VERANO12 › POR LUISA VALENZUELA

Rosa, rosae

Para Bea Bauer y
María Teresa Medeiros

Le quedaban los maravillosos recuerdos de su boda y del viaje y de las pocas noches subsiguientes, hasta le quedaban decenas de fotos brillantes con las luces de los festejos y la felicidad de ambos, le quedaban tantas cosas, sólo faltaba él. No sería por mucho tiempo, apenas veinte días, pero qué largos se le iban a hacer a ella y qué sola empezaba ya a sentirse en el dulce pueblito que le era tan ajeno. Se habían conocido en la Bolivia natal de ella cuando él estaba allí en misión diplomática y había sido un deslumbramiento mutuo, un relámpago de amor a primera vista, pero eran sensatos, ambos, y pasaron casi dos años de encendidas cartas y llamadas telefónicas y visitas de él que culminaron en esa boda espléndida y después el viaje. A ella le pareció natural trasladarse de un país sin salida al mar a otro semejante, dejar Bolivia para radicarse en Austria, donde se dedicaría, entre otras cosas, a estudiar alemán para poder comunicarse con el mundo externo. Con él la comunicación era perfecta de por sí, bastante en castellano, mucho en inglés y muchísimo más en los abrazos. Era todo lo que pedía, ella, todo lo que soñaba hasta este momento. De una montaña a otra, pensó, no voy a echar de menos mi patria. Y se deslumbró cuando llegaron a un paisaje tan diferente, tan verde, apenas dorándose y sonrojándose con los primeros fríos del otoño, y era preciosa la casita blanca en lo alto de su jardín empinado, con vista al pequeño pueblo que parecía de juguete, de cuento de hadas, especial para Heidi. Un paraíso perfecto que un llamado de la Cancillería austríaca trastornó al menos por un tiempo. El debía dirigirse ya, de inmediato, al corazón del Africa, donde una guerra tribal amenazaba con alcanzar proporciones catastróficas. Y él era el más indicado para oficiar de mediador: conocía la región, sabía entenderse más bien que mal con los nativos, y estaba disponible. La excusa de la luna de miel no le sirvió de nada. Las guerras tribales no respetan esas pamplinas y menos las respetan las cancillerías de los países desarrollados que ven peligrar su economía por dichas guerras. Así que de un día para el otro él hubo de abandonar el lecho conyugal con la promesa de regresar pronto y, por favor, espérame aquí y mantén las sábanas calentitas.

Ella lo intentó, esa primera noche a solas, pero las sábanas se le enfriaron y se le encogió el corazón, no por falta de amor por él, claro está, pero ni decírselo podía porque él había partido al otro corazón, el de la jungla, y estaría incomunicado hasta su regreso. Y así despertó ella, sola en esa casa desconocida, en un pueblo desconocido y remoto donde no podía ni hablar con sus habitantes por falta de idioma, donde no tenía amiga alguna, donde era la forastera.

Al prepararse el desayuno empezó a consolarse barajando posibilidades de huida o mejor dicho de partida en busca de refugio. Optó por la más sensata: tomar el tren a Viena donde estaba la familia de él, que a pesar de conocerla poco se había mostrado amistosa, comunicarle su decisión a la Cancillería porque sería probable que en algún momento lograran ponerse en contacto con él, y esperar tranquila su regreso. Era la mejor idea y la estaba saboreando, pensando a quién de todos sus nuevos parientes llamaría primero, quizás a su cuñada –tendría que ir al pueblo a conseguir el número– cuando sonó el timbre de calle y se sobresaltó. No era un timbre propiamente dicho, eran como dulces campanitas, pero ella entendió que alguien llamaba a la puerta y fue a abrir. Y se encontró frente a un muchachito que sin decir palabra le tendió una rosa roja con una esquela y escapó corriendo pendiente abajo.

