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Contratapa|Viernes, 20 de febrero de 2009

Arena en los zapatos

Por Juan Forn
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Hace seis años vi una película a la orilla del mar. Hace seis días vi otra. Las dos veces fue en el parador de la playa del Viejo Hotel Ostende. Las dos veces fueron películas de Mariano Llinás. El refrán dice: “Segundas partes nunca fueron buenas”. El refrán dice: “Nunca vuelvas adonde fuiste feliz”. El refrán, a veces –por suerte–, se equivoca.

La primera vez daban Balnearios. Era la primera vez que la gente del Ostende pasaba cine en la playa, era la primera película de Llinás, todo era tentativo. También para mí: al día siguiente, mi mujer, mi hija y yo nos veníamos a vivir a Gesell. Me explico: el Hotel nos había invitado con Rep a pasar unos días allá, a cambio de un showcito de ambos. Terminaba febrero y yo tenía alquilada una casa en Gesell a partir del 1o de marzo. La idea era probar un invierno: si funcionaba, nos quedábamos a vivir. Nuestra última noche en el hotel fue la noche que pasaron Balnearios. La memoria mejora los recuerdos, pero lo que más recuerdo de esa noche es lo tentativo que era todo: se caía la pantalla, se caía el sonido, se caía también la película de Llinás, después de una primera hora y diez gloriosa. Uno cruzaba los dedos, deseaba de corazón que la cosa saliera bien, pero era un obstáculo tras otro. Exactamente así habrían de ser nuestros primeros tiempos en Gesell. Todo tentativo, todo se podía caer en cualquier momento, todo se iba cayendo y había que levantarlo de vuelta y seguir, y la platea cruzaba los dedos para que la cosa saliera bien, porque era un obstáculo tras otro.

Es impresionante lo que ha hecho Llinás con los obstáculos en Historias extraordinarias (se ha dicho que marca un antes y un después en el cine argentino en cuanto a la guita y la creatividad que hacen falta para hacer una película: Llinás gastó en todo concepto treinta mil dólares y monedas; y su película tiene –además de cuatro horas– un león, unos minutos en Mozambique, una inundación, un tanque, una secuencia entera ambientada en la Segunda Guerra y hasta un relevamiento visual de toda la obra arquitectónica de Salamone dispersa por la provincia de Buenos Aires). Lo mismo puede decirse del empeño del Viejo Hotel Ostende por pasar cine en la playa. La película de Llinás dura cuatro horas. Tiene dos intervalos. Empezó la proyección cuando anocheció, pasadas las nueve y media. En el primer intervalo se pudo ver la luna asomando en el horizonte. No era llena, pero era luna roja, que a mi gusto es más emocionante. En el segundo intervalo se vio estallar a la distancia (sospecho que en Cariló) una prolongada salva de fuegos artificiales. Qué lindo es disfrutar los fuegos artificiales de otro, sabiendo que en cinco minutos uno va a seguir viendo, ahí mismo, con la luna en el horizonte y un techo de estrellas sobre la cabeza, la mejor película del cine argentino de los últimos años.

El cine, el cine como experiencia, se me achicó hace años. Puedo fijar bastante bien la fecha: cuando se acabaron las salas grandes (¡el Metro, el Maxi, el Gaumont, el América, el Atlas de Lavalle...!). Es difícil sentir en un cineplex ese cosquilleo de anticipación previo al comienzo de la película que uno tenía al mirar a su alrededor en aquellas salas, desde el enorme telón de terciopelo que flanqueaba la pantalla hasta el punto donde se juntaban las últimas filas del superpullman con el techo al fondo de la sala. Es igual de difícil que alguna película actual despierte expectativa comparable a la que uno tenía en la butaca en los minutos previos a que empezaran Apocalipsis, Ultimo tango, El sacrificio, Blade Runner, Querelle... (la lista es infinita). Bueno, exactamente así fue, para mí, la función de Historias extraordinarias en Ostende.

Quizás incida en ello que mi religión me prohíbe ir al Malba, y que Llinás no quiere dar a nadie copia en dvd de su película, de manera que mis posibilidades de ver Historias extraordinarias eran, hasta el sábado pasado, nulas. Quizás incida también que, poco antes de que empezara la película, una pareja creo que santafesina, sentada justo detrás de nosotros, nos dijo: “Nosotros estábamos vacacionando acá en Ostende cuando dieron Balnearios, y nos tocó sentarnos detrás de ustedes. Este año decidimos volver a vacacionar acá, y nos toca de nuevo detrás de ustedes”. Incidan o no, lo cierto es que el sábado a la noche volví a sentir algo que creía que pertenecía irremediablemente al pasado: la gloria de ir al cine. La sala era como las de antes, la película era como las de antes, la sensación al levantarme de la butaca era como la de antes... Hay un poema de Héctor Viel que dice: “Vengo de comulgar y estoy en éxtasis, aunque comulgué como un ahogado”. Así salí del cine muchas veces en mi juventud. Así salí de Historias extraordinarias el sábado. Hay algo en la manera de hacer cine de Llinás, algo desmesurado y lírico y empecinadamente amateur, que comulga con absoluta perfección con la idea de proyectar su película gratis en la playa, bajo las estrellas, hasta las tres de la mañana. Qué gloria es el cine cuando es así. Qué gloria es para el cine que haya tipos como Mariano Llinás. Qué gloria la idea de que, en algún momento futuro, veremos en la playa de Ostende su próxima película.

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