88

Tiempo circular
por Sergio Kiernan


Cuando empezaba agosto de 1988 había feriado bancario y cambiario, y todo el mundo esperaba el nuevo plan económico. Saudades... El Plan Austral había fracasado y Juan Vital Sourrouille devaluaba, rebajaba el IVA, decretaba aumentos grandes de tarifas públicas y aumentos chicos de salarios estatales. Se venía una “concertación”, una “comisión de vigilancia y seguimiento”, una tablita de inflación. El engendro se llamaba Plan Primavera y todo el mundo remarcaba a lo loco, para acolchonarse. La inflación se calculaba en 25 por ciento y la esperanza era que fuera de “apenas” 5 para septiembre.
En el estilo ingenuo de la época, se pactaba con la UIA que la inflación hasta marzo sería de apenas el 4 mensual. Ya andaban imprimiendo billetes de 500 australes. En agosto se estrenaron los de 1000. Desde un chiste de tapa de Página/12 Paz y Rudy erigían una “ley del plan económico” que se cumplió rigurosamente. Un empleado le decía al ministro de Economía que tenía una noticia buena y una mala. La buena era que “su plan evoluciona de acuerdo a lo previsto”. La mala: “Su plan evoluciona de acuerdo a lo previsto”.
Visto desde este siglo con tan poco uso, el año ‘88 parece un ensayo con vestuario de la debacle que vivimos. Estaban todos los actores, mostrando la inestabilidad, la incapacidad, la desorientación que catorce años después nos devoró y nos dejó planchados. Había, sin embargo, algunas diferencias grandes entre aquel desastre y este:
Los sindicatos existían y Ubaldini lo corría a Alfonsín con un acuerdo de diez puntos.
Otra: hacía falta congelar oficialmente los salarios públicos, y bancarse el costo político.
Otra: a cada rato, Sourrouille volvía de EE.UU. con un crédito puente.
Otra: los militares hacían ruido de sables y el gobierno radical temblaba.
Una final: Terragno se entusiasmaba con privatizar todo para bajar el déficit y atraer capitales extranjeros.
Para el Día de la Primavera de ese año donde todavía había sindicatos, empleados públicos, industriales, ayuda externa, militares levantiscos y algo por privatizar, los vecinos de La Matanza hicieron historia: recibieron a Terragno con el primer cacerolazo, protestando por la sobrefacturación de facturas de Segba.
Otra tendencia que ya existía: Osvaldo Soriano avisaba que uno de cada tres jóvenes se quería ir del país, que las encuestas mostraban un total pesimismo sobre el futuro nacional, que la cosa estaba difícil para conseguir visas.
Y sin embargo había, como para agarrarse de algo, la esperanza de que el hundimiento del gobierno radical fuera solucionado por el bipartidismo. El “candidato justicialista” Carlos Menem se abrazaba con Guillermo Alchouron, de la Sociedad Rural, repudiaba las retenciones al agro, prometía bajar impuestos y empezaba a mostrar una hilacha que haría historia: tenía que desmentir que le había ofrecido un futuro Ministerio de Bienestar Social a Susana Giménez. Todavía llevaba a su Zulema del peinado enorme a todos los actos y a su ascenso no le hacía mella ni el espectáculo de Isabelita en Ezeiza diciendo aquello de “no me atosiguéis”.
Inflación, planes, desesperanza. Desde ese agosto de 1988 se agregó la crisis terminal del sistema político, por lo que ya nadie piensa que un candidato pueda solucionar los problemas argentinos, que un político traiga algo en vez de llevarse mucho. Estos catorce años terminaron de cepillarse a todos los personajes públicos que, con poquísimas excepciones, ahora entran en dos casilleros: corruptos e incapaces.
En cierto sentido, después de una pausa ilusionada, volvimos a 1988, a nuestro estado normal. Así estamos.