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La furia y el hambre
por Raúl Kollmann


Por el altavoz del supermercado se escuchó la voz femenina: “Todos los productos que están en las góndolas se venden al precio marcado. Todo lo que se pondrá en las góndolas a partir de este momento va con un 50 por ciento de aumento”. Aquella tarde de mayo de 1989 no era diferente a otras tardes del mismo año. La señora al lado mío vociferaba: “La bolsa de pañales que compré hace dos semanas la pagué a 4000 australes, hoy me la quieren cobrar 17.000”. Otra cara de la misma historia se vivió apenas unos días más tarde: “No doy más”, fueron las últimas palabras del comerciante antes de pegarse un tiro en la cabeza. Le habían saqueado su negocio en un barrio de San Miguel y fue uno de los 15 muertos de aquella oleada. Ni sus lágrimas ni su sangre fueron captados por la televisión. La televisión en aquel entonces no tenía tantos móviles y su muerte no causó el mismo impacto que ese comerciante de origen chino que el año pasado lloraba desconsoladamente en su negocio saqueado. Ya se sabe que la fiebre del dólar no es nueva, pero el pasado se nos desdibuja por el paso del tiempo. En mayo de 1989, un verde billete de un dólar valía 86 australes. Ocho meses después, el día de Año Nuevo y ya con Carlos Menem instalado desde hace rato en el gobierno, ese mismo billetito se cotizó a 6000 australes. De 86 a 6000 en apenas ocho meses. Eso sí, salió una resolución aumentando los sueldos en 20 dólares por mes. Aquella vorágine se nos escapó de la memoria: el dólar aumentaba 33 por ciento en un día, a veces 400 por ciento por mes. Los alimentos trepaban un 84 por ciento en 30 días y los fideos valían el 30 de mayo 14 australes y el 30 de junio, 50. La nafta podía pegar un salto de 50 por ciento en un día, pero igual la estación de servicio estaba cerrada y en las abiertas se formaban colas interminables. Las escenas tal vez se nos borraron, pero no fueron muy distintas a las últimas. En la zona norte del Gran Buenos Aires, El Colorado defendía el 30 de mayo de 1989 su autoservicio. Primero con una escopeta, después pidió guardia policial y al final terminó pactando: por una ventana tiró alfajores, harina, fideos. Los policías y gendarmes, sospechosamente, nunca llegaron. “Esto es furia y no hambre. La gente rompe todo, tiene cara de odio. Es más que hambre”, decía un farmacéutico indignado. El hombre, armado, estaba trepado en el techo de su negocio y repetía lo que hacían otros comerciantes: al que se acercaba le disparaban. Así murieron la mayoría de los 15 caídos en esos días de furia. “Hubo dos que vinieron en moto a la villa y trataban de organizar los saqueos. Fue para darle el último empujoncito a Alfonsín para que se vaya.” Las denuncias se parecen, aunque los años pasen. Lo que no cambia es que la investigación terminó empantanada y al final cada uno se quedó con su historia: por un lado los que hablaban de hambre y saqueos espontáneos y por el otro los que mencionaban punteros, complots y golpes traicioneros. La otra diferencia es que en aquel entonces ya había un presidente elegido, Menem, y las cosas se redujeron a un recambio más apresurado. Eso sí, quedó el estigma para siempre: “Los radicales abandonaron el barco”. Cláusula gatillo, 20 dólares de aumento, cobros por semana, plazos fijos a unos pocos días. Los trabajadores o empleados nos defendíamos a los tumbos. Al final del año perdimos, en promedio, un 34 por ciento del sueldo. Eso sí, casi todos tenían sueldos y no vagaban por las calles buscando un trabajo. No había pasado todavía la década menemista, el bienio delarruista y todo lo que vino después.