“Hoy, como todos los días que nos aguardan en adelante, estás en mi corazón y yo espero estar en el tuyo con una rosa diaria, como tú”, decía la esquela, y entendió allí mismo que así era y no pensó más en partir en pos de refugio, tan sólo quedarse en casa preparando el regreso de su amado, tratando de buscar en las dos graciosas tienditas del pueblo los objetos más bellos para decorar el chalet alquilado, encendiendo el fuego de la chimenea, leyendo los libros que había traído con ella, leyéndolos despacito para saborearlos mientras preparaba delicias que pondría a congelar para el momento del retorno de él y la consiguiente celebración.

Y así pasaron cuatro días, cuatro rosas rojas, cuatro esquelas. Días sosegados, calmos. Temprano por la mañana, al quinto día ella recibió un mensaje electrónico de Isabel, su amiga de la infancia que vivía en Londres desde hacía años. Isabel estaba por llegar a Viena. Vente, vente a mi pueblito tan bello, le contestó ella, pasearemos por los bosques, estoy sola por estos días, vente.

Pero Isabel iba a Viena para asistir a un congreso internacional, tendría todas las mañanas ocupadas pero las tardes libres. Vente tú, le escribió, estoy en un hotel espléndido cerca de Sankt Stephan, pasearemos todas las tardes hasta que llegue tu marido. Ella pensó que no era mala idea, y además inofensiva. Retornaría unos días antes que el amado para tenerle todo listo a su llegada, y él se alegraría de que ella no hubiese pasado noches de miedo y soledad durante su ausencia. Le gustaban las mujeres independientes, él ya se lo había dicho y ella se lo había agradecido.

Entonces preparó una pequeña valija con lo más necesario, consultó el horario de tren y a la mañana siguiente lo esperó al chico de la rosa. Y le explicó despacio, en un inglés sencillo para no confundirlo, que ella iba a Viena por unos días y que hasta nuevo aviso por favor le guardara las rosas en la florería, en agua, que ella las iría a buscar a su regreso. Y las esquelas. Que le guardara sobre todo las esquelas, aunque siempre parecían repetir la misma idea. Y el chico asintió con la cabeza, masculló yes como si comprendiera y una vez más se alejó corriendo cuesta abajo y desapareció tras la graciosa tranquerita blanca del jardín.

Esa misma tarde ella viajó a Viena a encontrarse con su amiga Isabel y los días para ella trascurrieron plácidos visitando con fervor la deslumbrante ciudad que habría de albergarla en el futuro.

Para él en cambio, en medio de la jungla, los días no fueron nada plácidos. En absoluto. Les resultaba imposible mediar en medio del furor bélico que arreciaba. Arreciaban también las pestes y casi no quedaba agua potable y ante la imposibilidad de comunicarse con el mundo que llaman civilizado el pequeño comité internacional decidió abortar la negociación. Y por suerte consiguieron un transporte descalabrado que tras horas de tumbos los depositó en el pequeño aeropuerto de la capital, donde tras larga espera lograron un vuelo a Dakar y allí él hubo de esperar otras varias horas más casi sin poder sentarse por esa multitud en el aeropuerto atestado, y cuando por fin llegó a Viena ni fuerzas le quedaban para dirigirse a una cabina telefónica. Era ya tarde de noche, decidió que le daría una sorpresa a su mujercita, y la tomaría por fin entre sus brazos después de haberla añorado tanto. Así que convino precio con un taxista –una fortuna, casi– y se hizo llevar directamente al bello pueblo en la montaña. Llegó exhausto a la dulce tranquera blanca y tuvo que arrastrar su bolso cuesta arriba, pero qué otro remedio. El premio lo esperaría en la cima, en la cama.

