño. Me miró a los ojos. Las preguntas que hacía me inquietaban. Yo no escuché nada. ¿Quién te tiene que llamar? Se rió. Ya te dije. Dijo que estaba esperando un llamado del socio de su padre. Un peruano que trabaja para mi viejo. Se le achicaron los ojos, como si hiciera un esfuerzo de memoria. Debajo de la frazada estaba su cuerpo frío.

Después nos vestimos. Eran más de las ocho. Empecé a cocinar un guiso. Había un perro en la escena. Un perro que al poco tiempo murió de una manera horrible. Pero ésa es otra historia. Era un perro salchicha. Andaba atento. Se tragaba todo lo que se me caía de la mesada. Angela me contaba el argumento de una película. Yo estaba entusiasmado con el fondo de cocción. Quería que el guiso saliera bien. Era importante para mí. La escuchaba, pero tenía la cabeza puesta en otra cosa. Angela sacó hielo de la heladera y sirvió más vino. Se había puesto un jean y una remera del hermano. Su atuendo le daba un aire despreocupado. Era una ética. Así lo creía yo en ese momento.

Corté la carne con un cuchillo afilado. La atención del perro se duplicó. Pasó a la acción directa. Se sentó a mi lado. Después se paró y apoyó las patas de adelante sobre mi pierna. Me exigía. Entonces, sonó el teléfono. Angela habló un rato con una amiga de su madre. No era la llamada que estaba esperando. Cuando colgó, tomó un sorbo de vino y se quedó pensativa.

Entonces entró Cardozo como una tromba. Fue una sorpresa. Una desagradable sorpresa. Nadie lo esperaba. Yo había agregado los fideos al guiso hacía menos de cinco minutos. No faltaba nada: la pasta, la carne, el hervor. La clave era el comino. Lo había dosificado siguiendo indicaciones precisas. Comida caliente.

Cardozo tenía la costumbre de no saludar. Se metía de prepo en los lugares. Tenía la mirada escondida detrás de unas cejas que de tan finas parecían depiladas. Ahora que lo pienso, la forma de las cejas discutía con su manera de ser o, mejor, con el papel de verdugo que había decidido adoptar, supongo, cuando era pibe. Porque ese tipo de decisiones se toman incluso antes de ser tenidas en cuenta.

Llevaba puesta una campera verde. No es una campera, es un blusón de combate. Los militares organizan su discurso para preservarse. Es un amparo. Espíritu de cuerpo. Otra de sus estrategias. Partidarios fieles de la endogamia.

Yo revolvía el guiso con una cuchara de madera. El también quiso hacerlo. ¿No tiene demasiado comino? Usó otra cuchara. Revolvió un buen rato. En Tucumán hacía guiso para cuarenta. Lo miré sin decir nada. No estaba seguro de que se tratara de un desafío. Le falta ajo, un dientito más de ajo. Angela estaba de espaldas a nosotros.

A la segunda mirada ya estaba claro: Cardozo era alérgico, sufría de dermatitis. Esa noche, en la que el invierno era más que un efecto del clima, se rascaba la papada a cada rato. Tenía la piel irritada bajo la barba. En realidad, se pasaba el dorso de la mano de derecha a izquierda. Ese movimiento me recordó el clásico gesto de amenaza. Te mato, te corto el cogote, parecía decir. Pero solamente se frotaba la piel. Con la boca doblada. Satisfecho.

Antes de las nueve nos sentamos a comer. Los tres. Cardozo entre nosotros. Ocupó un lugar en la cabecera de la mesa. ¿Qué hora es? Hay preguntas que no se responden. O se responden con cualquier palabra. Temprano. Cardozo se quedó con la campera puesta. Campera no, blusón de combate.

La comida nos puso felices. Comer predispone bien a la gente. Cargamos las cucharas con guiso. Abrimos el pan con las manos o con los dientes. Cada tanto tomamos un trago de soda. También vino, que pasó más lento por la garganta.

No hacía falta, pero yo hablé de mí, de lo que hacía. Trabajo en una estación de servicio en Martelli. Cardozo me escuchaba con la cabeza torcida. Interpretaba. Lo que yo decía tenía varias capas, a él le interesaban las menos evidentes. A veces atiendo los surtidores. Descargo combustible del camión a los tanques. De pronto perdió interés. Mi relato lo aburrió. Se tiró para atrás en la silla y respiró como un búfalo. La miró a Angela. ¿Te llamó el peruano de mierda ese? Alguien prendió el televisor. Los labios de Angela eran tan finos como los de su cuñado. Parecían hermanos. No. Es un colgado. Cardozo hizo un gesto. Encogió los hombros. Se acomodó el cuello de la campera. Los blusones son ropa de fajina. Después se paró y prendió un cigarrillo. Cardozo mordía el filtro. Cada tanto chequeaba la evolución de la brasa. Se distraía mirando el humo. Si no te llama mañana, avísame. Lo conozco bien al turro ese. Funciona a presión. Angela abrió una ventana. Me debe muchas, más de las que te imaginás. Entró, potente, el aire de la noche. ¿Por qué asunto te tiene que llamar ese tipo? Me moría por saber algo del peruano. ¿Tiene apellido compuesto? Guerrero Marthineitz es un apellido compuesto. Había sido locutor de radio durante muchos años. Leía novelas enteras al aire. Ahora hacía televisión. Te lo dije mil veces: es un asunto de trabajo. Al socio de mi viejo le dicen el peruano.

