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El “Pinocho” de Roberto Benigni asusta más de lo que enternece

Esta versión del clásico de Carlo Collodi peca de grandilocuencia, con personajes que adoptan un tono literalmente “impresionante”.

 Por Horacio Bernades

Con la repercusión que había tenido La vida es bella, era más que lógico que el sello Miramax, que había distribuido el film-consagración de Roberto Benigni en Estados Unidos, apostara fuertemente por su siguiente proyecto. Se trataba nada menos que la versión-Benigni de Pinocho, y desde antes de su estreno fungía como fuerte candidata para varios rubros en el Oscar 2003. Suena más lógico aún que, tras ver los primeros rushes de la película, los hermanos Weinstein –todopoderosos propietarios de Miramax– le hayan retirado, silenciosamente, todo el apoyo que antes le habían dado. Estrenada en el mundo entero hacia fines del año pasado, en la Argentina el sello Gativideo edita el Pinocho de Benigni directamente en video y en versión doblada al castellano, luego de que la distribuidora cinematográfica que tenía los derechos para estrenarla en cines hiciera una finta y la dejara pasar. Viendo la película, esa decisión suena más lógica que todo lo anterior.
Estelarizada, dirigida y coescrita por Benigni (junto a Vincenzo Cerami, coguionista de La vida es bella), esta versión del clásico cuento decimonónico de Carlo Collodi es un proyecto tan personal como largamente soñado. Claro que el sueño de uno puede ser la pesadilla de los demás. Algo que la fuerte inversión (45 millones de dólares), el lujoso diseño de producción (a cargo del maestro Danilo Donati, escenógrafo favorito de Pasolini y, desde fines de los ‘60 en adelante, también de Fellini) y la excelencia de los rubros técnicos (fotografía a cargo de Dante Spinotti y música de Nicola Piovani, dos grandes en lo suyo), más que disimular acentúan. En efecto, el principal mal de este Pinocho reside justamente en su carácter elefantiásico, lo cual le da un carácter ligeramente monstruoso. Casi como si la hubieran diseñado para ser parte de la programación del canal Hallmark, en el Pinocho de Benigni todo brilla, reluce y relumbra tanto que hiere al ojo.
No le va mucho mejor al cerebro, teniendo en cuenta que a la fábula de Collodi le pasó el tiempo por encima. Algo de lo que Benigni parecería ni haberse enterado. Es difícil imaginar una historia más sobrecargada de moralina, represividad y reaccionarismo que la que aquel escriba itálico pergeñó hace un siglo y medio, y que a Benigni no se le ha ocurrido modificar ni una coma. Como se sabe, antes de hacerse niño de carne y hueso, la marioneta a la que su creador Geppetto da el nombre de Pinocho (por estar hecho de madera de pino) deberá atravesar una serie de castigos, producto del hecho de que no se comporta como “un niño bueno”. Esto es: miente (por lo cual le crece la nariz), no le hace caso a su “papá” (llamar así al anciano carpintero da cierto escalofrío) y se hace la rabona.
Como si no bastara con que un gato y un zorro de aspecto antropomórfico lo embauquen para robarle unas monedas, con que lo metan un par de veces en la cárcel, con que un gordo desagradable lo llame “amor mío”, lo rapte, le haga conocer el placer (pero sólo haciéndolo bailar y divertirse un poco; recuérdese que al fin y al cabo se trata de un cuento para niños) y finalmente lo convierta en asno, el pobre niño de madera debe soportar, a lo largo de todo su periplo, la compañía de un hada que lo observa con vigilante expresión de maestra jardinera. Y, peor todavía, la presencia de un grillito parlanchín que, en su carácter de “voz de la conciencia”, se siente con derecho a taladrarle el cerebro con una ristra interminable de advertencias, admoniciones y reconvenciones.
No vaya a creerse que las ideas de puesta en escena de Benigni mejoran las cosas. En primer lugar está el hecho básico de que, en lugar de recurrir a la animación digital para crear un muñeco animado (lo cual hubiera sido no sólo posible sino aconsejable), el protagonista sea un maquilladísimo señor cincuentón, que se hace pasar por niño hiperkinético (el propio Benigni, por supuesto). Luego hay que considerar que el hadaazul ha pasado a ser una señora con los cabellos de ese color (obviamente, no es otra que la principessa Nicoletta Braschi, esposa del actor y productora de la película) y que Geppetto es un señor con peluquín amarillo. Después está la cuestión del grillo parlante, que podía resultar muy simpático en la versión Disney, pero que al tratarse de un actor de carne y hueso con dos antenitas saliéndole del cráneo, no produce precisamente el mismo efecto. Además debe considerarse que la famosa ballena devino en tiburón. Y así en más, hasta redondear una experiencia límite que lleva el título de Pinocho.

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Benigni tuvo un presupuesto fabuloso: 45 millones de dólares.
Maquilladísimo, el actor intenta pasar por un niño hiperkinético.
 
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