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El muro que no cayó
por James Neilson


Cuando los berlineses, conscientes de que por fin nadie procuraría matarlos por atentar contra el orden establecido, comenzaron a destruir el muro que mejor que nada simbolizaba lo que se tomaba por la división del planeta entre el mundo capitalista y el comunista, todos entendían que se trataba de un “hecho histórico”. No se equivocaban. En Europa y las Américas, “la caída del muro” penetraría más profundamente en la memoria colectiva que la implosión de la mismísima Unión Soviética al convertirse en seguida en una suerte de misil verbal multiuso para disparar contra los sospechosos de izquierdismo, los que, por su parte, no tardarían en contestar gritando “imperialista” o “neoliberal”.
Es que, para decepción de muchos, el desmoronamiento asombrosamente rápido del “socialismo realmente existente”, aquella caricatura cruel y policíaca de las utopías tan caras a los contestatarios occidentales, no puso fin a la Historia en el sentido hegeliano del tópico que popularizaría Francis Fukuyama. Antes bien, liberó a los visceralmente opuestos al Estado de sus propias sociedades del presunto deber de reivindicar a regímenes genocidas, oscurantistas, hiperburocráticos y grotescamente ineficaces obligándolos a reubicar “la alternativa” en el terreno inexpugnable de la imaginación.
Puede que el capitalismo liberal aún lleve todas las de ganar, pero fuera de Washington es difícil encontrar muchas manifestaciones del triunfalismo típico de los días finales de la década de los noventa. La sensación de que el futuro no será tan lineal como algunos habían supuesto luego de la demolición del muro no se debe sólo a la irrupción del islamismo militante o a las actividades a menudo truculentas de los globalifóbicos, sino también a que el sistema dominante es tan dinámico y tan imprevisible que podría estallar en cualquier momento por ser cada vez más numerosos los reacios a dejarse reciclar al ritmo infernal dictado por “el mercado” impulsado por el progreso tecnológico.
Por cierto, la evolución posterior a la “caída del muro” de lo que había sido “la República Democrática Alemana”, o sea, la Zona Soviética, no ha motivado mucho optimismo entre los que quisieran poder creer que en adelante todos los pueblos, debidamente curados de las malsanas obsesiones ideológicas que habían marcado a fuego el siglo XX, provocando decenas de millones de muertos y un universo carcelario de dimensiones continentales, se entregarían al sueño norteamericano. Mal que bien, los seres humanos no son tan pragmáticos. Los festejos por la eliminación del imperio soviético duraron poco.
Para la Argentina, la incapacidad patente de los alemanes –¡los alemanes!– para asegurar que las “provincias nuevas” del Este alcanzaran el nivel de vida y la moderación política propios del Oeste ha sido una noticia muy mala. A pesar de los subsidios gigantescos recibidos, inversiones realmente colosales, la presencia de un pueblo relativamente bien instruido, la disponibilidad de compatriotas acostumbrados a las exigencias del siempre competitivo capitalismo moderno dispuestos a colaborar con los “orientales”, éstos siguen siendo mucho más pobres que los “occidentales”, menos empleables, más conservadores y más propensos a dejarse tentar por el racismo violento. Puesto que ni la Argentina ni ningún otro país atrasado recibirá más que una fracción minúscula de la ayuda que ha llovido sobre el este de Alemania, sus posibilidades de “desarrollarse” cerrando por lo menos una parte de la brecha que los separa del pelotón de naciones ricas parecen ser virtualmente nulas, lo cual hace prever que, por inútiles que resulten, las rebeliones contra un sistema cuya productividad extraordinaria los humilla continuarán multiplicándose.