VERANO12 › POR CARLOS RíOS

Ya no hay razones para quedarse atrás

En el capítulo 17 la de los Fernández camina sola, envuelta en una cortina, sigue una huella de camión. Estuvo caminando más de dos horas, alejándose de su casa, cada tanto cierra los puños para darse fuerzas. Gracias a las luces de los autos puede adivinar cuánto le falta para pisar la ruta; con media hora más de caminata llegará a la estación de servicio. Ahí está el primo de Mónica, es su contacto pero él todavía no lo sabe. Mónica le había dicho que se fuera cuanto antes que ella iba a decir alguna cosa para que no la buscaran rápido, le dijo también que su primo la iba a ayudar. Los contornos de la huella profunda le raspan los tobillos cuando el ritmo de su paso está a punto de quebrarse. En el capítulo 19 sale de la estación de servicio peinada, con otro vestido, el primo de Mónica ya le dio de comer y un poco de plata. Para que no la vieran, el muchacho le pidió que se lavara en un tanque de agua de atrás de la estación, el que usan en la gomería para detectar las pinchaduras de las ruedas más grandes. El agua está limpia porque siempre la dejamos correr, dice el primo de Mónica. En un clavito le pone un toallón que tiene impreso el escudo de Argentino Juniors. También le da un sobrecito de Sedal y un jabón para lavar la ropa. Con un jarrito, la de los Fernández fue tirándose agua y cuando sumergió la cabeza en el tanque para enjuagarse, abrió los ojos y en el fondo del agua vio todas las cosas por las que había pasado en los últimos catorce días. Ahora estaba de punta en blanco, vuelta a la vida. A las dos de la mañana pasó un micro que iba para la Capital. El primo de Mónica habló con el chofer y la hizo subir. Ella no supo cómo agradecerle y le dio un beso de cortesía, a medias familiar. En el cruce de caras se tocaron por un segundo los labios. El primo abrió grandes los ojos, ahí ella se dio cuenta que esos ojos eran grandes y que le gustaban. “Nos vemos, gracias”, dijo ella. El primo de Mónica le hizo un saludo medio ridículo, como si estuviera sacándose una mosca de la cara. En el micro lloró un poco, pero el cansancio la venció. Soñó con antenas y con una doma en el que los caballos tenían la cara de ella. En el capítulo 26, le escribe una carta a Mónica para que le cuente cosas de su primo; en el capítulo 62 ya hay más confianza, lo llama dos o tres veces por semana desde un teléfono público que está a quince cuadras de la casa de su tía, quince cuadras que para ella, acostumbrada en el campo a caminar cinco kilómetros como mínimo todos los días, es como ir a regar las plantas de tan cerca que queda. El primo de Mónica le habla desde el teléfono semipúblico que hay en la estación de servicio. Al comienzo hablan con monosílabos, con el correr de los días van animándose y ella le va contando cosas de la ciudad, algunos detalles, le describe lugares y personas que él nunca había imaginado y que a partir del relato de ella siente más familiares, como es el caso del kiosko antendido por tres jubilados o los perritos que la siguen ida y vuelta como si constituyeran una guardia imperial. Ella le pide al primo de Mónica que mire el cielo y le cuente cómo está; el muchacho evita decirle que las luces de la estación atraen millares de mosquitos y otros bichos, nubes tremendas que le impiden ver el cielo como ella merece o necesita que le cuenten. Entonces inventa: el cielo es ese pedazo de caucho que sobrevive entre los pastos, un paquete de Imparciales arrugado por la impaciencia de un viajante, también es un inmenso papel y las estrellas parecen agujerearlo. A ella las imágenes la dejan un poco desorientada porque el cielo que el primo de Mónica le describe, cuando hablan por teléfono a las diez de la noche de los martes y los jueves, los días en los que él trabaja en ese turno, le parece otro cielo, no su cielo del campo con estrellitas idénticas al manto de la virgen de Guadalupe, es un cielo extraño que no tiene nada que ver con el de ella. Igual se lo perdona: a pesar de esas imágenes, el primo de Mónica le transmite cercanía con los lugares que ella más quiere. En el capítulo 41, ella llora bajito durante todo el llamado y el primo de Mónica no sabe qué decirle, de tenerla cerca le haría un té y todo se haría más fácil, le pregunta si no quiere que le cuente cómo está el cielo pero ella no le dice ni que sí ni que no, justo en ese momento llega una camioneta a cargar nafta y él le dice que no se vaya, entonces va y carga, el cliente entra y pide un café, elige galletitas, cuando vuelve al teléfono ya hay otra persona hablando. Por un momento, el primo de Mónica imagina que el paisano que agarra el teléfono con una mano y un pucho con la otra escucha el llanto. Se acerca, despacio, haciéndose el que barre, y se queda tranquilo hasta que el tipo dice, a los gritos: “¡Pero, Etelvina! ¡Te dije que eran cuatro corderos y no siete! ¡Si serás abombada!”