1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Exilios


Por Andrés Osojnik

Mi papá se murió sin regresar del exilio. Había huido de la Europa en llamas de mediados del siglo pasado cuando tenía 35 años y jamás volvió a ver a sus padres, a sus hermanos, a sus amigos. Mis hermanos y yo nacimos en la Argentina, pero crecimos en el exilio. Nuestra patria, se nos enseñó como en buena familia de inmigrantes, era la eslovena. “Soy esloveno, de la cuna a la tumba”, aprendimos a cantar. En ese idioma, claro.
De chico, yo me sentía exiliado, travestido de nacionalidad. Cuando descubrí la Argentina, ya era tarde. Algo estaba pasando acá sobre lo que había que hablar en voz baja. Y por lo que había que enterrar en el jardín esos libros y revistas que se habían vuelto peligrosos.
Ese hombre que de pronto llegó a casa para vivir en mi pieza se estaba escondiendo, me explicaron. En realidad, yo ya entendía la clandestinidad. La había mamado de los relatos de guerra de mi papá que modelaron mi infancia. El tipo que se había instalado en casa era un exiliado interno. Aprendí a conocer el país donde vivía desde mi propia historia, la del exilio. Cuando mi casa dejó de ser un lugar seguro, él se fue siguiendo aquel remanido grafitti (“Argentina tiene una salida: Ezeiza”).
Mi exilio dejó de serlo por esa necesidad adolescente de enfrentarse con el origen, con lo aprehendido hasta entonces. Me asumí argentino. Para entonces, el hombre que se había escondido en casa seguía sin volver. La argentinidad, volvía a aprender, también estaba llena de exilios. Un día una vecina que había viajado a Europa contó indignada que había visto en París un afiche de exiliados argentinos que mostraban a Videla con un sable ensangrentado y una cabeza chorreante a modo de pelota. Era el Mundial del ‘78 y por las calles no se veía a simple vista correr la sangre de la que hablaban ellos, los exiliados. Y viví el partido contra Holanda en la contradicción de no saber si debía alegrarme o no por los goles de Kempes.
Mi adolescencia llegaba a su fin durante la euforia de la ilusión. Ahora se podía ir a un recital de Serrat y hasta había un profesor que lo dejaba a uno salir antes de la escuela para no llegar tarde a aquel histórico Luna. Ahora se podía gritar en las canchas y se podía votar. Y hasta el tipo que había estado en casa volvía. Argentina dejaba de estar exiliada, había que creer, había que estar para crear lo nuevo, desterrar lo prohibido, exorcizar tanta muerte y desaparición. Había que ir a la Plaza para pedir la aparición con vida.
Y había que bancarse que la ilusión tuviera punto final. Y obediencia debida y primaveras y australes y saqueos y largas colas frente a las embajadas. Todo empezaba de nuevo, aunque de los exilios ahora se hablaba por televisión y se mostraba a los aspirantes a serlo explicar sus razones. Que ya no eran políticas; eran económicas. El peligro de muerte se convertía ahora en la falta de futuro. La lucha, llegar a fin de mes.
Yo me había reconciliado ya con esa canción sobre mi origen y para documentarlo tramité mi nacionalidad eslovena. Mi exilio tuvo también su final rubricado. Por aquí renacía la fiesta, aunque ya no democrática: era una ilusión que se podía comprar en cuotas. Y viajar, y gastar, y ser convertibles y volver del exilio porque ahora, para qué vivir en Europa o Estados Unidos si el Primer Mundo quedaba acá, cerca de la familia.
También eso terminó. Y volvieron las colas frente a las embajadas y volvió de nuevo el exilio, ahora también cultural, no solo económico: había que irse, sin saber muy bien a qué, ni si en otro lado se estará mejor. Irse, dejar el incendio, los saqueos de nuevo, el pánico de ya no ser. Días pasados, un amigo que recaló en Canadá confesó que –hábil para el cuchillo– compró media res. Se enojó con el vendedor porque había tirado a la basura la lengua, los riñones y otras delicias del escabeche o la parrilla. Pero igual logró esos cortes que compartió con sus amigos argentinos. Ese día se empachó de asado. Y llamó para contarlo.
Alguna vez mi mamá me dijo que yo había nacido aquí por casualidad. A él nunca se lo dijeron.