Debí haberme callado. Tendría que haber dicho que sí en silencio, acariciándome la poca barba que me crecía en esa época. Mugre. Parece mugre. Haberme pasado los dedos por el mentón y haber sentido cómo los cabos duros raspaban las yemas. Y haber demostrado solidez, que es lo que siempre me faltó. Debí haberme callado. A mí qué carajo me importa lo que exija el mundo. Pero hablé. Y usé una voz blanda, que todavía no estaba asentada; una voz que de tan fresca resultaba imprudente. Hablé con una sonrisa en la boca. No quería que nadie me malinterpretara. Me encanta esa campera. Cardozo no había terminado el cigarrillo. Se peinó con la mano. Se acomodó dos mechones que le caían sobre la frente. ¿Sabés los años que tiene este blusón? Angela ausente. Lavaba platos. Estaba con la vista puesta en el líquido que rodaba por la pileta. Cada uno tiene lo que se merece. Cardozo sostenía lo que decía con el entrecejo. Lo que digo es verdad porque lo digo yo. Y punto. El mundo era justo y respondía al sentido común. Había que saber defenderse. Se trataba de eso: saber defenderse.

Me miraba fijo. Sus ojos, apenas dos rayas, determinaban moral. Su moral. Defender lo que es de uno. Ganarse la vida. Tosió. Tomá. Fijate cómo te queda. Se sacó el blusón y me lo dio. Probátelo. No supe qué hacer. En la televisión una vedette bailaba vestida de plumas. Detrás de ella cinco tipos le copiaban el paso. Probátelo. Cardozo tenía la nariz filosa y oscura. Fijate cómo te queda. El blusón no me fue tan grande como imaginé. Quedátelo. La vedette movía apenas la cadera. Las plumas alteraban su centro de gravedad. Yo no podía dejar de mirarla. Cardozo tampoco. Ahora murmuraba. Pedazo de hembra.

Angela dijo que le encantaba cómo me quedaba el blusón. No lo puedo aceptar. La generosidad era un rasgo de los otros, de los que sabían administrarse, de los que planificaban. Usalo tranquilo, querido. Agradecí con un gesto. Tragué saliva. Querido. Me dijo querido, como se les dice a los hijos, a los que hay que cuidar. El autoritarismo supone previsión. Un hombre con la nariz filosa y oscura no considera matices. Cardozo era un hombre de acción. O mejor, él estaba convencido de serlo. Mirá bien la manga, ¿ves que hay una mancha? La vedette hacía equilibrio. Su virtud era el equilibrio. Se escuchaba un merengue o una salsa colombiana. ¿Ves la mancha? En la manga derecha del blusón había un borrón deslucido. A la altura del codo. Daba la impresión de que lo habían fregado mucho. ¿Sabés qué es? Una voz masculina cantaba el merengue o la salsa colombiana. No tengo la menor idea. Angela tomó aire por la nariz y lo mantuvo, como si esperara una definición o una sentencia. El perro olía las baldosas. Se escuchó el sonido del motor de la heladera. Es sangre. Los perros se pasan la vida oliendo. Sangre humana. Cardozo quería dejarme sin palabras. Lo logró. ¿Qué querés que te diga? Se puso a caminar de un lado para otro con las manos agarradas en la espalda, como los viejos. No supe qué decir. Apenas lo conocía. Me costaba entenderlo. Pensé que tenía la necesidad de que lo vieran como un soldado. Este tipo quiere que lo vean como un soldado. Hay gente que se pasa la vida aparentando. Angela no escuchó lo que dijo su cuñado. A lo de la sangre, me refiero. Estaba distraída. Apenas reclinada hacia adelante. Se acariciaba la piel de la garganta. Tragaba bocanadas de aire. Parecía que le costaba respirar, que una crisis de asma le cerraba el pecho. Pero ella no era asmática. De pronto, me miró. Dijo algo sobre música. Lo más lindo que compuso Mozart es el último cuarteto de cuerdas. Afuera el viento movió las plantas. Cardozo estornudó. Angela, ahora, suspiraba, como si algún recuerdo, una imagen repentina, la estuviera mortificando. Y comentó algo sobre un cuarteto de Mozart. Hacía unos minutos, su cuñado había dicho que la mancha en el blusón era de sangre humana. Ninguno de los tres, ni siquiera Cardozo, fue consciente de que esa frase, que parecía tan arbitraria, nacida de la más absoluta improvisación, abriría una brecha formidable que, de a poco, terminaría por ir definiéndonos a todos.

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Imagen: Ricardo Ceppi
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