. En el capítulo 14, la de los Fernández sale de la casa de sus tíos, aprovecha que ellos están en lo del ovejero, es el día en el que el tipo les paga por los cueros y aprovechan para irse al pueblo a gastarse la plata, y su tío en el bar con otros paisanos. Antes sigue al pie de la letra las instrucciones que le dejó su tía para la preparación de la cena. Hace el guiso, lo condimenta como más le gusta a su tío, poca cebolla cortada en triángulos, que no se pasen ni los fideos ni las arvejas. A media tarde tiene todo listo. Prueba de la olla con un pan. El tuco tiene un regusto ácido apenas disimulado en su espesor: imagina las voces de reproche. Va hasta la alacena, saca el tarro de azúcar, le pone dos cucharadas soperas al guiso, revuelve, otra vez prueba. “Que quede así”, dice. Piensa en llevarse algo, un poco de ropa o algo para comer, pero desiste. El camino es largo. Con una botella de agua mineral estará bien. En el capítulo 24 llega a la ciudad. Llama por teléfono a una señora que fue amiga de su abuela. La mujer tarda en darse cuenta de que es ella, la nieta de Estela, al final de la comunicación le dice con fastidio que la espere en la terminal que va a buscarla. La de los Fernández espera tres horas, sin dejar de mirar la gente que sube a los colectivos y la gente que baja. Los cuenta hasta que extravía el número en su cabeza y vuelve a empezar. Ha estado sin comer casi un día entero. Va hasta un kiosko, pregunta cuánto sale un paquete de Chocolinas, no puede creer lo caro que está, tres veces más que en la estación de servicio donde trabaja el primo de Mónica. Sabe el precio y puede comparar porque él le puso en la mochila, sin que ella se diera cuenta, el mismo paquete de galletitas y un puñado de caramelos de menta. Al cabo de cuatro horas y media aparece la amiga de su abuela. En el capítulo 26 llega sola y en silla de ruedas. Parece adivinarle el pensamiento porque le dice, tras saludarla con dos besos, que se quede tranquila, que del otro lado de la plaza hay un remís esperándolas. Le pregunta por la valija. “No tengo”, dice ella. “No te preocupes”, dice la mujer. “Tengo ropa de sobra. Soy modista.” En el capítulo 16, la de los Fernández no encuentra las llaves para abrir la casa. Se la llevaron sus tíos. Siempre dejan una copia en un cajón de la cocina para que ella la use en caso de necesidad, ahora que la busca la llave brilla por su ausencia. Está casi segura de que su tía ya andaba con alguna sospecha. Con todas las ventanas enrejadas, sólo le queda la opción de una ventanita despreciable en el lavadero donde la hicieron dormir hasta los trece. Eso, imagina, se acabó. El acto de pasar al exterior por ese ventanuco podría compararse con la parición de un ternero. Así lo cree ella, es su segundo nacimiento. Se aleja sin mirar hacia atrás. Como en esas películas que alguien se aleja sin mirar hacia atrás porque ese atrás se desmorona, explota, se lo come el agua, araña la memoria y se la come entera. En el capítulo 27, la amiga de su abuela le dice que tiene un trabajo para ella, entregar paquetes con la ropa arreglada. La de los Fernández arranca con ese trabajo de a poco, de esa manera va conociendo el barrio, la gente del lugar empieza a saludarla, algún que otro muchacho se le acerca con intenciones de seducirla pero hay algo que los detiene, como si ella fuera caminando dentro de una caja de vidrio con los perritos detrás, ni bien le preguntan de dónde es o dónde vive ella responde y los muchachos se hacen humo, ya no insisten. Una señora, amiga de la amiga de su abuela, le dice “Chiquita”. Y así le empiezan a decir las personas a las que les entrega los paquetes. Chiquita esto, Chiquita aquello. Hola Chiquita, chau Chiquita. Con el tiempo va ganando familiaridad