1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
El Club de la Merluza Congelada


Por Sandra Russo

¿Venimos a ser un país con la gente adentro o con la gente afuera? ¿Argentinos a las cosas o argentinos a sus cosas? Ese otro termómetro les mide la fiebre, hoy, a diferentes sectores, y da cuenta de qué le tocó a cada quien en la repartija de cartas, si un aceptable 3 de oros o un fatal 4 de bastos. Los que sobrevivieron al huracán del 2001 y siguieron comprando merluza congelada y aceto balsámico, los que se aficionaron al tomate cherry y hasta llegaron a degustar endivias, probablemente también sigan ahora llegando a sus casas, chequeando sus mails, desfreezando cualquier cosa que el microondas convierta en una cena en cinco minutos, llamando al delivery de videos, chateando con algún amigo que acaso viva en España o acaso en el quinto piso del mismo edificio, recibiendo una vez por mes el pedido de verdura orgánica, mirando por las noches el canal Sony, prefiriendo lo acolchado, lo perfumado y lo controlado del mundo casero, ese mundo casero tan bien provisto y equipado que ni siquiera hace falta una escapada a la calle.
Los otros, los que sufrieron la estocada de la crisis o los que jamás conocieron ninguna versión de la vida que no fuera la de la carencia y el derrape personal, han hecho de la calle su escenario. La década menemista, que los parió y los ocultó mientras los focos sólo se preocupaban por mostrar la ingesta indigerible de licuadoras con champán, mantuvo a todos esos miles de acreedores sociales en una especie de incubadora en la que fueron multiplicándose, tomando conciencia y aumentando la rabia.
Los taxistas se quejan porque no se puede circular por Buenos Aires. Es cierto que las calles todos los días están cortadas porque no terminan de arreglarlas nunca o porque hay marchas de quince o veinte mil que sacan de quicio a los Rolando Rivas del nuevo milenio. Va de suyo, entonces, porque ahora son visibles, que las calles son el escenario en el que se manifiesta el descontento. Entre los viejos y los nuevos pobres se anota la mayoría de la población. Si no tienen casa, si no tienen escuelas, si no tienen hospitales, si no tienen trabajo, si no tienen partido, si no tienen nada, les quedan las calles. Las calles siempre están ahí, y es un error dar por sentado que las calles son un espacio cuyo sentido y función dominante sea la circulación de vehículos de transporte público o privado. Las calles, acá y en todas partes, ahora y siempre, han sido además y con la misma entidad escenarios por los que circulan los reclamos sociales, pistas adecuadas para echar a correr las quejas.
Con esos sobreentendidos que no se revisan y que endurecen la costra ideológica sobre la que el poder machaca sin que nadie lo advierta –el poder, no el gobierno, que son dos cosas distintas–, los que todavía acceden a la merluza congelada reclaman para sí las calles y expresan brutalmente el fastidio que les provocan esos otros que las invaden, las copan y las cortan. ¿Por qué habrían de ser las calles más de los conductores de autos que de los conductores de quejas?
El Club de la Merluza Congelada sólo se conmueve si el desvío en la calle se debe a que la marcha es correctiva y quienes manifiestan van con nutrias o mocasines. Ahí sí el hecho de manifestar se inviste del reclamo cívico con el que el Club de la Merluza Congelada es solidario. Con los otros no. Los otros, los invisibles, deberían seguir invisibles, en sus ratoneras, en sus lugares de origen, en los comedores populares, sin hacer ruido, sin perturbar el paisaje... que tanto mal le hace al turismo semejante espectáculo de revolvedores de basura.
Así estamos, unos viviendo en una nube de rúcula y tantos más de las sobras. Unos adentro, y desde adentro reclamando también la soberanía de las calles, y otros en las calles para ejercer, alguna vez, de alguna manera, un poco, la soberanía sobre sus propias vidas.