1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Que nadie serruche el orden

Por Julio Nudler

El serrucho es un instrumento filoso, cuya hoja dentada sirve para cortar cualquier racha, buena o mala. Lo cual lo vuelve antipático a los ojos de la gente que ama la monotonía, el statu quo y la mar en coche. O que cuida y protege intereses prebendarios. En realidad, el serrucho no reduce la previsibilidad. La montaña rusa puede ser tan previsible como una pista de patinaje, con tal de que se entiendan las leyes que gobiernan los ciclos, propios de toda economía capitalista. Pero lo que realmente torna intolerable al serrucho para los conservadores es que esas terribles fluctuaciones generan una oportunidad de cambio político, social y económico. Porque el serrucho es la herramienta más progresista, e incluso revolucionaria, que se ha inventado, que podrá usarse o no.
Precisamente en esta época, la Argentina está disfrutando de la ocasión creada por la última catástrofe en que se precipitó gracias a ese serrucho implacable que la aserró entre 2001 y 2002. Cuando mucha gente tuvo que comerse la empuñadura y hasta los remaches de su serrucho y freír la hoja acerada vuelta y vuelta en el sartén. Esa cruel serruchada movilizó a la sociedad dormida y derivó en hechos que hubiesen sido imposibles sin la inoxidable dentellada: echar a jueces de la Corte Suprema, invadir la ESMA, colocar a Graciela Ocaña en el PAMI, imponer los remedios genéricos, purgar las policías, cobrarles retenciones a la soja y el petróleo, plantear una desmesurada quita sobre la deuda externa y otras locuras.
El serrucho desgarra, causa sufrimiento, muerde las carnes, hace brotar sangre. Pero el sufrimiento existe desde antes de que su hoja cimbreante se ensañe con los miembros más débiles del cuerpo social. Ellos ya padecen la postergación, la falta de perspectivas, la vulnerabilidad. Recién cuando todo se derrumba pueden abrirse paso entre los escombros del orden económico y político para imponer un proceso de cambio. Luego, para evitar que la transformación siga avanzando, las fuerzas conservadoras procurarán contener, estabilizar, recuperar el control.
Se ponen de moda el gasto social, el reparto de comida, los remedios gratuitos, el apósito redistribucionista que desinfla la protesta y la demanda de cambio. Los conservadores más lúcidos permiten incluso que los desposeídos más radicalizados se desahoguen, que marchen con pasamontañas y garrotes, que destrocen alguna luneta, algún escaparate. Se clama, se reclama, se proclama, se declama, y los progresistas aclaman al dirigente preclaro que consigue meter a la jauría en la manga. Todo ha de volver a la calma, el serrucho a su vaina, la rabia a su úlcera.
Entonces se discute cómo prevenir las crisis, cuáles son las políticas más adecuadas para que el nuevo programa económico no concluya en otro colapso, abriendo de nuevo las esclusas al estallido social. Los grandes organismos internacionales y las craneotecas nativas, con auspicio académico y empresario, diseñan planes seguros y trazan proyecciones tranquilizadoras. La economía crecerá monótonamente un 3, un 4 por ciento anual. No habrá fluctuaciones. Se constituirán fondos anticíclicos. Las vacas gordas adelgazarán para que las flacas engorden. Se toman pólizas contra la desesperación de los desnutridos, se erigen diques de contención.
Es entonces cuando ya no se sabe quién es conservador, quién es progresista, quién practica un astuto gatopardismo, distinción que, justo es decirlo, nunca resulta sencilla. No suele haber nada más reaccionario que el populismo, o incluso el izquierdismo facilongo, ni nada más progre que algunas (sólo algunas) propuestas ultraliberales. Al fin de cuentas, con un serrucho se puede hacer música, practicar la carpintería, partir equitativamente o no una tabla, o dejar sin aliento a los intereses creados del inmovilismo. Con un serrucho se puede podar el árbol de un futuro radicalmente diferente. ¡Fuera con ese serrucho!