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Contratapa|Martes, 20 de mayo de 2008

Avances

Por Rodrigo Fresán
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Desde Brooklyn

UNO Ahí estoy yo, en un cine de Brooklyn, no para ver una película (no diré aquí su título) sino para ver los avances de otra película que se proyectarán antes de esa película. Los avances –o “colas”, como se dice en el lugar donde nací– de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal. Ya los había visto por televisión, por computadora; pero necesitaba la pantalla grande para vencer el ansiedad hasta dentro de unos días cuando –la vida es hermosa– ahí estaré, como un solo hombre, en la sesión estreno de las 11 de la mañana de otro cine, junto al Mediterráneo, para ver una película y a quién le importan los avances que vayan a dar antes.

DOS Pero en realidad los avances son muy importantes y siempre me gustó el modo entre futurístico y adivinatorio con el que se refieren a ellos en inglés: previews o coming soon. La etiqueta tiene un perfume como de cowboy justiciero y solitario cabalgando desde el horizonte o de profecía implacable. Y lo cierto es que sería más que interesante poder aplicar el fondo y la forma de estas miniaturas –su estética y ética– a la vida cotidiana. Despertarnos por la mañana y poder contemplar las colas de lo que será ese día nuestro y preguntarnos si tendrá algún sentido verlo. O si valdrá la pena votar por este o por aquel candidato. O si convendrá irse a vivir con esa mujer o con ese hombre. O si será inteligente aceptar un trabajo u otro. El problema, claro, es que la manera en que se ensamblan estas previews es cada vez más astuta, y están los que desde hace años vienen pidiendo la creación de una nueva categoría de Oscar para los casi desconocidos maestros del arte de resumir y seducir levantando apenas la falda de varias capas para enseñar nada más que el tobillo desnudo de lo que se supone es un cuerpo perfecto, pero la mayoría de las veces... Es decir: los avances suelen mentir sin dejar de decir la verdad (aunque en más de una ocasión incluyan alguna escena que no aparece en el montaje final) y nos enganchan al anzuelo de un perfecto destilado –las mejores escenas de acción, los gags más graciosos– de lo que vendrá. Así que ahí estamos, fuimos a ver otra cosa, vemos eso, y nos decimos “Voy a verla”. Y cuando vamos resulta que no era tan buena como creímos o como nos hicieron creer y salimos de la oscuridad a la luz pensando más en los avances del futuro que en los retrocesos del pasado.

TRES Los avances de Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal volvieron a hacerme creer que lo mejor está por llegar (al menos en lo que al estreno de este jueves se refiere) y una vez más –pero ahora mejor, en pantalla grande– me intrigaron. No supe cuál era el motivo de esta intriga en las pequeñas pantallas domésticas donde ya había visto esta vertiginosa compaginación de tomas, pero sí lo supe en versión Extra Large: lo que allí se veía acariciaba mi ojo acostumbrado a los puñetazos techno de las novedades con la delicadeza de lo primitivo y lo artesanal. Las escenografías tenían una rara textura y los actores corrían a través de ellas de manera diferente y entonces lo comprendí: tal como lo habían anunciado Steven Spielberg y George Lucas, en Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (la verdad que semejante título da como para tres películas) no abundarían los efectos digitales. Así, lo que vi y disfruté allí con cierta nostalgia –además del vértigo, del humor y de la peripecia– fue el ver a un hombre moviéndose por escenografías verdaderas en lugar de estar haciendo morisquetas con el cuerpo lleno de sensores láser frente a una pantalla azul o verde. Lo que disfruté y vi allí fue, en otras palabras, la realidad de lo imposible.

CUATRO Y a la salida del cine de Brooklyn me senté en un café a leer el diario y ahí me enteré de que este mismo martes se cumplía el centenario del nacimiento de James Stewart, uno de mis actores favoritos y el más pleno y puro representante del hombre común caracterizado por un aire desgarbado y un modo verdaderamente único de decir sus parlamentos con la más vertiginosa de las lentitudes (ahora que lo pienso, Indiana Jones, cuando está “desvestido” –sin látigo ni sombrero– como el tímido profesor universitario Henry Walton Jones, Jr. se parece mucho a James Stewart). Y me acordé del día en que murió: 1º de julio de 1997, yo estaba en un escritorio de este diario, recogiendo mis cosas para volver a casa, cuando apareció el editor de espectáculos para decirme que había muerto Robert Mitchum y pedirme que escribiera la necrológica. Me acuerdo que esa noche me fui muy tarde y que, de salida, le dije al editor de espectáculos: “No vuelvas a pedirme nada hasta que se muera James Stewart”. Al día siguiente, 2 de julio de 1997, me estaba yendo cuando el editor de espectáculos volvió a llamar a mi escritorio y me dijo: “Murió James Stewart. Tenés que escribir la necrológica”. Supongo que este gag aparecería en los hipotéticos avances de una todavía más hipotética película de mi vida. En realidad, me gustaría pensar que hay cosas mejores para meter allí, cuando la gente todavía conversa y mastica y habla por teléfono y se levanta para ir al baño.

CINCO Y a James Stewart se lo puede recordar de varias y muy diferentes maneras. Se lo puede recordar en Vértigo, en Historias de Filadelfia, en La ventana indiscreta, en Música y lágrimas, en El hombre que mató a Liberty Balance, en Harvey o, como prefiero recordarlo yo, en Qué bello es vivir.

Qué bello es vivir cuenta la historia de un hombre que accede al raro privilegio de contemplar los avances de su vida pero sin él, como si alguien hubiera hecho una nueva compaginación y cortado todas sus escenas. En Qué bello es vivir –cerca del final, en algo que es como una película dentro de una film o, mejor, como las previews de lo coming soon– un desesperado George Bailey (James Stewart en un rol donde demostraba lo luminoso y lo oscuro que podía llegar a ser un mismo buen hombre) veía extractos de escenas de un mundo que ya no lo incluía en el reparto de su película. Allí, en una ciudad angelical que se había vuelto siniestra por su ausencia, George Bailey corría más que Indiana Jones por calles que el director, Frank Capra, había construido hasta el más ínfimo detalle incluyendo, incluso, a perros y gatos que se soltaron por allí, semanas antes del rodaje para que se aclimataran a lo que vendría.

Qué bello es vivir –se sabe– culmina con uno de los finales felices más tristes de la historia del cine. Con una victoria consuelo que apenas esconde la derrota de un hombre que siempre soñó con el premio de poder salir de allí y que sabe que ya nunca lo logrará. Qué bello es vivir es una película que trata de un hombre al que los avances de su vida le contaron y prometieron una cosa muy diferente de lo que resultó ser cuando se sentó a verla y a vivirla por completo.

A veces pasa.

Casi siempre.

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