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Sangre en Ramallo
por Andrea Ferrari


La tarde del 16 de septiembre de 1999 nadie pudo sacar los ojos del televisor. Allí, dos delincuentes que se hacían llamar “Miguel” y “Cristian” discutían con cuanto periodista los llamara las condiciones para liberar a los aterrorizados rehenes que tenían cautivos desde la mañana. Junto con un tercer cómplice, habían entrado a robar el Banco Nación de Villa Ramallo, pero al verse cercados por la policía habían capturado a cinco personas, a quienes pensaban usar como escudo para escapar.
–Estamos jugados –repetía “Cristian” en el teléfono–. Si la policía entra, va a morir mucha gente.
Esa noche, a la hora de cerrar la edición del diario, los asaltantes seguían allí, intentando negociar una salida con vida. Discutimos entonces qué hacer con la cobertura en Villa Ramallo.
–Mejor quedarse toda la noche –dijo alguien–. Eso puede ser una masacre.
Desgraciadamente, acertamos. Pero no había gran mérito en ello: lo que sucedió no era más que una consecuencia lógica del discurso político en boga. Carlos Ruckauf había regado su campaña de alusiones a la mano dura y había llamado a la policía a “meter bala” a los delincuentes. En la madrugada del 17 de septiembre, sus hombres metieron bala: una lluvia de balas que mató a dos de los rehenes e hirió a la tercera. También murió uno de los asaltantes y otro apareció misteriosamente “suicidado” en su celda horas después.
Desde entonces Ramallo es un fantasma que aparece en cada toma de rehenes. Y no sólo para los delincuentes, sino especialmente para las víctimas, que no saben si temen más que los asaltantes los capturen o que los policías intenten liberarlos.
La masacre, sin embargo, no modificó las respuestas políticas ante el incesante aumento de la inseguridad. Por el contrario, la pretensión de que un endurecimiento represivo y penal sirve para frenar a la delincuencia resurge con bríos después de cada hecho policial que impacta en la opinión pública. Desde entonces, se eliminó la ley del dos por uno y se endurecieron las penas para diversos delitos. En cada una de esas instancias, los especialistas en derecho penal explicaron que esas medidas no sirven para disuadir a los delincuentes: ni siquiera la pena de muerte tiene ese efecto en los países donde se la aplica.
Después de Ramallo, con discursos y leyes cada vez más duras, la inseguridad no ha dejado de aumentar. Según cifras del Ministerio de Justicia, en el año 2001 las denuncias subieron globalmente un 4 por ciento con relación a 2000 (que a su vez se había incrementado sobre 1999), pero si se consideran sólo los homicidios el aumento es del 14 por ciento. También son cada vez más violentos los enfrentamientos entre civiles y policías: datos del CELS muestran que en 2000 murieron 96 civiles y 32 uniformados; en 2001, 125 y 51, respectivamente.
Con una creciente franja de jóvenes excluidos de todo, destruidos por la “bolsita” y el resentimiento, y con un fácil acceso al mercado negro de armas, sólo cabe esperar que las cifras sigan aumentando. Que la respuesta política sea apenas leyes más duras. Que en cada nuevo Ramallo haya delincuentes que calculen que la mano viene dura y digan, como aquella vez:
–Estamos jugados.
El final es conocido.