1 7   A Ñ O S
1987 / 2004
Una violencia política


Por Pedro Lipcovich


Los accidentes de tránsito son un asunto político: uno de esos asuntos que no aparecen en la sección Política de los medios, que deben ser dilucidados de entre la información general y que por eso mismo, quizá, pueden arrojar alguna verdad en la cara de la política que se nombra como tal. En los últimos 17 años, la inseguridad vial se ha presentado en la escena pública con ritmo eventual y espasmódico, en unos ralos picos de serrucho. Pero los muertos por el tránsito, desde que este diario existe, ascienden, según datos oficiales, a 120.000 (ciento veinte mil) personas.
Un peatón y un automovilista confluyen en una bocacalle: ¿quién cederá el paso a quién? Según la norma oficial, tiene prioridad el peatón. Según la norma que de hecho rige, cruzará primero el automovilista. ¿Por qué?
¡Porque si no me atropella!, contesta el peatón. Entonces, la norma puede enunciarse como especie del siguiente género: el poderoso tiene derecho a imponer su voluntad por sobre la del más débil, y ambos aceptan este derecho como natural.
No es exacto que en la Argentina se incumplan las normas viales. No es que haya una suerte de anomia o anarquía sino que existe, en rigor, una normativa precisa, que no es la que rige formalmente pero goza de aceptación social. Por ejemplo, según la normativa oficial, la luz amarilla del semáforo es señal de reducir la velocidad, precaverse y detenerse. La normativa que de hecho rige es diferente: a) cuando la luz amarilla es la que precede a la roja, el conductor la interpreta como señal de aumentar la velocidad y de cruzar sin precaución; b) cuando la amarilla precede a la verde, el conductor, detenido ante el semáforo, la interpreta también como señal de avanzar, aunque en este caso con alguna precaución, ya que por la transversal puede venir otro vehículo que, en obediencia a la norma a), cruzará a gran velocidad y sin precaverse.
Así, también la lectura socialmente normatizada de los semáforos resulta priorizar al que se presenta como más fuerte, en este caso por venir a mayor velocidad.
En cuanto al cinturón de seguridad, no es que meramente se incumpla la obligación de emplearlo: la norma que se aplica es no utilizarlo, ya que su uso vendría a contrariar la negación social del riesgo de accidentes, a su vez necesaria para sostener las normas anteriores.
El incumplimiento de estas normas de hecho tiene sanción social: el automovilista que ceda paso al peatón recibirá bocinazos impacientes de los que vienen atrás; el peatón que saque los pies del plato podrá ser atropellado.
La aplicación de las normas de tránsito validadas internacionalmente requiere un cuerpo policial especializado y no corrupto, cuya acción, a diferencia de la de otros cuerpos policiales, no prioriza la protección de las personas o bienes de las clases sociales relativamente elevadas. Esa policía no existe en la Argentina, y no hay ningún movimiento social consistente en favor de su instauración.
Es que la inseguridad vial sólo toma lugar en la opinión pública, y en los medios de comunicación, en los picos de serrucho de accidentes cuya configuración noticiosa los haga aptos para sostener la figura del “asesino al volante”, al cual se le aplicará una lógica de segregación. Segregación en la culpa atribuida, lo cual sostiene la creencia en que la causa de la inseguridad no es social sino individual. Segregación en el castigo exigido, la cárcel, lo cual sostiene la creencia en que el mal puede aislarse del cuerpo social. Encarcelado el “asesino”, se clausura la noticia, y todo el procedimiento periodístico-judicial habrá servido para sostener la normativa vial que rige de hecho.
Así, la inseguridad vial en la Argentina remite al vaciamiento de una legalidad que, relegada a lo formal, es suplantada por otra legalidad de hecho que sostiene privilegios de poder y que permanece invisible, naturalizada y sostenida en el tiempo mediante procedimientos de inculpación selectiva y segregación. Esta violencia, ¿no es política?