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Contratapa|Domingo, 27 de enero de 2002

Naranjo en flor

Por Sandra Russo
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Abro en la pantalla el diario mexicano La Jornada buscando una nota que no encuentro, pero en su lugar veo la foto de un anciano apoyando la cabeza en el hombro de una mujer. No se sabe si es su mujer o una vecina cualquiera que ha ido, como esos cientos de personas que los rodean, a cacerolear frente a un banco de Castelar, en una de las decenas de manifestaciones similares que tuvieron lugar esta semana. He visto a ese mismo hombre ayer en la televisión. He visto la escena entera. El anciano no era un depositante sino un hombre indignado. Había insultado como todos al banco, pero después la gente empezó a cantar el himno nacional y entonces él se quebró. “El dolor argentino”, tituló La Jornada, un día antes de que desde el FMI se nos recomendara prepararnos para seguir sufriendo.
Al verlo allí, en la tapa del diario mexicano, recuerdo la portada de otro diario extranjero hace un mes, mostrando una escena de la salvaje represión en la Plaza de Mayo. Jóvenes encapuchados le tiraban piedras a la policía, que respondía con gases y caballos encabritados. Aquella tarde la Federal también respondió con balas que mataron a siete personas.
Se mezclan entonces esas dos imágenes: la del anciano llorando con el himno atragantado en la garganta, y la de esos jóvenes encapuchados que ya varias veces desbordaron las grandes manifestaciones y dejaron a su paso por las fachadas de los bancos vidrios rotos, cajeros automáticos en llamas, destrozos que, en realidad, lo más grave que tienen es su boceto de pretexto perfecto para interrumpir de cuajo la otra gran amenaza, la verdadera amenaza al statu quo todavía reinante, y que es la fabulosa movilización popular que pacíficamente viene desarrollándose sin pausa, floreciendo como una planta seca a la que de pronto le cae una lluvia milagrosa, y responde con brotes y más brotes para demostrar que no había muerto.
“Primero hay que saber sufrir”, tituló por su parte Página/12 la edición de esta semana en la que daba cuenta de las obscenas declaraciones del titular del Fondo Monetario, y qué curioso, pienso, que esa estrofa pertenezca a un tango que de lo que habla es de un “Naranjo en flor”. Esa pieza maravillosa de los hermanos Expósito también conjuga imágenes al más puro estilo argentino: el perfume del naranjo en flor no celebra ninguna primavera, más bien se trata de una evocación a “las promesas vagas de un amor que se esfumaron en el tiempo”. Es una poesía intensa, áspera, desencantada, pronunciada por alguien a quien han dejado “acobardado como un pájaro sin luz”. Podría cambiarse la palabra “acobardado” por “acorralado”. Desde otras latitudes nadie entiende, y a eso han venido decenas de corresponsales extranjeros, a tratar de entender cómo es posible que aun en la desolación y en el derrumbe algo florezca. Y lo que florece hoy aquí es la palabra.
Donde hay violencia no hay palabras, y es justamente la palabra lo que este pueblo está recuperando. Hija de la desesperación, huérfana de manuales de estilo, a medio camino entre el grito y el sollozo, la palabra se abre camino en millones de bocas. Contra todos los pronósticos realistas, es la falta de líderes lo que hace hablar a la gente. No hay quien hable por uno ni por otro, de modo que en las esquinas, en las asambleas, en las plazas, en los supermercados, en las colas del banco, en las marchas, todos hablan. De pronto las personas comunes con nombre y apellido se ponen a contar una historia. Todos escuchan: todos se dan a sí mismos los derechos de los que ellos mismos han sido expropiados. “¿Seguimos escuchando a los del Fondo? ¿Todavía tienen el tupé de dar consejos?”, grita exaltada una señora que seguramente nunca antes ha gritado ante un micrófono de la televisión. “Queremos nombres, que digan quiénes son los que hacen lobby”, dice un hombre mayor. “Estamos discutiendo qué modelo de país queremos”, explica un joven rodeado de unos treinta vecinos que, en rigor, se habían reunido para discutir si hacían o no un apagón. “Si las privatizadas no aceptan desdolarizar las tarifas, que se vayan. Si hacen negocios de riesgo, acá tienen el riesgo”, escupeuna rubia, madre de dos niños que la miran azorados. Las de la gente no son frases domésticas: si alguien pensaba que las asambleas se limitarían a controlar qué panadero aumentó las flautitas, se equivocó. Que a lo doméstico se dediquen ahora, parecen decir todos, los que se confundieron creyendo que la Argentina era suya. La gente está ocupada hablando de la nacionalización de la banca y de la corrupción de los jueces de la Corte Suprema. Los mosquitos se han vuelto leones. Los mudos se han quedado disfónicos.
Donde hay violencia no hay palabras, y es justamente la palabra de la gente común y corriente lo que ha empezado a circular con una vehemencia arrasadora, decapitada ya la palabra política: el habla vacua de esos tipos que en dieciocho oraciones logran no decir nada, pero que han sido por lo menos cómplices del robo. Los encapuchados tampoco dicen nada: la suya es una ira sin texto, y sin texto no hay destino.
La dignidad de ese viejo llorando que sacó La Jornada en su tapa estremece a quien ve la foto, pero sobre todo a quien ha visto la escena entera. Reúne, ese llanto, los dos sentimientos encontrados que hoy comulgan en el pecho de todos: la rabia incontenible contra quienes han hecho abuso de poder y de confianza, y la recuperación acongojada de una esencia común, de un fervor. Los argentinos nos hemos caracterizado siempre por ser un pueblo atravesado por una infinita nostalgia de un pasado que en realidad nunca existió. Esta es la primera vez que estamos teniendo nostalgia del futuro: es débil, pero al fin y al cabo, la flor del naranjo es una flor.

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