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Contratapa|Lunes, 2 de marzo de 2009
Arte de ultimar

La carga del encargado

Por Juan Sasturain
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El arte por encargo, como el crimen a pedido, tienen mala reputación. El interesado cotizante apela no al artista / al asesino como tal, en su compleja integridad, sino sólo a su mano ejecutora, su destreza profesional, que supone dispuesta a realizar un ejercicio más, lo que ya sabe, echando a un costado su propio interés o voluntad, sustituyéndolo por dinero. Tal vez no siempre es tan cruda la cosa –Virgilio y La Eneida, Miguel Angel y la Sixtina, las Variaciones Goldberg de Bach, los coros a The Rock, de T. S. Eliot, las sinfonías de Shostakovich– pero en general de eso se trata: de una transacción en que se vende la aptitud, no se compromete necesariamente la lealtad; hay contrato, no otra cosa: amor (al arte o a alguien más concreto), ideología, patria, causa justa o convicciones. Y sin embargo...

He escrito y escribo mucho por encargo, por sugerencia, por necesidad. Me acuerdo que hace unos años tuve que (acepté) escribir (por encargo) sobre el estreno en el Colón de Les véspres siciliennes, una de las óperas menos conocidas del prolífico Giuseppe Verdi, y que yo desconocía minuciosamente. Me aboqué y me enteré entonces de que Verdi compuso su ópera hacia 1854 por pedido de la Opera de París (como le pasaría con la deslumbrante Aída y la Opera de El Cairo años después) y se allanó –no sin fricciones– a todas las condiciones del encargo artístico. Libretistas franceses y compositor italiano, la obra tematizó, acaso (seguro que) no casualmente, y a partir de un argumento ríspido, incómodo para las circunstancias, el motivo de la traición, el cruce de las lealtades, los dilemas de la patria y el amor, el honor y la sangre. Alevosa, reiteradamente, los protagonistas Elena y Arrigo (y sus próximos) se debaten sin solución, tironeados entre el flagrante sentimiento y el equívoco deber. La traición salta como una víbora de cabezas múltiples que puede morder a cualquiera, que no hay forma de que no muerda. Que todo transcurra en Sicilia es casi una redundancia. Leonardo Sciaccia no lo hubiera situado mejor. Por todo eso (escribir por encargo sobre una obra hecha por encargo que trata sobre lealtades y traiciones), acaso valga la pena rastrear esta zona soleada, personal, mediterránea, emporio del consabido encargo perverso en nombre de lealtades oscuras.

El (nuestro) tema latente y recurrente es el de la traición o sus expresiones menores. Todo el tiempo volvemos a eso. Escribimos en sus bordes, meditamos contra la almohada, puteamos en público y en privado sobe su aparatosa exhibición. Es que –ya está dicho– la traición, la verdadera traición –de Judas para acá, incluso de Verdi para acá– se ha trivializado. Se la confunde con la simple cobardía, el vulgar engaño, formas de la pereza y la omisión. Estas faltas carecen de entidad ante la auténtica traición, un gesto que no está al alcance de cualquiera: no traiciona quien quiere sino quien es capaz, quien puede hacerlo. Y eso requiere una envergadura ética, una dimensión espiritual que no cualquiera. La traición es un gesto que presupone la existencia de un estado previo: la amistad. Y no cualquiera puede ser amigo.

La regla que rige la amistad, su condición necesaria, es la fidelidad. La amistad es un estado, una relación recíproca que se prolonga en el tiempo: la traición es un gesto puntual y unilateral que al romper el pacto de fidelidad destruye la amistad. Destruye los dos polos: el traidor y el traicionado dejan de creer y/o de creerse. Habitualmente inexplicable para el traicionado, decanta en incredulidad; se reconoce, en el traidor, por la desacreditada culpa. Para que haya culpa, algo tiene que haber sido traicionado. Cualquiera –todo el mundo– es culpable. Pero no cualquiera siente culpa.

Hay otro tipo de equívoca traición muy difundida en la que el transgresor no rompe un pacto personal libremente contraído y recíproco sino una aparente legalidad compartida, un sistema común, un proyecto colectivo al que debería fidelidad: la patria, la religión, el partido, la clase, esas cosas mayúsculas por las que la gente suele hacer morir a la gente. El Tema del traidor y del héroe, de Borges, juega en los límites de la ironía con las necesidades heroicas de una comunidad que no podría digerir una traición pero sí tolerar la habitual mentira piadosa.