Mas no. Al llegar a la puerta de la casa el terror lo invadió. Allí, sobre el mismísimo umbral, un montón de rosas, algunas ya marchitas, estaban como ante una tumba, y los sobres con sus esquelas se veían empapados por la lluvia o el rocío. La parálisis lo congeló un momento pero el mismo terror le devolvió las fuerzas y de un bruto empujón abrió la puerta haciendo saltar la cerradura y entró a la casa a los gritos, llamándola. Y ella no contestaba, y en el piso bajo no estaba, ni en el alto y por fin atinó a entrar al dormitorio y tampoco ella allí, y la cama perfectamente hecha. Pensó de todo, hasta pensó que había sido abandonado, pero eran más de las tres de la mañana, a nadie podía llamar a esas horas y el agotamiento y la desesperación lo derrumbaron sobre la cama y por miedo a pesadillas de espanto se tragó sin agua un par de las píldoras que el médico le había dado para no sufrir las angustias de la mediación.

Esa misma mañana, tempranito, ella tomó el tren desde Viena. Le urgía volver a su nido de amor para prepararlo con las mejores plumas. El habría de volver a la semana siguiente y ella ya necesitaba de soledad y de sus fotos para estar con él en el corazón, como pedían las esquelas. Más tarde iría a recuperar las rosas y los mensajes y las palabras de cariño que le hacían tanta falta. Pero al llegar a su casa se encontró con el terrible espectáculo: sobre el umbral había un montón de rosas marchitas, muchas pisoteadas, desparramadas, y la puerta de calle estaba abierta de cuajo. Lo primero que pensó fue en ladrones, pero estamos en Austria, se dijo, y esa noción la intranquilizó aún más. Pero también le dio coraje para entrar a investigar, total si eran ladrones serían ladrones racionales que robaban de noche y haría largo rato que habrían partido con su botín a cuestas.

Nada faltaba en la planta baja, y con cautela subió al piso alto y entró en el dormitorio a oscuras y vio un bulto sobre la cama y ese bulto era él, sobre la cama, sobre la cama su amado como muerto, y el horror la atravesó de la cabeza a los pies y allí mismo perdió el conocimiento, cayendo sobre él como sobre su propia lápida.

Y al rato nomás llegó la hora señalada para el chico de la rosa, quien subió la cuesta con una sonrisa que se le borró al encontrarse con el inusitado espectáculo: las rosas que había ido depositando día a día sobre el umbral estaban pisoteadas, desparramadas, y la puerta de entrada a la casa se encontraba abierta, como arrancada de sus goznes. Tenía un alma inquisitiva, este chico, así que fue penetrando en la casa, sigiloso, fue husmeando los rincones, sigiloso, escaleras arriba, sigiloso, y por fin en el dormitorio dio con los dos cuerpos inertes sobre la cama. Y entendió todo, porque era un chico avispado a pesar de no saber inglés y pretender saberlo para no perderse la propina diaria del transporte tan simple de la rosa. Y salió corriendo a los gritos, y fue primero a la florería para contar sin aliento sobre el pacto suicida, como en Romeo y Julieta, dijo, como en la tele; muertos, dijo. Y la florista prefirió ser cautelosa y llamó a la policía, y después a una ambulancia por si acaso, y se reunieron varios curiosos y por fin casi en caravana se dirigieron todos al blanco chalet de la colina para ver si podían ser de alguna ayuda o al menos para saciar su curiosidad y sus ansias de romance, en ese pueblo donde nunca pasaba nada.

Un pacto suicida, algo nunca imaginado, allí mismo.

Pero cuando por fin llegaron se dieron de bruces con un espectáculo absolutamente distinto. Un espectáculo de vida, no de muerte, ardiente y acuciante. Se retiraron de inmediato y cabizbajos y sin dirigirse palabra alguna casi corrieron descendiendo la cuesta y retornaron a sus respectivos quehaceres rojos de vergüenza. Y no se habló más del asunto, o casi.

Nueve meses después nació en Viena la bella niña a la que sus padres bautizaron, en castellano, Rosa Imprudente. Los vecinos del pueblo de montaña no entendieron el nombre, por eso cuando la niña va a visitarlos la abrazan y la llaman Rose, arrastrando la erre, suavizando la ese, pronunciando la e. Con toda ternura la abrazan, como a una ahijada.

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Imagen: Guadalupe Lombardo
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