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Contratapa|Domingo, 19 de abril de 2009

En memoria de Franco Volpi

Por José Pablo Feinmann
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No aparecen las palabras para expresar la magnitud de la pérdida, ni la furia por nuestra impotencia ante lo inexplicable, ante lo absurdo. Recuerdo que cuando murió Albert Camus, también en un “accidente vial”, Sartre escribió: “Ahora tendremos que acostumbrarnos a ver esa obra incompleta como sus obras completas”. La muerte clausura todo. Le pone un sello final y se acabó. Heidegger, en una reflexión descarnada, dice que el Dasein, al morir, “no está muerto”. “Estar muerto” sería todavía una forma del ser. El ser que ya no es. El ser que está muerto. Pero esa frase contiene un contrasentido. El ser muerto todavía está. Está pero muerto. Sería un pequeño consuelo. No, cuando el Dasein muere (¿y quién sino Franco Volpi podría saber esto?) deja de ser. Porque el Dasein es e-yección, arrojo, posibilidad constante. La muerte clausura todas mis posibilidades. Al morir ya nada me es posible. Si hemos dicho que el Dasein es posibilidad, al no tenerlas por la clausura que la muerte impone sobre ellas, al morir el Dasein deja de ser el Dasein. Morir no es el pasaje del ser al no ser. Morir es el pasaje del ser (posibilidad) al dejar de ser (ausencia de posibilidad). Nunca más Franco tendrá la posibilidad de salir a pasear en su bicicleta. Sabía que en esa posibilidad, como en todas, estaba la posibilidad de todas nuestras posibilidades, la que las habita a todas, las que a todas puede tornar im-posible. La imposibilidad presente en todas mis posibilidades es la posibilidad de morir. Negar este hecho es la tarea gigantesca de la existencia inauténtica. El Dasein no puede tolerar la idea de que hay una posibilidad que late en todas las otras que pueda elegir. La de la muerte. Por consiguiente, tiene que aturdirse. Pero Franco Volpi era un filósofo y era un erudito en Heidegger. Había traducido (entre otras obras del filósofo de la Selva Negra) nada menos que Ser y tiempo, la obra maestra de la filosofía del siglo XX, de 1927, aún no superada. Franco no se aturdía para evitar la realidad ontológica de la muerte. Desde que nacemos empezamos a morir. Desde que nacemos estamos e-yectados hacia nuestros posibles. Desde que nacemos en cada uno de nuestros posibles está la posibilidad de morir.

De pronto, las obras de Volpi son sus “obras completas”. Bastó que una mañana montara en su bicicleta y saliera a dar un paseo por su solar natal, Vicenza, donde había nacido en 1952. Chocó con un automóvil y perdió la vida. Importa poco –o acaso no tan poco– que las autoridades averigüen si el conductor del vehículo pasó un semáforo en rojo. Están en eso. Pero nada salvará a Franco de pasar a integrar la lista de “filósofos distraídos”. Como Barthes, que no vio un semáforo y lo atropelló un camión de lavandería. El, Barthes, el gran semiólogo, el hombre que dedicara su vida al estudio de los signos, no vio un semáforo. Franco Volpi (asombrosamente) previó que acaso muriera así. “Debido a su concentración en las cosas últimas, la filosofía nos aleja del mundo de la práctica, nos desvía de la vida concreta, de sus ocupaciones y quehaceres. Desde Tales, que, absorto en la contemplación de las estrellas, cayó en un pozo y acabó puesto en ridículo por una joven tracia, hasta Husserl, Heidegger o Wittgenstein, torpes e incapaces en la simple normalidad, la historia de la filosofía abunda en ejemplos y anécdotas que documentan la aparente inutilidad de la filosofía para la vida” (Prólogo con el que honró a mi libro La filosofía y el barro de la historia). Y más adelante: “La sabiduría popular siempre se ha burlado y siempre se burlará de la filosofía pues la considera un saber abstracto, inconcluyente, ineficaz. Para el hombre de la calle, la filosofía no es sino la lógica de aquel discurso que tiene por tema lo absurdo. O el arte de inventar razones para dudar de lo evidente. Peor aún: es un menú de mil páginas sin nada para comer” (Prólogo en ob. cit.). ¡Tanto podemos encontrar de Volpi en este texto! Primero: su precisión, su humor, su estilo brillante de escritura. Definir la filosofía como “el arte para inventar razones para dudar de lo evidente” es magnífico. Y luego un desliz delicioso, consciente o no: decir que la filosofía “es un menú de mil páginas sin nada para comer” cuando se está prologando un libro de 814 páginas podría ser leído como un dardo feroz y sarcástico al autor de la obra. No creo que haya sido la intención de Franco, pero es digno de un fino análisis que esa frase figure en el Prólogo. Por algo estará.