Hacia 1941, con la guerra en la puerta de casa y las bombas sobre la cabeza, el habitualmente tácito E. M. Forster –hablando de traiciones básicas y lealtades a la moda– decía: “Las relaciones personales son despreciadas hoy. Son consideradas como un lujo burgués, se nos insta a librarnos de ellas y se nos insta a dedicarnos, en cambio, a algún movimiento o causa. Odio la idea de morir por una causa, y si tuviera que escoger entre traicionar a mi patria y traicionar a mi amigo, espero que tendría el coraje de traicionar a mi patria”. La traición, la verdadera, sería (siempre) la consecuencia lógica de lealtades cruzadas.

Si los amigos traicionan, Los que aman, odian, escribían Bioy y Silvina –que se amaron y se odiaron coherentemente– y es cierto que también sólo los que. “Odiame”, dice sabiamente el valsecito peruano y repite siempre el bolero, ese código de la pasión. Pero seamos obvios: aunque se cruzan y se superponen, amor y amistad no se confunden ni calzan justo. El amor se padece (la Pasión de Jesús) y, aunque la exige, no requiere reciprocidad. La amistad es un pacto; el amor no. Se puede –se suele– traicionar por amor. Como el odio, el amor es imperativo, visceral e inexplicable: sólo por eso es posible el amor propio. Que nos amemos a nosotros mismos hasta el final pese a que (ya) no solemos ser amigos.

El hombre es amigo de sí mismo cuando actúa sus ideales, es fiel a lo que cree, coherente con lo que espera de sí. Algo que suele suceder, habitualmente y sólo en grado de tentativa, durante la juventud. Pero el hombre también habitualmente se traiciona por amor (propio) en los gestos simples de la cobardía, en la sujeción natural al miedo. Porque lo que ya viene puesto en el mundo es pasión (amor y odio); la amistad consigo y los demás –y la consabida traición– son orgulloso invento humano.

En la Historia más grande jamás contada hay un Protagonista del que no nos vamos a ocupar. Hay un Otro del que sí: el traidor. El traidor necesario para que se produzca el Sacrificio y sea posible la Salvación. El enigmático Judas. Nikos Kazantzakis en La última tentación de Cristo –y Martin Scorsese con él– pone a Dafoe-Jesús en el lugar del director que reparte los papeles del drama y a Keitel-Judas en el consciente peor lugar, el de hacer de malo para que la acción se desencadene, para que haya drama e Historia. Por qué El lo elige a él: obvio, porque es su (mejor) amigo. Así, Judas se sacrifica por Jesús. Es su prueba de amistad.

Claro que todo no tiene la misma grandeza entre los actores del Drama: la historia de Pedro y sus redundantes problemas de fe antes de que cante el gallo tiene una pequeñez que no nos resulta ajena ni extraña. Pero no sólo él. En su nouvelle Poncio Pilatos, Roger Caillois se detiene en la equívoca figura del procurador que –aunque opera en un punto axial de la tragedia– no es el traidor de la historia sino algo mucho menor, mezquino y más plenamente humano: un cobarde. Si Pedro era un simple, Caillois lo supone a Pilatos un intelectual. El funcionario romano es un teórico estoico admirador de Sócrates pero pusilánime y vacilante. Es a partir de allí que Caillois desliza la posibilidad de qué hubiera pasado si Pilato no se lavaba las manos, se jugaba y liberaba a un Jesús ostensiblemente inocente. En su ficción, el pretendido mesías galileo es absuelto, hay desórdenes, algunas muertes en el tumulto pero la historia sigue en otra dirección. Jesús predica, vive muchos años, es un maestro con muchos seguidores, pero no habrá Cristianismo. Es curioso pero no casual que si la Religión necesita del sacrificio de un traidor, la Institución se funda en una doble cobardía: Pilatos (el Imperio) y Pedro (la Iglesia) se borran en el momento de la verdad para volver después a armar, con los pedazos, algo a su medida.

El encargo de escribir los lunes una contratapa, algunas lecturas viejas y nuevas, ciertas obsesiones y el profesional Giuseppe Verdi, con una ópera de hace un siglo y medio largo atrás nos llevaron, acaso, demasiado lejos. Me hago cargo.

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