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Los primeros días del provocador Michael Moore

Luego de varios años de estrenada, se edita en video Roger y yo, el inicial trabajo testimonial del ahora famoso documentalista.

 Por Horacio Bernades

Que el realizador empiece la película hablando de la propia infancia no es precisamente la clase de cosa que suele esperarse de un documental. Sobre todo cuando el tema del documental es una ola de cierres de fábricas, despidos en masa y la consiguiente ruina económica de una ciudad entera. Pero Michael Moore es así, como bien sabe el planeta entero desde que Bowling for Columbine y Fahrenheit 9/11 se convirtieran en los documentales globales por excelencia. ¿Así cómo? Autorreferente, imprevisible, rupturista, especializado en desestructurar un género a veces demasiado propenso al almidón, la corrección política y el academicismo. Ya lo era en tiempos de Roger & Me, la película que instaló su nombre definitivamente en el campo del documental contemporáneo y que en la Argentina jamás se había estrenado. Es con un alto sentido de la oportunidad que el sello Renacimiento Nuevo Siglo la edita ahora en video –cuando no hay tapa de diario o revista, ni conversación o discusión, en la que Mr. Moore no aparezca– con el título de Roger y yo.
“Yo era un chico medio extraño”, dice Moore en ese comienzo, mientras despliega frente a cámara parte del álbum familiar. Se preguntará el espectador qué tiene que ver la niñez del señor Moore con el cierre de once plantas de la General Motors en Flint, Michigan (ciudad natal del realizador), que hacia fines de los ‘80, en plenas reaganomics salvajes, dejó en la calle a 30 mil trabajadores y convirtió para siempre a la ciudad en algo parecido a un pueblo fantasma. Tiene todo que ver, ya que no sólo el papá de Moore sino buena parte de su familia fueron empleados de la General Motors. Como casi la entera población de Flint, que por otra parte es el lugar en el que nació la propia firma, a fines del siglo XIX. De allí en más Moore hilará, con la mayor pertinencia, la esfera personal con la comunitaria, la suerte de la ciudad con la del país entero y a sí mismo con el mandamás de la compañía.
Sucede que Roger y yo tiene un hilo narrativo y dramático que es el que aparece expresado en el propio título de la película. Al conocer la noticia del súbito cierre de fábricas (palanca para una perversa política de reconversión financiera por parte de la compañía, que para abaratar costos terminará abriendo en México la misma cantidad de plantas que cerró en su país), el ciudadano Moore decide –con gran astucia y alto sentido del espectáculo– hacerle una visita a Roger Smith. ¿Quién es Roger Smith? El gerente general de los fabricantes de Chevrolet, que permanece acuartelado en la casa central de Detroit, capital del estado de Michigan. ¿Cuál es el objetivo de la visita? Invitar a Smith a visitar Flint, para mostrarle en qué estado dejó su decisión a esa pequeña ciudad del interior. Obviamente y aunque jamás lo admita, Moore sabe que Smith jamás lo recibirá, y es por eso mismo que emprende el viaje: porque sabe que no hay mejor forma de “escrache” que obligar al cerdo capitalista a negarse a ese mínimo gesto humano.
Y la premisa funciona. Vaya si funciona: no hay comedia más risible y ridícula que la danza de sorpresas e incomodidades, la sarta de ardides y mentiras con que los guardianes de Smith intentan detener a Moore. Cruda denuncia y disparatada comedia, detallada investigación y sátira farsesca, film político y brulote anticapitalista: todo eso es Roger y yo, como lo serían las películas posteriores (y los programas de televisión) de Mr. Moore. Como sucederá con Columbine y Fahrenheit, Roger y yo combina desprejuiciadamente el gag con el testimonio devastador, la observación aguda con el cachetazo directo, la filmación estilo guerrilla y el guiño compartido con el espectador. La diferencia está, en tal caso, en la homogeneidad de tono y construcción que tiene Roger y yo, y que Moore iría descuidando –en pos del efecto– con el correr del tiempo.
En Roger y yo es posible reírse al tiempo que se hace lugar a la desolación más terminal, porque no hay golpes bajos a la emoción, del estilo de la famosa foto de la nena muerta que Moore le muestra a Charlton Heston en Columbine, o la carta que la mamá del soldado lee en Fahrenheit, envuelta en lágrimas. El espectador de Roger y yo no es todavía –como lo sería el de las películas más recientes– un rehén de la batería demostrativa del realizador sino alguien que asiste, azorado, a la tragedia de un pueblo, a la miseria de un sistema, al desfachatado cinismo de los poderosos.

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Michael Moore sin barba ni Palma de Oro, en los tiempos de Roger y yo.
 
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