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Contratapa|Viernes, 25 de septiembre de 2009

Los dos Jaimes

Por Juan Forn
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“Me gustaría ser siempre como cuando toco”, dijo una vez el gran contrabajista de jazz Charlie Haden. El poeta español Jaime Gil de Biedma casi lo logró, y la gran paradoja es que eso le sucediera cuando ya no escribía. Quizá fue que logró encarnar a la perfección en su persona la voz que había tenido en sus poemas; quizá fue que tanta gente sabía poemas suyos de memoria que, no importa lo que hiciera Gil de Biedma, seguía siendo para todos ese puñado de poemas. El mismo decía: “He tenido hasta cierto punto la suerte de escapar a esa perversión de la poesía moderna que consiste en que la lean sólo los que la escriben”.

No es casual que tanta gente se supiera poemas suyos de memoria. Para Gil de Biedma, la poesía era esencialmente una cuestión de oído. “El poema es un organismo acústico. Hay que leerlo de corrido, no deteniéndose línea por línea. Y, en lo posible, en voz alta. Hasta que se inventó la imprenta, la sensibilidad literaria era auditiva: uno entendía mejor lo que leía en voz alta que lo que leía en silencio. Y en poesía sigue siendo así. Cuando lees un poema, lo que importa no es entenderlo; lo que importa es que te guste. Si te gusta, ya entenderás cada cosa que haya que comprender en él. En un buen poema, no se puede distinguir entre emoción e inteligencia.”

Su manera de escribir era de lo más particular. Componía los versos mentalmente, dividía el poema no en estrofas sino en “movimientos”, cuando creía haber redondeado un movimiento se sentaba a escribirlo de un tirón, después lo rompía, y posteriormente lo iba recomponiendo en su cabeza, “contando con que el olvido me ayudara a eliminar los versos rítmicamente sobrantes o inexpresivos”. Dejaba pasar unos días rumiando lo que tenía en la cabeza hasta que se sentaba a escribirlo otra vez, después volvía a romper el papel, y así seguía, estrofa por estrofa, todas las veces que fueran necesarias. Dos aclaraciones: 1) los poemas de Gil de Biedma son de verso libre y bastante coloquial, no con rima y métrica, como se podría pensar, y 2) ese proceso mental de pulido del poema tenía lugar mientras él se dedicaba a tareas manuales como afeitarse, manejar el auto e incluso trabajar. Porque Gil de Biedma nunca vivió de la poesía: fue toda su vida empleado de la Compañía General de Tabaco de las Filipinas, para la cual cumplía horario de oficina en Barcelona ocho meses al año y pasaba los restantes cuatro en la casa central de la Compañía en Manila (García Márquez siempre le pedía a Gil que le hablara “de esa empresa de Joseph Conrad en la que trabajas”).

Por eso sostenía que la poesía era una actividad completamente gratuita (“Nadie te lo paga, nadie te lo pide, nadie te lo cobra. Tu única obligación es evitar que el lector te haga la terrible pregunta: ¿Para qué coño has escrito esto?”) y por eso aseguraba que el poeta no tiene más sensibilidad que el resto de los mortales, sólo aprende a tenerla disponible (“Lo que yo tengo en determinado momento es compulsión: necesidad de darle salida al poema. Y, claro, cuando estás de veras compelido, se te ocurren cosas que habitualmente no se te ocurren”). Escribir y leer un poema eran, para él, dos actividades que nada tenían que ver una con otra. “Poesía es lo que el lector experimenta leyendo el poema, no lo que al poeta le ocurre mientras escribe. Todo lo que hay en la lectura de un poema no existe como punto de partida al escribirlo.”

La impresión generalizada que se tiene sobre Gil de Biedma es que murió joven, aunque estaba a punto de cumplir sesenta años cuando el sida lo venció, en 1990. Esa impresión se debe a que había dejado de escribir a los treinta y nueve, y a que su último poema se titula Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma (“De los dos eras tú quien mejor escribía. / Aunque acaso fui yo quien te enseñó. / Quien te enseñó a vengarte de mis sueños, / por cobardía, corrompiéndolos”). Describirlo así hace que se parezca peligrosamente a un poeta romántico, cosa que Gil de Biedma nunca fue: “Cuando uno es joven y empieza a escribir poesía, se pone caliente con cualquier palabra y está convencido de que lo que le está pasando no le pasa a nadie más en el mundo. Lo que sucede en realidad es que de joven te interesa lo que te parece único en ti. Aquello que les dijo el joven Vicente Aleixandre a sus padres: Hay algo en mí que no es hijo de los señores Aleixandre. En cambio, con el tiempo cada vez te vas interesando más en lo que tienes de genérico, en lo que tienes de afín con los demás, en lugar de lo que te diferencia. Con el tiempo descubres que lo que te ha pasado a ti es lo que le ha pasado a todo el mundo”.

Cuando le preguntaban por qué no escribía más (y se lo preguntaron infinidad de veces en sus últimos veinte años de vida), contestaba que la poesía lo había salvado del suicidio en su juventud, pero no sirvió para salvarlo de la edad madura, que era la peor edad para un poeta: “La mejor poesía se escribe de joven y de viejo”. Vaya a saberse si su plan era llegar a viejo. “El día en que me falle la sensualidad, tomar una copa, sentir el buen tiempo, nadar en el mar, ver a alguien que está muy bien físicamente, el día en que eso me falle, la vida será un sitio inhóspito”, le dijo una vez a Maruja Torres, en un reportaje en el que se definió como “un sentimental incontrolado, un cachondo de lo sentimental”. En ese mismo reportaje, de 1983, la Torres le preguntó si estaba a disgusto con la realidad en la que vivía. La respuesta: “Todo lo que no tengo que esforzarme en controlar, porque es dócil, porque lo conozco, para mí no es real. Si veo ese árbol por la ventana, es una cosa por completo asimilada. En cambio, si llego de noche en el coche y se me aparece de golpe del otro lado del parabrisas, entonces ese árbol será real. La realidad es todo aquello que uno tiene que tener en cuenta porque, si no, se le echa encima. Son las cosas que uno debe llevar apuntadas en la agenda y tenerlas siempre presentes porque, si no, lo destruirán. Yo prefiero la naturaleza a la realidad, porque evoca la idea de lo que siempre es igual a sí mismo. La realidad es lo que cambia. La realidad es la madre de la muerte”.

Jorge Guillén descubrió que el mundo estaba bien hecho al despertarse de una siesta feliz. Gil de Biedma, que lo admiraba y había escrito su único libro de ensayo sobre él, soñaba con merecer alguna vez una siesta igual, pero suponía que su despertar sería levemente distinto: “En un viejo país ineficiente, / algo así como España entre dos guerras, / en un pueblo junto al mar, / poseer una casa y poca hacienda / y memoria ninguna. / Y no leer, / no sufrir, no escribir, / no pagar cuentas, / vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia”.

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