1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Paranoias argentinas


Por Fernando Cibeira

Que Alfredo Yabrán vive, lo sabe cualquiera. A Carlitos Junior, en cambio, lo mataron, lo mismo que a Juan Castro. Al Diego, qué le voy a contar, le cambió el frasquito la FIFA. A Reutemann le mostraron un video explícitamente masculino para que se bajara de la elección. El presidente Kirchner, que tiene cáncer, descabezó a la Federal sólo porque los servicios lo extorsionaron. Durante estos 17 años –y pongo ese plazo porque Página/12 algo tiene que ver–, las hipótesis conspirativas, paranoicas o directamente enloquecidas de la realidad se hicieron tan comunes entre nosotros que hoy en día es casi imposible que los argentinos tomemos una noticia que aparenta ser buena con alegría, porque nos resulta evidente que alguien tiene que estar haciendo un buen negocio con eso. Desmontar ese entramado no será cosa sencilla, sobre todo porque en este país, ay, muchas veces esas descabelladas hipótesis se convierten en la más patética verdad.
A lo que Página/12 contribuyó fue a demostrar que los funcionarios decían una cosa y hacían otra. Revelar que la cuñada y secretaria privada del presidente utilizaba sus prerrogativas en la Aduana para contrabandear valijas con dinero del narcotráfico es suficiente para volarle la cabeza a cualquiera. El Yomagate o el Swiftgate fueron la evidencia de que quienes ocupaban las funciones públicas lo hacían para provecho propio. Ergo, todos los políticos son chorros.
Justo nosotros, los argentinos, los más vivos de todos, nos dimos cuenta de que nos tomaban para el churrete. Lo peor es que ya lo imaginábamos, si se les notaba a la legua. Y, como el cornudo, dijimos: “Otra vez no me lo hacen”. A partir de ahí comenzamos a buscar lo real detrás de lo que nos mostraban, haciendo un rulo tal que lo verdadero suena más bien falso y lo falso es más verdadero.
Argentos y todo, nuestra condición humana nos lleva a esperanzarnos cada vez que asume un nuevo gobierno. Un incómodo sentimiento del que empezamos a sospechar apenas transcurren unos meses y del que nos arrepentimos decididamente más o menos al año. El “yo no lo voté” es tan argentino como Dios y el dulce de leche.
Tal disposición popular es toda una invitación para los delirios de las páginas web de services en desuso, operetas de cuarta que luego son distribuidas y redistribuidas por cadenas de mails en medio de alertas de virus y viejos chistes de gallegos. El resto lo completan el boca en boca y nuestra interpretación abierta a las explicaciones más atravesadas.
Así, el Presidente actúa aterrado por la difusión de una filmación íntima (que justifica las purgas policiales y los movimientos dentro de los servicios de inteligencia), está el ministro que cobra de las empresas petroleras (por eso el arreglo de las tarifas) y el otro, que se robó todo cuando estuvo al frente de un banco (de ahí que sea tan meticuloso con lo que se dice de él en la prensa). Fantasía y realidad se cruzan y dejan como saldo una sensación de abatimiento. Da todo lo mismo, total, siempre van a hacer lo que les conviene.
Lo más escalofriante es que cada tanto sale a la luz alguna noticia que confirma nuestras terribles sospechas. ¿El cónsul argentino no utilizaba su residencia y su teléfono para un negocio de plomería? ¿El presidente de Independiente no contó que pudo salir campeón gracias a que manejó la designación de los árbitros? ¿No propusieron como embajador en Madrid a una persona vinculada con empresas españolas?
Revertir una lógica de desconfianza no se consigue de un día para el otro. Seguro que lleva años y algunos gobiernos. Inevitablemente habrá nuevas esperanzas y muchas frustraciones, el mismo sube y baja de estos 17 años. Ya sea porque lo marca la realidad o esa extraña melange de mito urbano y literatura policial barata que circula en forma paralela, gracias al amigo que está en política o al weblog que siempre publica la posta.
A veces es frustrante. En sobremesas familiares, cumpleaños de conocidos o en un viaje en taxi, si viene al caso, hay preguntas que siempre llegan. “Che, vos que sos periodista, ¿es cierto que...” Mi respuesta, tímida y decepcionante, echa la hipótesis por tierra, dando por verdad la versión oficial, siempre menos creíble –y, sobre todo, menos interesante– que el mail anónimo.