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Contratapa|Viernes, 3 de abril de 2009

Congreso (autor anónimo)

Por Juan Forn
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Construyó el Colón. Diseñó y construyó el Congreso. Y murió a los cuarenta y cuatro años, sin saber que ese mismo día, en Montevideo, su proyecto para un Palacio Legislativo había ganado la licitación y se convertiría en el Congreso uruguayo. Su muerte de dos balazos en el corazón fue cubierta por todos los diarios de la época. Sin embargo tiene mucha menos prensa y mucha menos chapa que otros arquitectos de su época, tiempo menos interesantes que él. Quizá sea por las cosas que se han dicho sobre el Congreso (comparado con una torta de bodas y descartado porque “más que un edificio quiso ser un monumento”). O quizá sea simplemente porque era italiano (Borges dice en su libro sobre Carriego: “El italiano lo puede todo en esta república, salvo ser tomado en serio”). Pero no nos adelantemos.

Vittorio Meano nació en el Piamonte. Su madre murió en el parto. De sus nueve hermanos quedaban sólo tres vivos. Su padre se volvió a casar y, enseguida, también él se murió. Al pequeño Vittorio lo crían su madrastra y su hermano mayor, Cesare, ingeniero con estudio en Turín, ciudad donde Vittorio se gradúa como arquitecto y empieza a hacer changas para el estudio de su hermano. Como sus compañeros de la universidad, el joven Meano sentía que Turín cortaba las alas a todo arquitecto joven con iniciativa. Ha de haber sido presa fácil cuando conoció, en 1883, a Francesco Tamburini, un arquitecto mayor que él, contratado por el gobierno argentino que, a sólo horas de conocer a Meano, le ofreció ser de la partida. Meano llegó a Buenos Aires como empleado de Tamburini, en dos años se convirtió en gerente del estudio, en tres años más en socio y, cuando Tamburini murió, se hizo cargo de la obra magna de su mentor: el Teatro Colón. Tenía treinta años. Por esa época, en Buenos Aires había 435 mil habitantes, de los cuales el 53 por ciento eran extranjeros (entre ellos, los italianos superaban el treinta por ciento). Un dato más: había en la ciudad ciento veinte arquitectos, de los cuales ciento siete eran extranjeros. Los favoritos de aquella temporada, tanto en las licitaciones públicas como en el trato con las damas de la sociedad, eran los italianos: más de veinte colegas de Meano se casaron en dos años con apellidos conocidos. El no; él no podía ni casarse ni frecuentar los salones porteños. El motivo tenía nombre y apellido.

Remontémonos por un instante a Turín 1883: Meano acaba de recibir la oferta de Tamburini, que le cae como anillo al dedo para salirse del problema en que se ha metido. En sus noches de juerga ha conocido a un mujer un año mayor que él y se ha enamorado como un caballo. Se llama Luigia Fraschini, está casada, su marido forma parte de una pandilla de pícaros (es cafetero, remendón, actor ocasional). “Aquella pasión fue la ruina de su vida”, comentará su hermano Cesare para la necrológica de Meano publicada en Turín. Meano y Luigia emigraron juntos escapando del marido de ella (en el registro del barco se inscribieron como matrimonio bajo el apellido Mehan, para evitar ser rastreados). Por esa razón es que, a diferencia de sus colegas, Meano evitó el trato con la sociedad porteña. Sólo había ventilado su secreto con Tamburini, y con dos compañeros del barco: Giuseppe Solari y Pellegrino Botto, genoveses, garibaldinos, fundadores del Hospital Italiano (en la bóveda de ambos en la Recoleta sería enterrado Meano en 1904).

Aun así, en 1895, a sólo cuatro años de la muerte de Tamburini, Meano cree tocar el cielo con las manos. No sólo avanza viento en popa la construcción del Colón y ha ganado la licitación para hacer el Congreso. Además, el marido de Luigia ha muerto en Turín y la pareja por fin puede casarse en Buenos Aires. Luigia se transforma en Luisa; Meano prefiere seguir siendo Vittorio. Se mudan de la calle Cerrito 680 (frente al Colón) a Rodríguez Peña 30, para que él esté cerca de su nuevo proyecto. La propiedad es vivienda y estudio, quince personas trabajan en ella (además de un arquitecto, dos ingenieros, un fotógrafo y un proyectista, hay dos mucamas, cocinero, lavandera, cochero y mozos de cuadra para encargarse de la caballeriza). Nada se sabe de la intimidad de la pareja, pero Meano enfrenta más y más problemas en su trabajo. Se lo acusa de haber sido ilícitamente favorecido por el senador Carlos Pellegrini (piamontés como él y tan influyente por entonces en la política porteña que se lo bautiza El Muñeca). Luego se le atribuye ligereza en el uso de fondos, que se le restringen en un 35 por ciento, obligándolo a devolver ese porcentaje en las sumas ya percibidas. La calle apoda la obra “el palacio de oro” por lo que va a terminar costando. Meano escribe a su hermano: “Se me trata de manera indigna, como un povero gringo, no sé cuánto podré resistir, temo perder la calma y la prudencia”. Finalmente, el 1º de junio de 1904, Meano aparece de sorpresa en su casa a media mañana, encuentra en un dormitorio a un ex empleado suyo (un italiano nacionalizado llamado Juan Passera) y después de oírse dos balazos, se ve aparecer a Meano en el patio, con el pecho ensangrentado y gritando: “¡Me han muerto!”. La policía descubre, en el cuarto de pensión de Passera, cartas incriminatorias de la viuda. Passera es condenado a 17 años por el homicidio; Luisa es procesada por complicidad y encubrimiento, pero el juez la perdona a condición de que se vuelva a Italia.

Lisandro de la Torre intenta demostrar sin éxito que Meano fue eliminado para quitar todo obstáculo a los negociados en el Palacio de Oro. En Italia se lamentará que “otro hijo de la patria obligado a emigrar a tierras salvajes alcance un desenlace violento” (no se mencionará que tanto el asesino como la viuda cómplice eran también italianos). La prensa amarilla porteña juguetea con la teoría de “los arquitectos malditos”: Meano se habría hecho matar por el amante de su mujer, siguiendo los pasos suicidas de Julián García Núñez (constructor del Hospital Español y de las Tiendas San Miguel) y Arturo Prins (hacedor de la fallida Facultad de Derecho, hoy de Ingeniería, de la avenida Las Heras). En 1907 y en 1914 habrá dos comisiones investigadoras (Alfredo Palacios, Jorge Newbery y Lisandro de la Torre participarán en ellas), pero nunca se logrará descubrir nada, ni de los negociados ni de la muerte de Meano. Su hermano Cesare aceptará que sea enterrado en el panteón de las familias Botto y Solari en la Recoleta. Se llevará, en cambio, los doscientos mil pesos que tenía en el banco Vittorio Meano, y así es como desaparece su rastro de la historia de nuestro país. No me parece casualidad que casi todos los argentinos ignoremos hoy quién hizo el Congreso.

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