1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
el serrucho argentino

Por Ernesto Tiffenberg

Cuando despertó, la Argentina todavía estaba allí.
Diecisiete años de sueño muestran un panorama de pesadilla. La Argentina todavía está pero, como reflejada en un gigantesco retrato de Dorian Gray, monstruosamente parecida a la original. Diecisiete años de serrucho, alzas y bajas que coinciden con el período democrático más largo de la historia argentina, no fueron capaces de generar un crecimiento acorde del producto bruto por persona, dejando de lado el obvio chiste educativo.
Mirado de cerca, el retrato es quizá más desalentador. El subibaja que depositó a la economía casi en el mismo lugar hizo desbarrancar de a poco todos los índices sociales. Cada cuesta abajo horadó el empleo, multiplicó la inequidad en la distribución del ingreso, minó el poder redistributivo del Estado y despeñó la calidad de la educación y la salud públicas.
A cada tramo de la travesía por las cimas y simas del serrucho le correspondió una visión del mundo. Más aún, cada momento dentro de cada subida o bajada encontró un punto de vista identificatorio. Algo lógico si se tiene en cuenta que el panorama no puede resultar igual desde el pie que desde lo alto de la montaña.
Desfilaron así movimientos históricos, fulminantes ingresos al primer mundo, libanizaciones y estallidos de disgregación nacional. Todo condimentado con los correspondientes pronósticos de cataclismos (siempre acertados) terminales (siempre fallidos).
Pero entre tanta etiqueta diferente, en esos diecisiete años se mantuvo una constante.
Una bisagra que quedó patéticamente al desnudo cuando Raúl Alfonsín convocó a Plaza de Mayo para combatir un golpe de Estado del establishment (afirmando la necesaria sujeción de la economía a la política) y terminó repartiendo cascos para las trincheras de la “economía de guerra” (en una rendición sin atenuantes de la política frente a la economía).
Su gobierno se transformó entonces, como tan bien reflejaron sus ojeras, en una larga agonía. Una agonía que Carlos Menem convirtió en carnaval con el sencillo recurso de eliminar cualquier atisbo de culpa o escrúpulo. La economía seguía al mando, ya no por necesidad sino por placer.
Nadie depositó demasiadas expectativas en el encumbramiento de la Alianza. La precariedad de la situación no permitía promesas ni votantes crédulos. Sólo exigía un cambio: rescatar de su exilio a la política.
El primer gabinete de la Alianza dejó claro que ni siquiera eso pasaría. La mitad de los asientos fueron ocupados por economistas mimados del establishment. Sin contar al asesor estrella del presidente, que fue el encargado de aceitar la maquinaria con fondos negros.
Librada a sus principales beneficiarios la economía recorrió sin trabas el camino del infierno, un camino empedrado de ridículas ganancias hasta el mismo día del estallido. En el altar del “círculo virtuoso”, que un sincero Fernando de la Rúa proclamó en su discurso de presentación, se sacrificó hasta el más pequeño atisbo de sentido común. Y ya en franca retirada, para recuperar al enfermo se recurrió a los mismos médicos y los mismos remedios que lo habían sangrado hasta extenuarlo. La hiperrecesión –que vale la pena recordar comenzó en 1998 y se mantuvo hasta 2002– se llevó casi 20 puntos del PBI y dejó a más de la mitad de la población en la pobreza y casi un tercio en la indigencia. Desde entonces, el trabajoso repecho del serrucho volvió a la primera plana de los diarios. Crecimiento del 8,5 por ciento en 2003, promesas de otro fuerte empujón en 2004. Pero quizá sea mejor poner el acento en algo menos palpable aunque seguramente menos efímero: el cambio de la agenda en la discusión pública.
El estallido de las recetas neoliberales no consiguió enterrarlas, basta repasar el discurso del FMI y de todos los economistas y políticos locales que las repiten, y hasta el de los que desde la izquierda alertan sobre la peligrosidad de intentar el desafío. Aunque sí alcanzó para recuperar el sentido de la política, de la importancia de la voluntad sobre los dictados del mercado. En los últimos tiempos nos descubrimos discutiendo lo indiscutible. El rol del Estado en la economía, planes universales para terminar con la indigencia, alternativas para la creación de empleo, políticas activas de desarrollo industrial. Mejor dicho, discutiendo aquello que sólo unos pocos consideraban discutible.

Cuando despertó, la Argentina todavía estaba allí.
Dentro de diecisiete años la paráfrasis del ínfimo cuento de Monterroso podrá ser escrita otra vez. Pero la interpretación que entonces le darán los posibles lectores dependerá de cómo se corporice en gestión el actual debate de esa nueva agenda. Todavía es demasiado temprano para anticipar si entonces será tras un sueño o tras otra pesadilla.