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Contratapa|Miércoles, 8 de julio de 2009

Murió mi amigo

Por Aída Bortnik
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Lo leía antes de conocerlo. Me deleitaba lo mucho que sabía de cine y, sobre todo, lo mucho que lo amaba.

En el exilio, puntualmente Madrid 1976, comenzamos a ser amigos primero, hermanos para siempre.

Fue corresponsal durante muchos años, luego escribía en medios españoles. Fue secretario general del Festival de Huelva. Codirigió con Fernando Lara el Festival de Valladolid, se fue cuando creyó que había tocado su techo. Uno que sólo él veía. Escribió una docena de libros sobre directores tan diversos como Carlos Saura o Stanley Donen. En los últimos años fue director general y artístico del Festival de Valladolid, llevándolo a su cima (la del festival). Y otra vez se fue. Porque donde los demás veíamos un cielo despejado, él notaba vigas que amenazaban su cabeza.

Durante años comimos juntos todos los días, reuníamos nuestras monedas para ir al cine Arte del otro lado del Manzanares (el más barato de la ciudad). O nos arriesgábamos un “día de damas”; él no se sonrojaba, la boletera sí.

Caminábamos tomados de la mano mientras las preguntas de Bergman encontraban, como él, un cielo sin respuesta. Mientras Fellini nos mostraba el cura, los viejos, los chicos, las nuevas putas paseándose en carruaje con una risa que sonaba a campanas y de pronto el pavo real saltaba al borde de la vacía fuente al borde de la plaza, abriendo su abanico de belleza, bajo la nieve de un domingo, que transformaba en milagroso.

Los dos elegimos esa imagen entre el caudal felliniano. Y nos sentimos más unidos.

Fue un primer año de caldo y ensalada de lechuga, dependiendo de la estación. Una vez por semana pollo a la catalana con arroz chino. Traducíamos novelitas con héroes de la CIA, mucha violencia y bastante sexo y, sin poder contenernos, corregíamos un poco.

Era hijo único (como yo) pero se fue varios años antes. Teníamos amigos comunes, me recibió como si me esperara.

Provocaba suspiros de hombres y mujeres. Era terriblemente atractivo, en tamaño diminuto pero tan armonioso, que la gente tardaba en darse cuenta de que era bajito. Podía tener un humor corrosivo y hasta cruel, pero también juguetón. Y ninguna de las desventuras del exilio conseguía que dejara de reírse de sí mismo. Educado y gentil atrapaba mariposas de todos los colores y lo disfrutaba.

Había hecho del cine su templo, su mundo, su casa. Y sabía escribir, sin contar la película, como el prologuista perfecto para un buen libro. Meticuloso y serio, culto. Jamás faltaba el dato o la cita que ampliaba y enriquecía la visión del espectador.

De pronto la rueda giró, ambos empezamos a trabajar en lo nuestro, a ganar dinero de verdad. No cesábamos de armar reuniones (Madrid era un desierto cultural). Yo invitaba a Fernando Fernán Gómez y él a Mario Camus... y siguen las firmas. Y los dos invitábamos a Alterio. Y descubrimos que éramos casi los únicos argentinos con amigos españoles.

Compré un auto nuevo y recorrimos España. Y nos enamoramos de los gallegos (los únicos que veían con alegría a un argentino), de los vascos, de los asturianos y de los andaluces.

En el ’79 Alejandro Doria me pidió ayuda para compaginar La isla. “Sólo por un mes.” “No vas a volver”, me dijo. “Cómo no voy a volver? Si allí estoy prohibida, no puedo trabajar.” “No vas a volver.”

No volví.

Pero, desde el ’83, viajaba a Europa por trabajo constantemente y nos encontrábamos, si no en España, en Londres o en Roma. Era difícil, doloroso, insoportable estar lejos uno del otro. Nos escribíamos cartas. ¡CARTAS! También mails, también teléfono.

Hace tres meses supo que estaba enfermo, dijo una de sus frases: “Mi habitual desdén por la vida ahora rendirá sus frutos”. Pero no. Los amigos desesperaban porque iban a cuidarlo y él los atendía con la elegancia que siempre dispensaba a las “visitas”.

Hasta que se cansó mucho, demasiado. Tanto como para dejar que lo internaran a una hora y media de Madrid por carretera. “Veo la montaña, árboles, caballos, pájaros, vos sabés, la naturaleza, para la que nunca tuve tiempo.” Hablábamos todos los días. Y su voz era más y más débil.

Murió ayer a las dos y media de la mañana. Mi amigo Juan Carlos Frugone.

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