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Contratapa|Lunes, 16 de junio de 2008
Arte de ultimar

Elogio de la convivencia

Por Juan Sasturain
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“Las cuentas de la realidad no son claras

o por lo menos no lo es

nuestra lectura de los resultados.”

Roberto Juarroz

Coronel Dorrego es el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde pasé los años más felices de la adolescencia, entre los quince y los dieciocho, a principios de los ’60: terminé el secundario, empecé a escribir, tuve amigos que me duran y una primera novia que ya no, jugué al fútbol por gusto y con ganas, y en cierto momento pude elegir irme y me vine a Buenos Aires. Ahora, cada tanto, vuelvo y encuentro todo no tal cual como lo dejé o me dejó, pero sí como lo quiero y me quiere. Es una suerte, un lujo, un gusto que siento compartido.

En estos días tan peloteados me tocó andar de nuevo por allá invitado para hablar de libros con los escritores del lugar –nativos, residentes y pasantes ocasionales– y fue un buen pretexto para releer a Juarroz, que nació ahí, en Dorrego, en el ’25, y vivió toda su infancia hasta que se lo llevaron a Adrogué; y acordarme también del memorable payador anarquista Luis Acosta García, otro hijo del pago. Lo de Juarroz, que justamente coincide con los cincuenta años de su primera entrega de Poesía vertical, que es de 1958, me impresionó una vez más: qué pedazo de poeta.

El encuentro de dos días en un fin de semana frío y convulsionado en las tapas de los diarios y las pantallas de los noticieros sirvió para compartir charlas, libros y anécdotas con viejos conocidos, conocidos viejos y amigos nuevos. Hice con bastante dignidad –supongo– el numerito del que vuelve algo más conocido de lo que se fue, le preguntan y tiene algo para contar y después, fuera de libreto, fuimos a lo que importa: charlamos de fútbol y de Independiente-Ferroviario, la rivalidad histórica del lugar; vimos juntos a la Selección en la sede del club de siempre; cambiamos figuritas familiares, disfrutamos de reconocernos, pese a todo.

Pero no quiero hablar de eso que pasó sino de lo que no pasó.

Era cantado que, en algún momento, las alevosas circunstancias nos pondrían sobre la mesa, entre las tiras de asado, el tinto y los pancitos, lo que llamaremos eufemísticamente “el problema del campo”. Y que deberíamos abordarlo. Cómo podríamos no hacerlo sin un ataque de esquizofrenia... Pero era sabido por todos también que, si bien había una parecida y compartida preocupación por el tema, eran muy claras también nuestras diferentes posturas al respecto. La mayoría de mis amigos de siempre, por múltiples razones pero, sobre todo, por la índole misma de sus actividades productivas, han tomado parte más o menos activa en la defensa de las posiciones “del campo”, universo al que pertenecen. Yo, por el contrario, comparto la concepción de la economía nacional que está detrás de las políticas del Gobierno, y he defendido hasta donde creo que cabe –más allá de los penosos errores de instrumentación política a los que asistimos– ese modelo que se invoca.

No fue fácil, entonces. Pero fue posible. Caminando como gatos entre una mesa poblada de copas y botellas, abordamos los temas y esquivamos las colisiones hasta encontrar el modo de discurrir por el tema sin hipocresías. Ni siquiera hubo propiamente diálogo; apenas el deslinde cuidadoso de posiciones, su insinuación, de mi parte al menos. Pero ante los desafueros del sábado violento, ante los gestos políticos crispados y la intención de apagar el incendio con nafta que quedó en evidencia en los ademanes políticos tanto de la intolerancia victimista “del campo” como de la ceguera autista de la conducción política del Gobierno, asomó la certeza absoluta de la necesidad de convivencia y buena leche.

Algo que encontramos entre nosotros. Algo que seguro debe abundar en todas partes, menos en los lugares donde debería.

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