VERANO12

Sesión de tomas

 Por Ana María Shua

Vio aparecer las líneas desdibujadas por los errores de color, las caras pálidas, todo virado al azul triste, se maldijo a sí mismo por no haber renovado los químicos, las pasiones intensas, por no tirar a tiempo lo que parece vivo y está muerto, fingir, ahorrar, durar, y como siempre que estaba en el laboratorio, sonaron el teléfono y el timbre al mismo tiempo.

Atendió el teléfono, un momento por favor, y salió a abrirle la puerta a Valentina sin preocuparse por la invasión de luz, las copias ya estaban perdidas. Por ahorrar en revelador y trabajar con productos vencidos. Si su asistente seguía llegando a cualquier hora, iba a tener que darle las llaves del estudio o echarla. Sopesó las dos posibilidades mientras atendía el teléfono, escuchando la voz filosa de Alba.

–Te la tengo que dejar ahí –dijo Alba–. En un rato. No hay clases, tengo citados pacientes, no puedo suspender.

Berenguer contestó con equivalente precisión.

–No. Punto. Yo también tengo trabajo. Hablale a tu mamá.

–Berenguer, no sos mi primera opción. ¿A mí me gusta dejarla a Paulita en tu estudio? No me gusta. Te la dejo dentro de una hora.

Alba cortó y el problema quedó allí, se condensó en el aire y sin embargo el silencio, la ausencia de esa voz, provocaba tanto alivio: sobre todo, ya no estaba casado con ella y todos los demás problemas también tendrían solución.

–Tenemos una chica de catálogo –le dijo a Valentina–, la manda la señora Mabel. Y en cualquier momento cae mi nena. Me la vas a tener que entretener en la oficina.

Berenguer amaba a su hija con un amor torpe y temeroso. Nunca había pensado que se podía querer a alguien así, dándole poder absoluto sobre su felicidad. A Paulita le gustaba estar en el estudio. Cuando le preguntaban qué hacía su papá, usaba el verbo “fotear”.

Había poco trabajo en los últimos meses. Berenguer hacía fotos para avisos publicitarios, empresas, revistas, supermercados, para actores, actrices y modelos y para personas que deseaban serlo. Desde hacía un tiempo también hacía retratos para agencias de acompañantes, que trabajaban con catálogos de varios precios. A Berenguer le gustaba hacer retratos, y lo hacía bien. A sus nuevas clientas las llamaba “chicas de catálogo”, incluso para sí mismo. Las tomas no eran diferentes de las que hacía con las modelos publicitarias. Las chicas posaban vestidas. El que quiera ver más, que pague, decía la señora Mabel, dueña de una de las agencias. Preparate porque te mando una flor de rubia, le había anunciado el día anterior: nunca se resignaba a la indiferencia de Berenguer por sus pimpollos.

Valentina preparó café. La rubia de catálogo llegó puntual, acompañada por su marido. No era exactamente una chica. Usaba un traje bordó. Tenía bolsas debajo de los ojos un poco saltones, una magnífica cascada de rulos teñidos de rubio, y una distancia extraña entre la nariz y la boca. Unos cuarenta años: el ojo del fotógrafo estaba acostumbrado a calcular la edad de las mujeres y a distinguir las tetas de siliconas de las verdaderas. Las tetas de siliconas, firmes en su puesto de batalla, miraban siempre al frente, sin titubeos, netas y rígidas como una nariz. Las tetas verdaderas mantenían siempre una agradable inercia que les daba un aire independiente, un poco salvaje.

El señor y la señora López Belmonte le dieron la mano al fotógrafo con entusiasmo de principiantes. Cuando la señora entró con Valeria a la sala de maquillaje, su marido sonrió confiado, pidió algo fresco para tomar y se aflojó la corbata.

–Qué día –dijo–. Vinimos directamente de la sucursal. La gente está como loca.

–¿Trámites? –preguntó cortésmente Berenguer.

–No, somos empleados bancarios. Los dos. Lamentablemente. Pero vamos a salir de esto. La señora Mabel la alentó mucho, ¿sabe? Y nos habló muy bien de usted. Me interesa su opinión.

Berenguer sabía que, cuando la señora Mabel alentaba realmente a alguien, le pagaba las fotos. En este caso, las fotos se las pagaba directamente la mujer. O el marido.

–Yo no opino –dijo–. Yo hago las fotos.

–Pero usted tiene experiencia. La de mujeres que habrá visto. –El señor López Belmonte emitió una risita pícara. Tenía el pelo escaso, de color negro brillante.