con los clientes, todo el mundo le empieza a decir La Chiqui. Una clienta, por necesidad, le escribió a la amiga de su abuela un mensaje que decía “Ahí te mando la plata con La Chiki”. Desde ese día ella se piensa a sí misma como La Chiki. En el capítulo 38, la cantidad de paquetes aumenta de manera considerable. Ella va y viene, del celular que lleva en el bolsillo trasero del jean salen como al descuido algunas notas musicales que parecen enviadas desde otra galaxia. En el capítulo 43, se hace tatuar una mariposa en el omóplato derecho y abajo, en letras de molde, los que la ven irse leen “La Chiki”. En el capítulo 62 lleva puesta una riñonera donde descansa una pistola de mediano calibre. Hasta el momento no tuvo que usarla, o casi: la puso con decisión en las cabezas de dos o tres logis que le quisieron mexicanear la mercadería (casi se mueren de un síncope cuando se enteraron de que ella era la mano derecha de Doña Margo). En el capítulo 55 habla con el primo de Mónica, le cuenta cómo es la vida en la ciudad, a los perritos que la acompañan durante las horas de reparto les puso nombres pero es el día de hoy que los mezcla: cuando dice Moncho, Pradera, Tigre o Mechita acuden todos, es como si les diera lo mismo llamarse de una manera o de otra. Esos animales son como las pelotitas de un crucifijo, siempre van y vienen juntos. En el capítulo siguiente, en vez de preguntarle sobre el cielo ella le dice si no sabe algo de sus tíos, el primo de Mónica le responde que al principio el pueblo se alborotó porque pensaban que le había pasado algo feo, hasta pensaron en llamar a Canal 13, los tíos de ella al principio dijeron que sí y algunos paisanos salieron en cuadrillas a inspeccionar el campo, pero a las tres horas sus tíos les avisaron a todos que pararan porque ya habían tenido noticias de ella por teléfono, que estaba bien. “Mentirosos”, dice ella, el primo de Mónica asiente en el frío nocturno de la ruta. Entre los guantes de polar el teléfono se le patina, un poco por el aceite y la grasa de los autos, otro poco porque hace un frío tremendo, como seis o siete grados bajo cero. En el capítulo 64, ella camina como siempre las cuadras que la separan del teléfono semipúblico. A las dos cuadras se descarga una lluvia fenomenal y se resguarda en un alerito. Nunca antes la lluvia le había torcido el rumbo, como fuera iba para el kiosko para hablar con el primo de Mónica, escucharle la voz pausada, bien de campo, esa voz que ella fue perdiendo sin que se diera cuenta. Ese día no va. Se siente un poco mal por faltar al llamado porque seguro que él está solo en la ruta, tomándose un mate y esperando que le pase la única cosa linda que le puede pasar a esas horas de la noche: que la de los Fernández lo llame. De todas maneras, al primo de Mónica también se le hace un poco cuesta arriba depender de un llamado para sentirse bien, de a poco la distancia ha conseguido erosionar esa breve parcela de amor que se habían inventado. El primo de Mónica la nota un poco cambiada, le parece que llama más para saber de sus tíos que para hablar con él. Hay algo en las palabras de ella, un tono de voz que se ha endurecido, el primo de Mónica no lo puede precisar con exactitud; nota el cambio, eso seguro. A esto se le suma que hay una chica de por ahí cerca (la menor de los Leyva) que anda seguido por la estación de servicio, va con cualquier excusa, cuando está frente a él saca el billete y cuando se lo acerca despacito lo mira con unos ojazos color carbón y él siente esa mirada y queda tildado, está a punto de decirle algo, no sabe bien, algo que suene lindo, pero no: vacila, se acuerda de la de los Fernández y también siente un poco que la está traicionando porque le está empezando a gustar la menor de los Leyva; en simultáneo, el demonio trabaja desde adentro y le dice muchas veces que ella, con seguridad, anda con algún otro en la ciudad (el primo de Mónica ni se imagina que el trabajo de los paquetes no le deja tiempo para nada). La menor de los Leyva anda sola, está muy buena, le hace caída de ojos, es como que está la situación servida en bandeja porque los dos se gustan, escuchan la misma música, es un secreto a voces que se gustan cada día más, se les nota en la cara. El otro día le llevó empanadas de carne y se quedaron charlando casi toda la noche. “Mentirosos de mierda”, dice