Valoraba el nihilismo porque veía en él un freno a las certezas absolutas, a los fundamentos incuestionables que justifican cualquier acción, a los fanatismos que eliminan la tolerancia, en suma: a eso que llamamos los fundamentalismos. Nuestra época no es la del nihilismo. Se destruye y se mata desde creencias que ninguna duda habrá de erosionar. Se mata desde todo tipo de dioses. Y se mata –muy particularmente– desde Dios. El Dios “ausente” ha desaparecido. Vivimos los tiempos de un Dios omnipresente, de un Dios que se desborda y que todo lo justifica. El Dios de los fundamentalismos. Frente a esto mucho tiene por hacer el nihilismo. Es un gran antídoto contra la concepción fanática de la vida. Un nihilista no pondrá bombas ni habrá de inmolarse. Esto lo hacen los fanáticos, seres tramados por poderosas ideologías imperiales o religiosas. El nihilismo debilita las verdades absolutas y cuestiona las religiones. Su lucha es contra todo totalitarismo, contra toda verdad transformada en dogma. “El nihilismo nos ha dado la conciencia de que nosotros, los modernos, estamos sin raíces, que estamos navegando a ciegas en los archipiélagos de la vida, el mundo y la historia: pues en el desencanto ya no hay brújula ni oriente; no hay más rutas ni trayectos ni mediaciones preexistentes utilizables, ni tampoco metas preestablecidas a las que llegar” (Volpi, El nihilismo, Biblos, Buenos Aires, 2005, p. 173). Estaba lejos de las filosofías que –a partir de Heidegger– se refugian en el lenguaje. Quería un compromiso del saber con lo concreto: “La filosofía no piensa abstractamente sino que está hundida hasta el cuello en el barro de la historia. Pues de la historia nacen, y en la historia mueren, todas las filosofías que pretenden explicarla” (Prólogo en ob. cit.).

Solía venir a Buenos Aires y le interesaba la Argentina, país al que quería mucho, de un modo inexplicable para algunos, pero aquí encontraba vida, movimiento, caos incluso, y eso le fascinaba. Fue notablemente generoso conmigo. Se llevó La sombra de Heidegger, intermedió para su traducción y hasta –junto con Antonio Gnoli– escribió y se incluyó en el texto una postfazione luminosa. Daba conferencias por todas partes. Hablaba cinco idiomas. En mails secretos y valiosos me confesaba su intención inconfesable: matar al monstruo. O, por decirlo con mayor cautela, salir de Heidegger. Pero respetaba al maestro de Friburgo y sus clases sobre él eran destellantes. Visitaba la cabaña de Todtnauberg con alumnos y colegas. Como era afecto a “adosar” fotografías a sus mails, tengo varias de esa cabaña en que Heidegger meditaba y escribía con su prosa rústica, elemento que colaboraba a esa frecuente dificultad para penetrar sus textos. El “escritorio” del maestro de Alemania es de un ascetismo estremecedor. De Todtnauberg, un día de 1967, se fue Paul Celan, el poeta judío, el martirizado de Auschwitz, luego de haber dialogado con Heidegger un diálogo imposible, y escribió, apenas unos días después, “La línea de una esperanza, hoy,/ en una palabra/ de un pensador,/ que llegue/ al corazón”. Nunca existió la “palabra” de ese pensador, mal podría haber llegado a algún corazón que la esperara. Volpi no aceptó jamás ni justificó el nacionalsocialismo de Heidegger. No sé si lo dijo de modo abierto, terminante. Pero su posición era clara: el nazismo del campesino de Todtnauberg era indiscutible. Ahí está, sin embargo, en la puerta de la cabaña, un día de sol, con sus alumnos, con sus colegas, chiquito, con anteojos, con poco pelo, con una sonrisa dulce, con una mirada serena, calma, la imagen de un hombre que ama la vida, que ama el saber, que nació para pensar y que se dedicó, sobre todo, a enseñar a hacerlo, a enseñar ese amor que recorre la historia de Occidente desde Heráclito, el amor al saber, la pasión por la filosofía, el saber de todos los saberes. Que Franco ya no esté no sólo nos llena de tristeza; nos deja, sobre todo, más solos, más desprotegidos.

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