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Contratapa|Jueves, 28 de noviembre de 2002

La yegua

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Por Enrique Medina

Si el hombre conociera algo de poesía, podría recitar a Neruda. Aquello de “La noche está estrellada y tiritan los astros a lo lejos...” Ya que, suntuosamente, la noche está estrellada y etcétera. Pero el hombre, que interiormente agradece la benevolencia de la noche porque puede trabajar en calma, no sólo no sabe quién es Neruda sino que tampoco sabe nada de poesía (quizá los versos de algún tango) porque apenas si hizo unos grados de la escuela primaria, y si en alguna lectura se traba debe recurrir a su mujer, que acaba lo que esté leyendo en el diario. Sólo leen lo que encuentran mientras trabajan, y es ella la que más entusiasmo muestra en leer. Ni hablar cuando son revistas femeninas, esas de modas. Sin mucha pasión, él solamente le echa un vistazo a las fotos que traen las revistas de deportes. La pasión la pone en el trabajo, porque es responsable y porque tiene una mujer y cinco hijos que mantener. Ella, arriba del carro, controlando a la yegua que está débil y ha perdido la inteligencia de otros tiempos para escurrirse entre los autos y burlar a la policía. Los dos hijos haciéndole pata en la otra vereda revisan las bolsas de consorcio y sacan los papeles y latas para reciclar. Las nenas quisieran acompañar al padre, porque conocerían la ciudad y sería como un paseo, pero el hombre es de conceptos rígidos y se las encarga a una vecina, aun en la circunstancia que le ha tocado vivir. Porque hubo otras épocas. Tenía un sueldo. Jubilación. Obra social. Sindicato que lo defendía. Y encima protestaba por tener que levantarse temprano y tomar dos colectivos para ir a la fábrica. Era joven, soltero, y los sábados iba a bailar. Un día apareció Menem, y como era morocho y hablaba fácil lo votó, y unos años después se quedó sin trabajo, pero le dieron unos pesos y aprovechó para visitar a sus padres en Formosa, con la idea de retornar, de buscar trabajo. Retornó y los avisos clasificados mentían o las colas para que le dijeran “lo vamos a llamar” eran demasiado largas. Y creyó que dios se había tomado alguna venganza con él o que alguna bruja lo maldijo a pedido de una resentida. Alrededor, por donde mirara, era una fiesta, el país estaba en el primer mundo. Había que disimular para no quedar pagando, así que mientras buscaba trabajo hablaba de grandezas y aparentaba, hasta que se quedó sin un mango y transitoriamente fue a parar a una villa. Allí la conoció a su mujer, que estaba llorando sentada en la tierra porque su madre acababa de ser asesinada, pero también porque en lo personal se le había roto el mundo y no sabía qué hacer con el inesperado embarazo del bebé al que luego él le pondría su nombre y ahora está revisando concienzudamente el volquete lleno de abandono y desidia, y acaba de silbarle y gritarle contento: “Pa, mirá pa”, y le muestra un enorme rollo de cables que andaban necesitando para colgarle la luz a un vecino amigo. La mujer tira de las riendas y detiene a la yegua, el muchacho coloca el rollo en el pescante. Años atrás, la yegua era una luz, no hacía falta que la mujer y los hijos vinieran a ayudarle al hombre, iba a su paso, sola, con las riendas sueltas o enganchadas en el palenque del carro y lo seguía y lo esperaba. Por más bocinazos y gritos que atronaran, la yegua tenía las orejas atentas al chistido del hombre. Una noche éste miró y el carro no estaba: la yegua se había metido a contramano y armó un tole-tole de aquellos con policía y gritos de los automovilistas puteándolo de arriba abajo. La yegua había empezado su decadencia. Otra noche casi se traga un auto. Son los años, le dijeron. Pero lo mismo siguió usándola para trabajar, no tenía otra opción. Hasta que empezó a hacerse rogar para andar; o resoplaba, o relinchaba ronco y no paraba de estornudar y echar una baba casi espuma. De tanto en tanto tropieza y cae, y el padre y el hijo muchacho (que no está en el secreto) vuelven a ponerla de pie ante el odio de los transeúntes. Gira el cogote hacia atrás, como buscando algo, a sus dueños, y ve al hombre. Que cambia de vereda para no encontrarse con su mirada, y simula estar metido en el trabajo, revisando las bolsas de consorcio, desentendiéndose de los ojos de la yegua que parecen brillar más cuando lo buscan a él. Desairada, gira el cogote hacia el frente y adelanta unos metros y vuelve a detenerse, resopla, sacude la cabeza como queriendo liberarse de las antiparras y se agarrota. La yegua ha adivinado que no habrá más paseos por la ciudad, lo adivinó porque el hombre no ha abusado en la carga como otras veces en las que hasta el sudor le pesaba, adivinó que el hombre deberá reemplazarla adaptando el carro para empujarlo él, y más adelante el muchacho. Vivieron tantas noches frías y despiadadas, que la de hoy, la estrellada de Neruda, a pesar de ser la del esfuerzo final, se les hace poesía. Ambos quisieran alargarla pero la premura del trabajo no tiene sentimientos, lo saben las lágrimas de la mujer que con suavidad golpea las riendas en el cuerpo de la yegua, más para que sepa la caricia que para el trote, hasta volver a la villa y entregarla al carnicero que, en un tira y afloja, aceptó el precio y matarla de un escopetazo, rápido y sin sufrir.

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