VERANO12 › POR EDGARDO SCOTT

Perímetro

“Dispongo de una breve porción de libertad”
Virginia Woolf

Los obreros lo instalan riéndose, felices, desentendidos. Ya soldaron todos los parantes de hierro y ahora están haciendo la parte final, la instalación de los hilos (de lejos, parecen justamente eso: hilos o cuerdas, y no cables de tensión). De lejos no da la impresión de que fueran alambres; delgados alambres, pero alambres al fin. Con la instalación del cerco electrificado coronando el paredón ahora parece que hubiera un inmenso, larguísimo tendedero sin ropa alrededor del countrie; un tendedero público inalcanzable que rodea todo el perímetro. Hoy, aunque debería estudiar, me he distraído toda la tarde observando la instalación del cerco y la actividad continua de los obreros.

Mañana –si como parece, hoy terminan– será el momento de la electricidad. Exactamente a las doce lo pondrán en funcionamiento; pero antes, a primera hora, harán un testeo, una prueba para corregir a tiempo cualquier imperfección o desajuste. Eso al menos es lo que se viene anunciando –y advirtiendo– en la fotocopia que dejaron por debajo de la puerta anteayer, y en el papel que vino añadido este mes a la planilla de expensas. Una vez en marcha, el cerco estará activo las veinticuatro horas, los trescientos sesenta y cinco días del año.

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Temo que el cerco electrificado afecte mi lugar: a pocas semanas de mudarme acá con mis padres, descubrí detrás de la casa como una miniatura de bosque. En verdad, es una línea de pinos que habrá diseñado el arquitecto para disimular y embellecer el paredón. Pero lo cierto es que yo hice mío aquel sendero y comencé a pasear por ahí casi todos los días, rodeando el perímetro. Es una caminata larga, el countrie tiene más o menos trescientos metros de ancho por unos mil de largo. A veces camino en silencio, pensativo, y otras voy escuchando música por los auriculares. Mi temor es que el cerco electrificado impida mi paseo, que decidan vallar, restringir, o directamente eliminar esa zona.

Debe haber sido ese temor, desfigurado, lo que anoche me hizo soñar otra vez con la invasión. En el sueño, los invasores, los bárbaros, escalaban el paredón y caían dentro del countrie, como en las películas medievales. Pero había una rareza, uno de esos absurdos que componen los sueños. Tenía que ver con el paredón. El paredón –la palabra y la imagen– era reemplazado por los muros. Los muros del countrie. En el sueño, los muros eran más altos y gruesos, y estaban hechos de piedra, no de ladrillos. Por la época, era imposible que hubiera electricidad y sin embargo, en el sueño no había tal contradicción, entonces yo veía y escuchaba cómo los invasores se recordaban entre ellos, que se cuidaran de tocar, de apoyar las manos en las junturas de las piedras porque pateaban. No todos lo conseguían. Algunos invasores, por torpeza o tamaño, apoyaban sin querer un dedo, o la punta de un pie en las junturas y eran sacudidos por la descarga. El muro les administraba un relámpago módico, pero lo suficientemente terrible como para hacerles soltar los puntos de apoyo, perder el equilibrio y caer, desde cualquiera fuese la altura a la que hubieran llegado.

Los invasores trepaban volcando los árboles de afuera contra el muro; después sujetaban sogas por las que iban bajando hacia el interior del countrie. En el sueño, el countrie parecía aún más grande, reproduciendo la idea que siempre me hice –o que el cine me brindó– de los antiguos feudos. Había también, creo recordar, un foso. Pero el foso no era medieval, era más bien como una de esas acequias o esclusas que pasan por acá cerca, debajo de la autopista. Yo veía todo como si me alejara en helicóptero. Veía desde el aire la ocupación o toma del countrie –que por cierto estaba completamente vacío–, la furia con que entraba el malón disperso, blandiendo palos, facas y algún revólver casero (otra licencia onírica). Mirándolo desde aquella distancia y perspectiva, me causaba gracia el hecho de que los pobres guerreros no fueran a encontrar a nadie con quien pelear. Que no encontraran a nadie a quien vencer y linchar, y que a su vez no estuvieran siquiera enterados de aquella posibilidad. Porque de haber sido así –razonaba en el sueño– podrían haber usurpado y dispuesto del countrie a su gusto, sin necesidad de semejante despliegue, violencia y exaltación. Yo lamentaba el esfuerzo de que treparan y saltaran los muros (con las naturales heridas y golpes que en algunos casos se provocaban, más allá de los caídos por las descargas) cuando podrían haber entrado ordenadamente, después de que uno solo saltara por el frente, diera luz y abriera desde adentro los grandes portones a control remoto. Pero después comprendí que si hubiera ocurrido de ese modo, la ocupación del countrie no hubiera tenido el sabor que el sueño prometía: el sabor de conquista.

