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Contratapa|Sábado, 19 de octubre de 2002

“Mamá”

Por José Pablo Feinmann
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Ella, ahora, mira desde la tapa de un libro, tiene la cara esperanzada pero alerta, espera lo mejor, pero sabe que lo malo nunca queda atrás, y que lo va a volver a encontrar en el país que acaba de cobijarla, este país, la Argentina. Atrás, también, dejó lo mejor y lo peor. Dejó, en Asturias, en el muy mísero pueblo de Almurfe, las penurias, el hambre que la hizo valiente y la hizo infame, las cerezas de los ricos que comió, robándolas, hasta indigestarse, los Reyes Magos que nunca conoció (nadie necesitó nunca explicarle que no existían, ya que para ella jamás habían existido, la pobreza no da regalos), los trabajos embrutecedores, la amenaza del analfabetismo, la flacura extrema, las enfermedades. Pero también dejó algo que perdió para siempre, que adelgazó su identidad, que le hizo sentir que todo tiempo de separación entre ella y ese pueblucho donde malvivía “fue (como escribirá su hijo, después, mucho después) un tiempo de destierro y, por lo tanto, de dolor”. Sólo ella sabe qué dejó en Almurfe, qué cosa tan honda que la hará sentirse incompleta para siempre.
Su hijo, que le escribió una novela, que –como periodista que es, que también es, que además es– la entrevistó durante cincuenta horas en las que los dos rieron y lloraron largamente, tanto una cosa como la otra, que la quiere con un amor tan inteligente como para no obliterar la literatura, dado que sabe, este hijo, que los buenos novelistas son mucho más raros que los buenos hijos, la llevó, el jueves, a una rumbosa librería de la Recoleta, presentó la novela y luego, luego de las palabras de los panelistas, y como broche de las suyas, dijo: “Señoras, señores, les presento a mi mamá”. Y era cierto, ella estaba ahí, la niña hambrienta de Almurfe, la inmigrante flaca que llega a la Argentina opulenta del ‘47, la argeñola invencible, la que sobrevivió al país de “las devaluaciones, la hiperinflación y las bromas pesadas de Carlos Menem”, estaba ahí y sonreía, y yo (que había presentado el libro) me fui rápido, sin saludarla, sin conocerla, porque me había enamorado tanto de su foto de jovencita asturiana y, sobre todo, del gran personaje literario que su hijo construye, de la dura, compleja, de la siempre deslumbrante Carmina de la novela, que dejé para otro día, que, sé, llegará, la otra aventura, la de conocerla en la realidad. Como sea, al salir de los brillos de la librería salí pensando en ella, en su recorrido, desde el hambre de Almurfe hasta el momento en que su hijo la presenta, la señala y la presenta como su mamá y su coautora, la mujer que hizo posible el que es, hasta hoy, el mejor de sus libros y uno de los más verdaderos de la literatura que por estos lados se ha escrito durante, digamos, el último quinquenio, al menos.
El hijo de la mujer de Almurfe es Jorge Fernández Díaz y salió laborioso como la vieja, obstinado como ella, metedor. Se lo conoce como periodista (de hecho, dirige Noticias), pero también –pocos, creo– sabemos que escribe, que escribe desde hace mucho, que se leyó toda la Colección Robin Hood, que se vio todo el “Cine de Súper Acción” por Canal Once, que se inventó leyendas fundacionales (dice, por ejemplo, que yo le dije, hace veinte años, “no pierdas más el tiempo con películas de Bergman, mirate los westerns de John Ford”, y que eso lo ayudó a escribir), que se fue al sur, a Neuquén, en busca de la utopía austral, que volvió, que publicó una novela en la que azarosamente se mezclaban Sherlock Holmes, Borges y Victoria Ocampo que no le gustó, sobre todo, a él (lo novela era buena), que insistió, que pulió su estilo, moderó sus adjetivos hasta volverlos impecables, deslumbrantes a veces, y que supo, desde el inicio de esta novela que ha presentado que ser un buen hijo no está mal, pero no garantiza