1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Película de buenos y de malos

Por Luis Bruschtein

Las volteretas de los medios son menos creíbles que el humor de la sociedad sobre el que cabalgan sus cambios de rumbo. En la misma mesa de café donde se endiosa, se sataniza sin transición a futbolistas, directores técnicos, políticos y artistas. Y los medios corren detrás de esos humores variables para adaptar sus discursos que, en realidad, nunca cambian demasiado.
La esquizofrenia, en el caso del periodismo que tiene que correr a esa misma velocidad, es un riesgo inevitable. Como le sucedió a un joven periodista de la revista Gente en 1973, que no pudo evitar sumarse a los festejos por el triunfo de Cámpora que estaba cubriendo. Y, botoneado por un colega, al día siguiente sufrió una durísima advertencia por parte de la empresa de los Vigil, con amenaza de despido. Pero en el número de la revista que se publicó al otro día, el editorial se congratulaba en informar que la alegría de la gente era tan grande que hasta había contagiado a uno de sus propios redactores.
Los taxistas que escuchan Radio 10 amaron a Domingo Cavallo, el dios del sentido común de la convertibilidad. Y así como lo quisieron, ahora lo detestan. En muchas de esas mesas de café y en algunos diarios, Menem siguió siendo “el Presidente” hasta que renunció a la segunda vuelta y ahora nadie lo votó. Cavallo llegó a opacar a Menem, fueron los dos gigantes del escenario argentino durante diez años. En la política y en la economía no tenían rivales.
Cavallo se fue al exterior y nadie daría dos centavos por su futuro político. Y Menem aparece como un anciano rencoroso que, al igual que Bernardo Neustadt, vaticina y desea la peor de las suertes para el futuro del país porque ellos ya no lo tienen, abandonados por el abrazo engañoso de sus fieles al éxito o al poder, que ya no les sonríe.
Aunque ya nadie acepte en público que votó a Menem o que endiosó a Cavallo o que le creyó algo a Neustadt, ellos fueron el paradigma de una forma de ser inteligente y exitoso. Y mutaron a caricatura grotesca sin estaciones intermedias.
En realidad, para bien o para mal, ellos siempre fueron igual, lo que cambió fue la percepción que la gente tiene de ellos. Esa magnitud del cambio de sentido es la que impresiona, porque hay mucho de voluble y vulnerable al disfraz o a la ilusión, a los vidrios de colores, al inmediatismo y a la tentación de la salida fácil.
Sería mejor que, en vez de cambio de humor, hubiera un cambio consciente en la forma de pensar. Que en vez de negar que lo votaron, lo reconocieran, se preguntaran la razón por la que lo hicieron y reflexionaran sobre los argumentos de por qué nunca más lo harían. No es un problema de autocrítica al estilo setentista, sino de entender, elaborar y meditar cada decisión y que de allí no surja otro estado flamígero sino un pensamiento madurado que se sostenga en el tiempo.
Cambiar de una posición a otra muchas veces no quiere decir que se haya cambiado realmente. Pasar de blanco a negro, o viceversa, no implica un cambio verdadero si se lo transita con la misma volubilidad con que se fue blanco. La intervención de los medios es importante en este fenómeno que también excede a Menem y a Cavallo, pero no es determinante. Existe una materia prima, una matriz, un rasgo de identidad cultural que alimenta y facilita estos procesos.
La historia argentina es una película de buenos y malos, no hay seres humanos. Y es una película embellecida donde los actos más horrorosos tienden a ser ignorados en forma automática. Es tanta la distancia que se pone entre el deber ser y el ser verdadero, que entonces se transita ese camino por la ficción y no por el esfuerzo que implican los cambios reales, que siempre serán menos de lo que se quisiera. Los que se esfuerzan y llegan tan cerca de ese deber ser tan exigente se inmolan en el mito como el Che, Evita, Gardel o Maradona. Y los que fuerzan la ficción se pervierten en caricaturas grotescas como López Rega, Isabel, Galtieri o Menem. Es difícil que haya otro país que produzca tantos personajes extremos.