Afuera estaba el mundo, había sol, sándwiches tostados, autos de colores. Berenguer no tenía ganas de estar encerrado en su estudio antiguo, fresco pero un poco sombrío, de techos altos, con el matrimonio López Belmonte.

La señora López Belmonte, flor de rubia, emergió de la sala de maquillaje vestida con un pantalón de cuero apretado, que provocaba una oleada de grasa sobre la cintura. La blusa roja dejaba ver el comienzo de sus pechos blandos, levantados y unidos por un corpiño tipo bandeja.

El señor López Belmonte la recibió con una mirada de admiración y un silbido estimulante.

–¿Y, qué me decís? –le comentó al fotógrafo–. ¿No es una máquina? ¿En qué catálogo la pondrías?

La señora caminó, balanceando el culo chato, hacia la tarima de la sala de tomas. Tomó la silla y se sentó en pose, con las piernas cruzadas. La ropa menos ajustada podría haber disimulado, quizás, el efecto pantalón de montar en los muslos, el grosor de los tobillos. El fotógrafo y su asistente cruzaron una mirada rápida.

–¿Así? –preguntó la señora López, con un mohín desacompasado.

–No, esperá –dijo Berenguer–. A ver, parate. Quiero que mires para abajo y levantes la cabeza cuando yo te diga.

–¿Así? –preguntó la señora López, sacudiendo su rubia cascada de rulos como un perro mojado.

–Estás bien, estás re buena, Betty –decía el marido–. Vas a ver, no vas a dar abasto.

–¿Vos creés? –decía Betty, tirando insinuante del escote de la blusa. –¡Imaginate si se enteran los clientes del banco! Más de uno me anda detrás.

–A ver. No mires la cámara ahora, Betty –decía Berenguer–. Sentate en la silla al revés, con el mentón sobre el respaldo, así.

Pero al abrir las piernas para pasarlas a cada lado del respaldo, las costuras del pantalón simplemente se negaron a seguir resistiendo la presión a que las sometía el destino y se desgarraron con un sonido sibilante.

–No importa –dijo la señora López–. Abajo tengo el conjunto de lencería para las tomas que siguen.

Sonó el timbre de la puerta de calle. Paulita.

–Enseguida volvemos, que la señora, quiero decir, que Betty se cambie nomás. –Berenguer salió a abrir.

Saludó a su ex mujer que lo despedía desde el auto. Paulita estaba parada en el umbral, todavía con el delantal del Jardín.

–¿A quién estás foteando, pa? ¿Es alguien famoso de la tele? –preguntó.

–Papi termina enseguida. Vení, vamos a jugar a la oficina –dijo Valentina.

Se llevó a la chiquita y cerró la puerta.

En la sala de tomas la señora Betty se había sacado la blusa y el pantalón. El efecto era asombroso. La tanga cubría apenas el monte de Venus dejando ver la gruesa cicatriz de una cesárea. El señor López Belmonte la estaba haciendo practicar poses, gestos y expresiones, azuzándola con voz ronca, seductora.

–Vamos, mi hembra, mi potra, mi rubia, así, con esa carita de reventada que vos sabés, dale que me volvés loco, así, así.

Berenguer empezó a sacar fotos al azar, ya no pretendía más que terminar el rollo y que se fueran. Pero los López Belmonte parecían haberlo olvidado y se dedicaban con alegría a su pequeño espectáculo privado.

–Nosotros hicimos una terapia de vidas pretéritas. ¿Oíste hablar? –le confesó de pronto, en voz baja, el marido– ¿Betty, te parece que lo puedo contar?

–Claro, se lo cuento yo –dijo Betty. Y entrecerrando los ojos lanzó al fotógrafo una mirada casi lánguida–. Nos dijeron quiénes habíamos sido antes.

–Es posible que Betty haya sido la reina de Saba. Hace casi dos mil ochocientos años. No sé si se da cuenta. Eso explicaría muchas cosas –dijo él.

Tratando de concentrarse en su trabajo, el fotógrafo se empeñaba en sacar el mejor partido posible de esa cara, de ese cuerpo sufrido de dos mil ochocientos años. Se trataba de golpear a las puertas de la fantasía: era insensato exhibir sin velos las maduras ofrendas de la reina de Saba. Había un montón de ropa en el perchero y le pidió a Betty que eligiera una bata.

–Vas a tener que seducir a la cámara –le dijo–. Mostrar y no mostrar, hacerla entrar de a poco.

–¡Divino, me encanta! –dijo ella. Eligió una bata de toalla y se la puso dejando los hombros al descubierto– ¿Qué tal?... ¿Me mojo el pelo?