la buena literatura. De aquí que Mamá no es una novela biográfica, ni confesional, ni un ajuste de cuentas tardío. “No estoy contando la verdad”, dice Fernández Díaz. Mamá es ficción; y el autor de Mamá, un novelista insoslayable. Pero –además– Mamá es una historia de hoy. No sólo es la historia de las hambrunas de Almurfe sino una historia de la Argentina. Carmen (Mamá) llega en 1947 y, como argeñola, siente la discriminación de los argentinos opulentos del mítico granero del mundo. Trabaja, se casa, tiene hijos, se le mueren seres queridos, siente que tiene una patria, pero siente que nada habrá de cerrar la herida del destierro. Sin embargo, esta mujer vive la paradoja cruel de la decadencia de la Argentina: el país opulento se vuelve miserable y los argentinos y los argeñoles se van. Ahora, luego de años despiadados, la Argentina es Almurfe. La hambruna es aquí. “El hambre no era, en aquellos tiempos, una metáfora. Comían en platos esmaltados día tras día el mismo menú: cuecho, polenta sin leche rebajada con agua (...) Mamá era como un gato: trepaba los manzanos y los perales ajenos, y los sacudía. Luego se cargaba el delantal y echaba a correr antes de que los vecinos la descubrieran (el hambre te hace valiente e infame). Así que Carmina se convirtió en una experta ladrona de frutas de las casas de los vecinos pudientes, quienes exhibían sin preocuparse esos manjares que a veces dejaban pudrir.” Hay, en quien ha sufrido el hambre, una amenaza interna, un miedo constante: “Quienes provienen de la miseria, no dejan de pensar ni por un minuto que la vida puede devolverlos a ella”. Así las cosas, Carmina, en la Argentina de hoy, siente que el enemigo, el hambre, está otra vez aquí, acaso no apoderándose de ella, pero sí de quienes la rodean, del país que ha elegido y no quiere abandonar. “Cuando el Gobierno les arrebató el 13 por ciento a los jubilados, la indignación por poco la mata. Había que quedarse. Pero para quedarse había que luchar. Escribió a los grandes diarios una carta abierta al Presidente de la República y supe que quería participar de una marcha de repudio al Congreso de la Nación. La llamé para disuadirla, pero no pude: “Por menos que esto, en otros países hay guerra civil –me respondió, furiosa conmigo–. Alguien tiene que hacer algo. No tengamos tanto miedo a vivir”. Así es Carmina: el compromiso político, el riesgo de salir a la calle y enfrentar a las fuerzas represivas, no le plantea la socorrida, medrosa idea del miedo a morir. Hay algo peor: el miedo a vivir, que es el miedo a rebelarse y enfrentar a las fuerzas del orden, que son siempre las del hambre. “Marchó entre ancianos, militantes y curiosos, rodeada de bombos y consignas, y volvió a su casa derrengada y vacía (...) Apenas con un hilo de voz escuché lo que pensaba: ‘Ya no estoy triste sino agotada, ya no me queda más que la bronca’.” Que no es poco y Carmina lo sabe; la bronca, la indignación, son los motores de la rebeldía, y la rebeldía es hallar inaceptable lo que se nos vende como el orden natural de las cosas. “No, señores –dice ella–, esto es una basura, esto es intolerable. Siempre habrá en mí, inexplicablemente tal vez, algo de Almurfe, pero no será el hambre.” A nadie sorprende entonces (ni a Jorge ni al lector) que el novelista deba levantarse en mitad de la noche, ponerse un abrigo sobre el pijama y partir en busca de mamá. “Un taxi me llevaba por calles inundadas y un agente me habría paso en los interiores de una comisaría.” Llueve. Carmen está presa y mira la lluvia “como extasiada y perdida”. Su hijo se sienta a su lado. La tormenta se hace más brava, mete miedo. Le recuerda al hijo los pavores de la infancia, esas noches en que llovía tanto, y había relámpagos y truenos y oscuridad. “Entonces, mamá me agarraba la mano.” Como ahora. Y esa mano dice no tengas miedo, lo peor ya pasó, sólo hay que conseguir que no vuelva.

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