1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Los recortes de Juan Carlos


Por Fernando D’Addario

 

La excursión ciclística al barrio Los Naranjos, localidad de Las Malvinas, partido de General Rodríguez, desvió imprevistamente su sentido: la intención primitiva, casi inercial, de rastrear la esencia del club Atlas –un querible y desconocido equipo de Primera División D, el peor promedio histórico de todas las categorías de la AFA–, chocó contra la aparición intrigada e inquieta de Juan Carlos Verón; irrumpió desde un territorio impreciso, que no terminaba de ser la cancha y no se animaba a convertirse en el terreno de una casa. El hombre se presentó avalado por la autoridad de tres perros, que no parecían dispuestos a dar la vida por los colores de Atlas, y mucho menos por su amo: “Mi padrastro es el casero del club. ¿Usted qué quiere?”:
–Soy periodista de... estoy haciendo una nota sobre...
–¿Usted es periodista? ¿Seguro? Entonces me tiene que ayudar. Tengo una nota que le va a servir.
Por cómo pintaba la cosa, la esencia de Atlas no iba a ser develada esa tarde gris de 1998. A cambio, Juan Carlos –hombre de edad indefinida y gestos eléctricos– convidó unos mates. Del bolsillo de su pantalón sacó una bolsa de nylon, que protegía unos recortes de diarios, ya amarillentos. “Ve, éste, el de la foto, soy yo...” Juan Carlos miró a su interlocutor y volvió a señalar la foto. En realidad se miraba a sí mismo, buscando una identificación que sólo para él podía ser instantánea; en las fotos (11/10/67, Crónica y Clarín) apenas se veía a un bebé recién nacido, respaldado por títulos y epígrafes: “En la escuela Lemos nació y lo bautizaron”, “Emotiva ceremonia”, “Casamiento y bautismo”. La incomodidad de un breve silencio obligó a Juan Carlos a activar el interés del cronista: “Yo soy millonario, pero desde hace más de 30 años estoy esperando que me lo reconozcan”.
La situación no tenía salida. Juan Carlos echó de un grito a los perros; se ve que no quería más testigos para su exposición: “Mis padres vivían en Hurlingham. Hubo una gran inundación. Mi madre estaba a punto de dar a luz. Nos rescataron y yo nací en Campo de Mayo. Me bautizaron en una ceremonia. Un coronel se hizo cargo de mí, como padrino. El Ejército me donó un crucifijo de oro y diez mil pesos. Depositaron la plata en distintos bancos, pero nunca los pude cobrar. Soy millonario, pero la gente de acá, ignorante, se burla; dicen ‘qué vas a ser rico, si vivís como un villero’. Otros me tratan con respeto, saben que algún día, cuando cobre, los voy a ayudar”.
Juan Carlos ensaya luego un caótico relato de su vida. La sucesión de fracasos y desgracias (abogados que lo engañaron, un accidente que lo tuvo al borde de la muerte, una breve y sombría internación en la Colonia Montes de Oca) parece irradiar, sin embargo, una suerte de ensoñación consoladora, confiada a una redención siempre futura, inmune a la realidad tangible.
–¿Siempre lleva encima esos recortes de diarios?
–Sí, claro. Son mi documento de identidad.
El artículo menciona a su padrino, el coronel Raúl Pablo Aguirre Molina, director de la escuela General Lemos, y a su madrina, Argentina Chiessa, directora de la escuela de enfermeras del Ejército. Juan Carlos no sabe bien qué pasó con él después de las fotos y los aplausos, pero sí se ve a sí mismo a los seis años, repartiendo leche en la calle. Sabe, también, ya mayor de edad, de trámites y burocracias; le dicen que se deje de molestar, que la plata se perdió con las sucesivas devaluaciones y cambios de moneda. Y sí: que Onganía, que el Rodrigazo, que la tablita, que el Plan Austral, que la convertibilidad. Ni el crucifijo de oro sobrevivió. Sólo queda la foto.
La despedida, aquella tarde, incluyó promesas de “investigación” que nunca se cumplieron. Otros vaivenes regulan la rutina periodística de la sección espectáculos: un nuevo disco de Caetano Veloso, la enésima entrevista a Víctor Heredia, el ciclo Buenos Aires no Duerme.
Seis años después, una mezcla de curiosidad y nostalgia dirige un nuevo periplo al barrio Los Naranjos. Las estadísticas y las encuestas hablan de crecimiento sostenido, de bancos que recuperan depósitos, de la clase media que vuelve a confiar; todos datos y percepciones tan confiables como imposibles de verificar en este rincón del conurbano profundo, donde las variables emocionales se visualizan a través de otros signos. Juan Carlos aparece, saluda e invita un mate, como si no hubieran pasado los años. Cuenta que está cantando en una banda de heavy metal cristiano, y que si Dios quiere, un productor evangelista lo llevará de gira por el exterior. Dice que en el barrio no le creen, pero eso –el escepticismo ajeno– lo viene acompañando desde que era chiquito. De pronto se pone serio y busca algo en el bolsillo de su pantalón. Son los recortes de Crónica y Clarín, más viejos, más amarillos. Vuelve a señalar la foto. Está igualita. Una sensación extraña –como si la certeza de un destino irreversible neutralizara las oscilaciones anímicas que testean las encuestadoras– domina el ambiente cuando Juan Carlos pregunta y diagnostica: “Y usted, ¿pudo hacer algo con la historia que le conté?”