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El fin de la colimba
La pedagogia
del dolor

La muerte del soldado Omar Carrasco, en 1994, desencadenó, con su brutalidad, el fin del servicio militar obligatorio. Eso puso en evidencia los falaces conceptos de virilidad y fortaleza que encubría la colimba. Ahora, afortunadamente, hay otras maneras de “ser hombre”.

Por José Pablo Feinmann

Siempre la misma idea: para hacerse hombre hay que hacer la colimba. Si en el Tiro Federal se aprendía a “defender a la patria” (confundiendo la patria con la buena puntería), en los cuarteles los “civiles maricones” se hacían “machos militares”. Así, la colimba siempre se planteó como un momento necesario en la vida de todo hombre, el momento de hacerse hombre. Y el método para acceder a ese estadio (la hombría) era el rigor. Ya se sabe: a golpes se hacen los hombres. La colimba era la expresión más perfecta y desaforada del machismo. El machismo es una filosofía que mide a los hombres por su resistencia al sufrimiento. El que más aguanta es el más macho, el mejor. Porque ser hombre es ser fuerte, físicamente fuerte, tolerar el rigor, soportar el dolor. No llorar jamás. Un hombre macho no debe llorar, dice un tango de Gardel. Nadie llora en la colimba. La colimba existe para que los hombres aprendan a no llorar. Para que los machos soporten todo sin quejarse, mordiéndose los labios, masticando una puteada, pero en silencio, enteros, sin quebrarse jamás. De aquí el exasperado machismo. Los valores de la colimba son la negación del mundo femenino. Más exactamente: de eso que los machos creen y dicen que el mundo femenino es. Las mujeres lloran, los machos no. Las mujeres son débiles, los machos no. Las mujeres sufren, los machos no. Las mujeres hablan con voz suave, delgada, fina, los machos vozarronean, rugen.
Todo esto –por decirlo de una vez y claramente– es nazismo puro. Toda esa pedagogia basada en la virilidad entendida como tolerancia al sufrimiento es escoria nazi. Theodor Adorno, en un texto de 1967 llamado La educación después de Auschwitz, reclamaba la supresión de esa pedagogía (la pedagogía del rigor) como paso esencial para la no repetición de Auschwitz. Decía: “El ideal pedagógico del rigor (...) es totalmente falso. La idea de que la virilidad consiste en el más alto grado de aguante fue durante mucho tiempo la imagen encubridora de un masoquismo que –como lo ha demostrado la psicología– tan fácilmente roza con el sadismo. La ponderada dureza que debe lograr la educación significa, sencillamente, indiferencia al dolor. Al respecto, no se distingue demasiado entre dolor propio y ajeno (...). Ha llegado el momento de hacer consciente este mecanismo y de promover una educación que ya no premie como antes el dolor y la capacidad de soportar los dolores” (Adorno, Consignas, Amorrortu, p. 88).
Un sargento, pongamos, que se educó “militarmente” se educó para tolerar el dolor. Si él lo tolera, ¿cómo no habrían de tolerarlo los otros? ¿Cómo no habría él, entonces, de tener el derecho y hasta el deber de infligirles el dolor para hacerlos hombres? De aquí a la tortura hay un paso. El dolor que se le inflige al torturado es para purificarlo, para redimirlo por medio de la pedagogía del dolor. El esquema es simple y cruel: quien soporta el dolor y lo agradece como herramienta de formación tiene el derecho de provocarlo en los otros. La ideología de la colimba es la ideología de la ESMA.
Esta ideología converge siempre en el crimen. Algunos hombres se resisten a hacerse hombres. Es necesario entonces castigarlos más, llevarlos a los extremos más hondos del sufrimiento formativo. Aquí es donde aparece el soldado Carrasco como concepto. Es el pobre colimba que no resistió la pedagogía del dolor. O acaso el que debía morir para testimoniar que esa pedagogía es extrema, no se detiene. Si hay que matar, matará. Porque no importa que algunos mueran en la heroica empresa de conseguir que todos sean hombres. Al fin y al cabo, los débiles siempre quedan en el camino. O porque huyen o porque no aguantan y se mueren; otra forma de huir, otra forma de cobardía. El que muere es un cobarde. Un perdedor. Un marica. En suma, una mujer.
La supresión de la colimba (determinada en nuestro país por el asesinato del soldado Carrasco) es una de las grandes buenas noticias de la época. Pero la colimba murió en los cuarteles porque los cuarteles murieron como herramienta del sufrimiento, del dolor, de la represión. No murió en la vida. No murió en la sociedad. Permanece en la policía, en la ferocidad de la sociedad de competencia, en toda concepción del mundo que diga que el dolor de los otros es necesario, legítimo. Y que algunos tienen el deber de provocarlo.

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