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Pero el sueño no terminaba ahí, había un episodio más, como añadido, que sin embargo fue el que me hizo despertar. Sin solución de continuidad, después de ver desde el aire el countrie tomado, otra imagen me mostraba caminando por aquel rincón arbolado pegado al paredón –por donde camino siempre– descubriendo un larguísimo cantero de frutillas. Todo el perímetro del countrie, así como en la realidad está hecho de una línea de árboles, tenía en la base de aquellos árboles, innumerables almácigos de frutillas. Enseguida el sueño informaba que era la época (las frutillas son plantas de estación); por eso ahora las plantas estaban repletas de frutos que yo debía recolectar de inmediato y comer con avidez. Me generaba inquietud, casi angustia la cantidad, y que todas estuvieran ya maduras; no sabía cómo iba a hacer para llegar a cosecharlas yo solo, antes de que se pasaran y pudrieran. El interminable cantero de frutillas, hacia el final del sueño, se ensombrecía –la hilera de árboles parecía cerrarse sobre mí– y me hacía sentir que estaba en uno de aquellos cuentos oscuros y trágicos de los hemanos Grimm. De golpe las frutillas eran tan tentadoras como amenazantes y peligrosas, y su hermoso color podía ser sangriento. Dulces prohibidos o hechizados, como la manzana de “Blancanieves” o la casa de pan de jengibre y caramelo de la bruja de “Hansel y Gretel”. Ahí me despertaba, con las manos pegajosas, horrorizado de que sin querer hubiera probado las frutillas y estuvieran envenenadas.

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Más allá del sueño, las frutillas siempre me recuerdan a mi abuelo. Mi abuelo vivió casi toda su vida en medio del campo; recién en la vejez, los hijos lo trajeron a una casa en una zona más urbana y, por lo tanto, más próxima y accesible. Yo lo conocí en esa casa, que a pesar de estar en un suburbio, tenía un fondo como de sesenta metros, que mi abuelo ocupaba y trabajaba sin resquicios, haciendo quinta. De hecho, esa es la primera imagen que provee mi memoria cuando lo recuerdo: lo veo en la quinta, con alguna herramienta, sus pantalones amplios y algo caídos, y sus alpargatas deshilachadas y agujereadas en la punta. Nunca en la casa. Siempre al sol. Lo veo trabajando en ese fondo, con una pala, una azada o un rastrillo, dedicado y feliz.

Una temporada supo tener frutillas. A mí me parecía extraordinario que del fondo de una casa cualquiera se pudieran recolectar aquellos frutos tan originales e infrecuentes. Pero gracias a ese contacto más directo, también pude comprobar que al venir de plantas rastreras, las frutillas salían muy sucias, todas cubiertas o impregnadas de tierra, y que entonces para poder prepararlas y comerlas, había que lavarlas bien, quitarles las hojas y tabiques, para recién ahí agregarles jugo de naranja, azúcar, crema o un poco de vino. Todo requería bastante tiempo y paciencia. Pero al comerlas siempre me han parecido únicas y exquisitas.

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Desde que nos mudamos, este countrie siempre me hace acordar a la atmósfera de algunas series estadounidenses y sobre todo a esa mala película de Jim Carrey, donde el personaje nace, crece y vive, sin saberlo, adentro de un gigantesco estudio de televisión. Pero yo pienso que me hace acordar a esa película no sólo por el tema del encierro y la vida controlada (alarmas, cámaras y guardias de seguridad), sino por lo malo de la película. A veces pienso eso: que en el countrie estamos encerrados en una mala película. No malísima ni bizarra. Si fuera así, la magnitud de la estupidez debería provocar alguna respuesta; algún efecto divertido o inteligente en nosotros. La estupidez suele ser inspiradora. En cambio, esta película nos aburre y neutraliza. Es mala, simplemente. Mediocre. Tal vez, incluso, es una película que pretende ser buena.