La Chiki (para el primo de Mónica sigue siendo la de los Fernández). El muchacho siente que esa voz entra en falso, que ya no le habla a él. “Tengo que colgar”, dice el primo de Mónica, aunque no haya nadie a quien atender en la estación. Todo esto arma una bomba emocional que estalla en el capítulo 72. Al día siguiente, en el capítulo 74, la amiga de su abuela le dice que después de entregar unos paquetes vuelva al taller de costura, que no vaya a la casa porque tiene que contarle un par de cosas. Ahí la mujer le explica con pelos y señales de qué va la cosa. Lo de los paquetes, etcétera. “Yo ya estoy vieja y aunque me manejé siempre bien, en cualquier momento me la van a poner. Hay otros que quieren meterse en el barrio, igual no se animan porque saben de dónde vengo, tengo cuna de fierro y ellos lo saben bien. Nomás están esperando que me descuide para meterme un chumbazo. Ya estoy mayor. Así que te propongo que vayas haciéndote cargo de todo esto. Hay un pibe que se llama Iván Nosecuánto, andá a verlo de mi parte. Se te va a hacer el barra brava y seguro te va a arrinconar, no le hagas caso, ponete firme. Manejate así: agarralo de la hebilla del cinturón y se la levantás fuerte, lo mirás a los ojos y decile que con vos no se pase de listo”, en resumen esto es lo que le dice Doña Margo. Contra lo esperado, el tal Iván le cae bien de entrada porque es de muy bajo perfil, un wacho retranqui para hacer las cosas, en eso se parecen. Muy rápido entran en confianza y en el capítulo 80 formalizan un noviazgo que les conviene por partes iguales; a los ojos del barrio, el Iván y La Chiki se muestran como una pareja imbatible. En el capítulo 96, Doña Margo muere por la agudización de un enfisema pulmonar, según se detalla –la ambulancia no quería entrar al barrio y los vecinos tuvieron que improvisar una camilla con una puerta– y La Chiki hereda, como era de esperarse, el negocio. Nadie se atreve a contradecir esa cadena de mando. Su novio le propone salirse del reparto de los paquetes y enfocarse en reclutar indigentes para que compren dólares en las casas de cambio de la capital. En ese trabajo está cuando se entera por una amiga de Doña Margo que su tío murió tratando de desenganchar unos alambres del arado. Tal vez, le confiesa La Chiki a Iván, sea el momento de hacer las paces con su tía. En el capítulo 127 viaja hacia el pueblo en la moto de un vecino. La estación de servicio donde trabajaba el primo de Mónica está cerrada. Hay yuyos y fierros retorcidos por todas partes. Una bolsa de consorcio trae el recuerdo de Inesito, un pibe del barrio que bajaron en un tiroteo por meter el hocico en el lugar equivocado. Aunque el lugar fue destruido, la mano intrusa se hace grande en todas las cosas: un almanaque, el picaporte del baño al que le falta el clavito, los vidrios y su transparencia de aserrín, tres sillas tiradas en el medio del playón, con las patas hacia arriba, como si fueran antenas. Bajo una nube de mosquitos, el teléfono todavía sigue en pie. Imagina el overol, la inclinación del cuerpo sobre el arco naranja que dibuja la cabina. ¿Qué será de la vida del primo de Mónica? En el capítulo 147 sabrá por boca de otros que después del saqueo perdió el trabajo y se fue a vivir a Santiago del Estero. Que tiene tres hijos. Que le preguntó a Mónica muchas veces por ella. Fiel al silencio prometido en otras épocas, Mónica le dijo siempre que no sabía nada, que él sabía más de la de los Fernández que ella. En fin, el tiempo fue comiéndose hasta las pocas dudas que quedaban en el aire. Ahora que viaja en moto hacia su pueblo, La Chiki vuelve a ser la de los Fernández. En el camino de tierra busca las huellas de los camiones. No las encuentra; las máquinas alisaron el camino vecinal de una manera impecable. A cambio, recupera en su memoria el día que salió de la casa de sus tíos por una ventana. Es lo que se cuenta en el capítulo 17: ella, la que escapaba, hizo un alto para hacer pis. Sintió cómo los pastizales le atenazaban las piernas. Acuclillada, con las lágrimas quebrándole los ojos, la de los Fernández miró el cielo que reventaba de estrellas. “Quiero ser una”, suplicó. Sin que lo supiera, el deseo le había sido concedido.

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Imagen: Sandra Cartasso
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