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Acto de justicia para la historia de una ceremonia de inmolación sexual

La edición de “El imperio de los sentidos”, de Nagisa Oshima, permite redescubrir un film notable, que en la Argentina se vio tarde y mal.

 Por Horacio Bernades

Es una de las experiencias más extremas de una década de por sí extrema, como fueron los años ’70, y también de la historia del cine en su totalidad. No es raro que la censura del mundo entero la haya convertido en una verdadera cause célebre. En su país de origen estuvo prohibida, su director fue llevado a juicio y recién hace un par de años se la conoció en versión completa. En la Argentina, el inefable Comité de Calificación de la última dictadura militar, con Miguel P. Tato a la cabeza, la erradicó de las salas cinematográficas y sólo pudo verse tras el retorno de la democracia, pero en condiciones que no hicieron más que prolongar el malentendido. La película más famosa de Nagisa Oshima se estrenó en la Argentina en 1985, con casi diez años de atraso y en salas condicionadas, como si se tratara de cualquier baratija del “destape”. Poco más tarde salió en video, pero en copia cortada y, de nuevo, destinada al inconfesable anaquel de las “condicionadas”. Recién ahora se le hace justicia a El imperio de los sentidos: por estos días, el sello Primer Plano Video la relanza en copia completa y dirigida al rubro que le corresponde: el de los films de arte y ensayo.
Uno de los representantes más notorios de lo que se conoció como “Nueva Ola Japonesa”, desde siempre Oshima fue un realizador incómodo, especializado en el tratamiento de los temas más tabúes para la sociedad nipona, desde el sexo hasta el poder, pasando por las protestas juveniles, la violencia, el militarismo y los bajos fondos del “milagro” económico. Pero nunca resultó tan incómodo como con El imperio de los sentidos, cuyo título original es Ai no corrida. Que quiere decir “La corrida de amor”, en el sentido tauromáquico del término. Partiendo de un episodio real ocurrido en Japón en 1936, El imperio de los sentidos narra una relación entre hombre y mujer que, como la del toro y el torero, está definida por la pasión y la muerte. Claro que, en esta corrida, toro y torero no cesan de permutar sus roles. Presentado al comienzo con uniforme militar, Kichi es tratado por su sirvienta Sada como “amo”, y de entrada hace sentir ese papel. Pero éste irá mutando hasta una inversión de roles que bien puede leerse desde una perspectiva social, histórica y de política sexual, como el triunfo de la sirvienta-mujer sobre el macho-patriarca.
Sin embargo, El imperio de los sentidos es antes que nada la historia de una obsesión amorosa, que se manifiesta casi exclusivamente en el terreno sexual y que entraña, en el fondo, la busca de un absoluto cuyo único destino es la muerte. Como había hecho un par de años antes Bernardo Bertolucci en Ultimo tango en París, el director de las posteriores Furyo y Max, mon amour se concentra casi exclusivamente en el ritual sexual, al que los amantes se entregan hasta dejar el mundo atrás. Como pocas, El imperio de los sentidos es una película de espacios cerrados y planos cortos, en los que la carne y todo aquello que sirva para excitarla se van haciendo excluyentes. Hasta que no queda otra cosa que no sean los cuerpos, el sudor y el olor de los amantes, entregados a una progresión erótica que termina devorándolo todo. La película no-pornográfica (aunque lo involucre hasta la transpiración, jamás aspira a excitar al espectador) que cuenta con mayor exposición de genitales, tumefacciones y fluidos en toda la historia del cine, Ai no corrida puede ser vista también como el relato de una adicción mutua.
Pero Oshima despoja de toda negatividad el sentido de la palabra “adicción”, hasta invertirlo y equipararlo con la entrega de un místico a su fe. En esta liturgia laica, el pene termina ocupando el lugar de adoración que la cruz puede asumir para un beato. Pero la cruz es también signo de inmolación, y Sada terminará quedándose literalmente con el pene de Kichi, ante su consentimiento. Si la mujer ve en la castración la última y definitiva forma de posesión, el hombre empieza a jugar con la idea de la muerte (por estrangulación) después de haberse cruzado, en una de sus escasas salidas al exterior, con un desfile de soldados al que la numerosa concurrencia saluda con un flamear de banderas imperiales. Corría el año 1936 y Japón atravesaba un pico nacionalista y expansionista. Desde esta perspectiva, el sacrificio de Kichi puede verse como un último gesto de rebelión, y es allí donde este apoteósico apocalipsis de la carne se vuelve también proclama política.

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“El imperio...” fue un film emblemático de la “nueva ola japonesa”.
 
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