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En estos días, me hice amigo de los técnicos y obreros que están instalando el cerco electrificado. Hablamos casi siempre de fútbol o de una vecina exuberante. A veces me acuerdo y les acerco una botella de agua fría que liquidan en un segundo. Los obreros son de diferentes edades. Algunos peones deben tener la misma edad que yo o menos, pero esos no me hablan, me esquivan. Sé que me observan, me miden y estudian, pero cuando yo no los miro ni charlo con los más grandes. Al guardia de este sector no le gusta que converse con los obreros. Tampoco le gusta que ronde el perímetro. Lo inquieta que camine vueltas y vueltas sin hacer nada, salvo escuchar música, tocar alguna hoja o corteza, o detenerme y apoyarme contra un árbol para distenderme y descansar. Ni bien me detengo él aparece, se deja ver, como un espectador o testigo a distancia. Algo de mi conducta lo desorienta y lo hace desconfiar. No sé bien qué pensará. Debo resultarle incomprensible, o por lo menos muy raro. Quién sabe qué amenaza, real o imaginaria, podrá ver en mí. Siempre parece a punto de decirme algo, de encararme para hablar; pero justo antes de hacerlo se contiene; se refrena porque no sabe en qué podría llamarme la atención. O cómo hacerlo, sin por eso faltarle el respeto al hijo de un propietario. Supongo que un día hablará directamente con mis padres. O me advertirá por lo bajo de algún peligro inexistente. Pero todavía no lo hace. Todavía simplemente me controla, me vigila desde lejos, en su patrullero de golfista, acompañando todo mi recorrido.

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El perímetro es la única parte del countrie que me gusta, la única donde me hallo. Cuando camino por ahí me parece que avanzo por el sendero de un breve bosque. Logro olvidarme por un momento de las casas hechas para revistas de arquitectura o decoración, del circuito cerrado de cámaras, y de los desagradables vecinos, no tanto –no sólo– adinerados como asustadizos, monótonos y sin imaginación. Ahora deberé olvidarme también del cerco electrificado, pero será más difícil. Espero que el follaje logre esconderlo. En ese trecho arrinconado, hay numerosas y diferentes plantas, porque coincide con la parte de atrás de los lotes, donde los propietarios, también para solapar el paredón, dispusieron toda clase de arbustos. Los árboles del perímetro son pinos medianos, que sueltan unas espinas y unas piñas chiquitas sobre el suelo, como carozos, que alfombran todo el camino. Pero incluso cuando paso por el Clubhouse o por otro sector donde hay calderas, motores, o un distribuidor de tuberías, me sigue gustando aquel lugar. No termino de saber por qué. Supongo que porque nadie va por ahí, y eso hace que se vuelva solitario y casi secreto. O tal vez sea la inmediata cercanía del paredón alto y constante que me acompaña, como la hilera de pinos, durante todo el trayecto, la que me hace imaginar que rodeo una ciudad amurallada o un castillo inaccesible. Caminar estimula la imaginación. Deambulo entonces en busca de una puerta o de alguna clase de grieta mágica; algo que, en definitiva, me permita entrar y por fin conocer el interior del misterio. Pero eso nunca sucede, nunca hay ningún hueco, ni pasadizo, ni ladrillo falso. Y sin embargo yo no me doy por vencido; sigo insistiendo, día tras día, bordeando el sendero arbolado, incansablemente, palpando piedra por piedra, la enorme pared.

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Fuera de toda fantasía, cuando lo veo del otro lado, en la calle, el paredón no me hace pensar en eso, no me causa la misma impresión. De afuera el countrie es un encierro más; una extensa pared sin accidentes, de unos tres metros de alto. Una larga superficie ciega e infranqueable que no permite entrar ni salir y que sobre todo no permite ver: los que están adentro no pueden ver hacia afuera, los que están afuera no pueden ver hacia adentro. Por cierto, de afuera, el countrie no es muy distinto de algunas fábricas o industrias, o también de algunos manicomios y cementerios.

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Temo que con la excusa de la electricidad, del voltaje del cerco electrificado, los administradores impartan la orden de que nadie dentro del countrie pueda acercarse al perímetro a menos de cinco o diez metros, porque sería perjudicial para la salud. De seguro, todos los propietarios aceptarán la medida, hermanados en la ignorancia y el terror de vaya a saberse qué enfermedad (por lo general, cáncer) o simplemente ante la precaución de un accidente. Los vecinos del countrie son como los avaros, que siempre pueden ahorrar más. Son proclives a las precauciones, restricciones y prohibiciones, lo que les otorga menos alguna seguridad, que el irresponsable y aniñado placer de la obediencia.

No sé qué haré si eso ocurre. Tal vez lo deba pensar mientras dé lo que probablemente sea una de mis últimas vueltas al perímetro. También es una realidad que tengo veintidós años, y que así viviera en otro lugar, al vivir con mis padres, ese ciclo estaría llegando a su fin. Ya veré. Por lo pronto, ahora, espontáneamente, pienso que si clausurasen el perímetro, lo primero que se me ocurriría no sería irme a vivir solo. Lo primero que se me cruza por la cabeza es que si me privaran de aquel paseo, debería empezar en algún sitio –quizás en el piso o las paredes de mi propia habitación– la construcción de un túnel.

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