Y le sonrió al objetivo con la alegre dentadura que debía usar para asegurar que sí, señor, sus garantías son muestra de solvencia y el banco ha decidido otorgarle su crédito.

Berenguer se lanzó a lo suyo, clic, clic, un paso al costado, la cabeza levantada, clic clic, no te muevas, clic, muy bien, vamos muy bien, otra vez esa sonrisa, clic, clic, mientras el señor López Belmonte miraba extasiado.

Un ruido violento, la caída de algo grande y pesado vino de la oficina. Un instante de silencio y después el grito agudo y demasiado largo de Paulita. Berenguer corrió por el pasillo.

En un rincón estaba parada Valentina, paralizada de susto. Paulita estaba sentada en el suelo con la cara ensangrentada, rodeada de libros tirados por todas partes. Se había caído un estante de la biblioteca.

–Se quiso trepar... –la voz de Valentina temblaba.

Mientras Berenguer corría a abrazarla, la chiquita, con la cara lívida, se derrumbó. No respiraba.

La señora López Belmonte apareció de golpe, inesperada.

–Es un espasmo de sollozo. Ya recupera el aliento –su voz era tranquila y segura.

Se acercó a Paulita, que en efecto estaba recuperando el aliento y empezaba a gritar otra vez. Con manos expertas le palpó la cabeza.

–Se salvó por un pelo, el estante no le golpeó la cabeza, va a estar bien.

Berenguer, con Paulita en los brazos, la miró con desesperación.

–Crié un par de estos bichos, no se preocupe. A ver de dónde sale la sangre.

El llanto feroz de Paulita no le permitía pensar a Berenguer. La acunaba sin darse cuenta.

–Ya está, ya está, ya está, ya está –decía torpemente.

Betty actuaba con rapidez y eficacia. Alzó a Paulita, la llevó al baño, le lavó la cara con agua fría y se la devolvió a su padre.

–Aquí y aquí –dijo–. ¿Ve? Se le partió el labio, no es nada. Y perdió un dientito de leche. ¿Cómo se llama la nena? Vos –le dijo a Valentina– traeme hielo. ¿Tienen heladera? Paula. Mirá Paulita, aquí está tu dientito: vas a ser la primera nena de la salita de cuatro sin un diente. ¡Les vas a ganar a los de preescolar!

Paulita seguía llorando pero levantó la vista interesada. Hacía apenas un momento Berenguer, con la cámara en la mano, detentaba el poder, hacía que la escena se moviera al ritmo de su voluntad. Ahora Betty era la que mandaba y él se sentía simplemente agradecido, se entregaba, confiaba. El pelo rubio de la mujer, hermoso, flexible, pura luz, era como una aureola que subrayaba la gracia segura de sus rasgos. El señor López Belmonte apareció en el marco de la puerta. Valentina llegó con el hielo.

–A ver, papi te va a poner el hielito en la boca y no te va a doler más –decía Betty–. Valentina, acomodá los libros en su lugar. Aquí está la otra lastimadura, ¿ves el corte?, necesito tira emplástica y una tijerita.

El señor López Belmonte se acercó tímidamente.

–¿Le puedo contar un cuento? –le preguntó a su mujer, que le hizo una seña afirmativa.

Los gritos de Paulita parecían llenar todo el espacio de la habitación, le quitaban el aire, Berenguer apenas podía respirar.

–Había una vez una señora que se llamaba doña María. Y esta señora tenía huerta lleeeena de plantitas ricas para comer. ¿Como, por ejemplo, qué puede ser? –dijo el señor López.

Entonces Paulita hizo algo asombroso. Dejó de llorar por un momento y con la boca ensangrentada dijo:

–Lechuga.

Fue la palabra más hermosa que Berenguer había escuchado en su vida. Mientras tanto, Betty cortaba tiritas muy finas de tira emplástica y le cerraba con prolijidad la herida del brazo.

–Y entonces el chivo le empezó a comer las plantitas –decía el señor López Belmonte–. Y la pobre doña María lloraba, lloraba, y se sonaba la nariz así...

El señor López Belmonte apoyó la nariz sobre la manga de su saco y fingió sonarse con fuerza, haciendo ruido con la boca. Paulita se rió a carcajadas.

Después la señora Betty se vistió y se fueron todos a tomar un helado. La sesión de tomas la terminaron otro día y Berenguer les regaló las copias deseándoles mucha suerte, muchos clientes, el mejor catálogo.

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Imagen: Vera Rosemberg
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