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Feliz, acompañado
y (continuará)

por Rodrigo Fresán
desde Barcelona


Algo de extraño y acaso reprochable tiene el elegir la muerte de un escritor y un amigo en una nota de tapa de este diario a la hora de las celebraciones por otro aniversario. Me explico y, tal vez, me disculpo: en la distancia, lejos de la redacción, la noticia de la muerte de Osvaldo Soriano –la llegada de esa noticia a Página/12, ese momento en que la inmensa pena de algunos se fundió con la obligación de tener que informar sobre esa pena y a muchos otros que enseguida iban a sentirla, también, propia– es tal vez uno de los días que más y mejor recuerdo de mi vida como periodista. De hecho, no demoré nada en escribir un cuento sobre todo aquello, porque pensaba entonces y sigo pensando ahora que la práctica de la ficción alivia cuando la no-ficción golpea duro y a la mandíbula y k.o.
¿Pero por qué se me ocurrió escribir sobre la muerte de Osvaldo Soriano casi de inmediato apenas me propusieron esto de elegir un día y una primera plana? Digamos que porque en estos últimos días volví a ver a Osvaldo Soriano. Uno vuelve a ver a los escritores –vivos o muertos– cada vez que vuelve a abrir uno de esos libros. La semana pasada –presa de uno de esos esporádicos impulsos demenciales– me propuse ordenar mi biblioteca y ahí saltó, otra vez, Triste, solitario y final. Sólo diré que leí la primera línea y no me detuve hasta la última y mi biblioteca sigue sin ordenar, gracias por no preguntar.
Creo que no se le puede hacer mejor elogio a un escritor que ya no está: sus libros gozan de perfecta salud y, en el caso de Soriano, aparecen ahora bañados por una cierta luz crepuscular y profética. Ese país donde los carnívoros se vuelven caníbales que aparece en No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno, ese país de chantas for-export de A sus plantas rendido un león y El ojo de la patria, ese país/carretera que no conduce a ningún lado salvo hacia el corazón de sus propias tinieblas en Una sombra ya pronto serás y La hora sin sombra –todas esas Argentinas imaginadas y fuera de madre y de padre– son ahora este país que no queríamos mirar y al que ahora el insomnio nos prohíbe cerrarle los ojos. Un país donde los presidentes pasan como exhalaciones. Un país donde el tumulto de las cacerolas se mezcla con el mugido de vacas carneadas a quemarropa a un costado del camino. Un país que no se sabe dónde termina, dónde va a terminar. Me imagino lo que hubiera escrito Osvaldo Soriano sobre todo esto en las espaldas de este diario, cuántas “llamadas internacionales” hubiera hecho, me pregunto si soportaría el espanto de que la locura novelesca de sus héroes vencidos y extraviados se haya visto tan bien imitada por los espejos deformantes y rotos de esta realidad que augura mucho más que siete años de mala suerte.
En cualquier caso, me dicen que arrecian los mensajes de lectores de Página/12 extrañando su pluma y su espada y su palabra y voy a ser sincero: yo no tenía ganas de escribir aquí sobre un país mal escrito y sí sobre un muy buen escritor. Y la única vez que Soriano salió en tapa y bien grande, dibujado por Daniel Paz, alejándose y de espaldas fue a la sombría hora de su muerte. Qué le vas a hacer, suele ser así. Así que yo -a quien el miércoles 29 de enero de 1997 le tocó escribir una necrológica– reclamo para esta ocasión el placer y el privilegio de escribir una biológica no para otro aniversario de su muerte sino por otro año de vida del diario que Soriano ayudó a parir. No digo adiós, digo hola y me siento feliz, acompañado y (continuará).
Sí, queda un tibio consuelo, una esperanzadora sospecha: si durante la vida los libros son como los fantasmas de sus escritores, cuando los escritores mueren son ellos los que se convierten en fantasmas y son sus libros los que –si todo sale bien– siguen vivos.
Si esto es así, entonces Osvaldo Soriano está más vivo que nunca.
Y nos pone la tapa a todos.