1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Todo, menos estoicos


Por Claudio Uriarte

“Dios te libre de vivir tiempos interesantes”, dice un proverbio chino, y la espasmódica Argentina, con sus oscilaciones salvajes entre la euforia y la catástrofe, parece una cabal ilustración de los males de esos tiempos. Pero también es cierto que en chino las palabras “crisis” y “oportunidad” comparten los mismos caracteres. Soy muy consciente de que he empezado esta nota con dos lugares comunes, pero la vida argentina parece un lugar común: “Era el mejor de los tiempos y era el peor de los tiempos/... era el tiempo de la esperanza y era el tiempo de la desesperación”, como dice Charles Dickens en el memorable poema que abre su novela Historia de dos ciudades.
Pero el eje del asunto es que debe resistirse la predisposición nacional a la melancolía. Para seguir con las frases célebres, “hay que tenerle miedo sólo al miedo” (Winston Churchill); “si puedes encontrar al triunfo y al desastre/y tratar a esos dos impostores del mismo modo/... si puedes afrontar la ruina de todo lo que has hecho/ y repararlo todo con herramientas medio rotas (...) tuya es la vida, hijo/ y lo que es más, serás un Hombre” (Rudyard Kipling), “la gente vale según la cantidad de verdad que es capaz de soportar” (Friedrich Nietzsche), o –lo que es esencialmente lo mismo– “el coraje es la mayor de todas las virtudes, porque garantiza todas las demás” (nuevamente Churchill).
Pero la nacionalidad argentina no comparte este topo de estoicismo. En general, prevalece una inclinación al melodrama y la autolamentación. Eso, paradójicamente, termina favoreciendo la tragedia. Desde luego, no se trata de imitar la postulación del protonazi Thomas Carlyle, al oponer la “paciente, noble, profunda, sólida y piadosa Alemania” sobre la “fanfarrona, vanagloriosa, gesticulante, pendenciera, intranquila, hipersensible Francia”. Pero sí de alegrarse y de celebrar, como lo hiciera el inolvidable Gabriel Syme de G. K. Chesterton en El hombre que fue jueves, por el hecho de que los trenes lleguen a tiempo, y que llegar a la estación Victoria sea una victoria en sí misma, después de todo.
Sin embargo, el diseño en forma de serrucho de la vida argentina, por el cual se sube y se baja de modo casi permanente, también conecta con la acepción metafórica del serrucho como modo de trepar y de mover el piso: las crisis, recordémoslo de vuelta, son oportunidades. Alfonsín subió gracias a la debacle de los militares en Malvinas y a las presunciones de un acuerdo de impunidad entre los dictadores y el peronismo; Menem pudo imponer su modelo neoliberal gracias a la hiperinflación y la anarquía de finales del gobierno inconcluso de Alfonsín; De la Rúa y su Alianza subieron gracias al hartazgo de la sociedad con la corruptela menemista; Duhalde tomó el poder gracias al catastrófico derrumbamiento del castillo de naipes de la convertibilidad que De la Rúa y Domingo Cavallo se obstinaron en mantener, en gran parte para mantener las simpatías de la clase media que apoyaba ese modelo, y que después se sumó febrilmente a su derrocamiento. Esto, en verdad, es parte de la lógica de progreso de la historia, o de la “astucia de la razón” hegeliana: un error deriva en una verdad que en algún momento se convertirá en un nuevo error.
Pero no hay dudas de que el signo distintivo del carácter nacional es la histeria; la bandera argentina, en lugar de tener un sol en su centro, debería incorporar una veleta. Pocos recuerdan ya que la misma clase media que ahora se viste de progresismo apoyó entusiastamente a la dictadura militar, que le permitió viajar a Miami y comprar electrodomésticos importados. En este sentido, quizá debería defenderse una nueva forma de voto calificado, donde votaran solamente los más ricos y los más pobres: porque, contrariamente a la clase media –que vive en un mundo de ilusiones y fantasmas, entre la expectativa de ascender socialmente y el terror de perder el trabajo–, son los únicos que juzgan a los políticos de acuerdo al principio y a la lógica de la ganancia. Eso, desde luego, no ocurrirá, y los mismos pobres, en su deseo de ascenso social, tienden a adoptar las fantasmagorías de la clase media. Por eso, la clave es saber cuándo caerá el próximo diente del serrucho.