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Contratapa|Martes, 8 de diciembre de 2009

Residuos

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Semanas atrás, el escritor catalán Quim Monzó se preguntaba qué había sido de esos e-mails seriales y recurrentes donde te ofrecían aumentar el tamaño de tu pene. Cada vez recibía menos. Y Monzó atribuía la progresiva desaparición de este fantasma de la electricidad al mejor funcionamiento de barreras antispam. Monzó concluía su columna imaginando el día en que el Enlarge your penis! Sería algo así como una leyenda urbana, una historia para explicarles a nietos con un “Te juro que yo los recibía”. En cualquier caso, leyendo a Monzó, yo pensaba en qué bueno sería que el cerebro humano viniera con sus propios filtros y escudos temáticamente programables que nos condujeran y depositaran, por un rato, en una suerte de estado repose cada vez que determinados temas entraran en la pantalla de nuestros radares. Está claro que esto no es posible –que estamos rodeados– y que aumenta sin cesar la cantidad de residuos que se acumulan en los discos duros de nuestras cada vez más reblandecidas cabezas.

DOS De este modo, cada una de nuestras vidas goza ahora del dudoso honor de estar abierta al examen y opinión de perfectos o imperfectos desconocidos. Se acabó aquello del anonimato o –en caso de tener algún tipo de perfil público– de poder administrar el modo en que queremos ser vistos o no vistos. La información vertida en la memoria de teléfonos móviles, computadoras portátiles y el modo en que nos movemos por Internet –aunque no tengamos blog o site o carita de mosquita viva enredada en cualquiera de esas redes sociales donde se cuenta absolutamente todo– revelan mucho más de nosotros de lo que siquiera nos atrevemos a imaginar: patrones de conducta que ya están siendo analizados por equivalentes del Dr. Gregory House a la hora de averiguar por dónde va la cosa. En su libro Numerati (Seix Barral), Stephen Baxter se refiere a ellos –muy danbrownianamente– como a los numerati. Y Baxter –escritor de ciencia-ficción y colaborador de Arthur C. Clarke– denuncia: “Son ingenieros, matemáticos o informáticos y están cribando toda la información que producimos en casi todas las situaciones de nuestras vidas... Tienen las claves para pronosticar los productos o servicios que podríamos comprar, los anuncios de la web en los que haremos click, qué enfermedades nos amenazarán en el futuro y hasta si tendremos inclinaciones –basadas puramente en análisis estadísticos– a colocarnos una bomba bajo el abrigo y subir a un autobús”. Y Baxter explica el modus operandi del asunto. Targeting del comportamiento, implicación de empresas como Yahoo! y Google y numerosas empresas de publicidad que llegan a acuerdos con periódicos y revistas para acceder a la información de nuestros surfeos y, a continuación, poder colocarles a los futuros clientes un código identificador, una cookie que funciona como una especie de ADN de nuestras apetencias y necesidades. Baxter advierte que políticos y legisladores de todo el mundo ya están trabajando en el alzar barreras y cavar fosos para intentar detener la mareante marea imparable de este tsunami virtual. Pero, claro, no es sencillo. Internet es, por ahora, un Far West: allí no hay ley, pero hay mucho dinero en juego. Y alguna vez leí que el 70 por ciento del polvo que hay en nuestras casas no es otra cosa que residuos que despiden nuestros cuerpos. Piel muerta y todo eso. Me pregunto a qué porcentaje asciende lo que despide nuestra otra vida, la otra vida que transcurre en ese otro planeta que está en éste. Ese sitio en el que –ahora lo comprendo– alguien ha llegado a la conclusión de que a muy pocos les interesa o son muchos los que no creen en pociones mágicas que te convierten en el dueño de un falo totémico.

TRES Por lo que, tal vez, sea recomendable dedicar unos cuantos minutos al día a clickear en nuestras pantallas cosas que no nos interesen o que nos tengan muy cansados, para así desdibujar nuestra sombra digital y confundir la genética de nuestros cuerpos eléctricos. De este modo, mientras escribo esta contratapa, yo entro y salgo y vago desganadamente por los últimas noticias acerca de las idas y vueltas de la activista saharahui Aminetu Haidar, en huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote, del sorteo del Mundial de Fútbol 2010 y los resultados de la Copa Davis, del veredicto en el juicio por el asesinato del ex alcalde de Fago (con un culpable que, primero, aseguró confesar su autoría para que la policía dejara de molestar a los vecinos y después dijo que todo había sido más o menos una bromita), de las nuevas y cada vez más extrañas estrategias para el “retiro” de tropas con que Obama justifica su Premio Nobel de la Paz “a futuro”, de la disminución del volumen de basura y de emisiones contaminantes de Barcelona (consecuencia de la crisis), de la revancha que se va a tomar a base de demandas a médicos y periodistas ese pobre chico al que acusaron de violar y asesinar a una niña de tres años que en realidad había muerto por un golpe al caerse de un columpio mientras jugaba, de los tres cooperantes españoles secuestrados en Mauritania, de la campaña publicitaria de protesta con líderes envejecidos en una Copenhague donde nada cambiará salvo el cambio climático, del folletín entre gobierno español e internautas por el tema de la propiedad intelectual y la lucha contra la piratería en Internet, del hecho de que las zonas verdes de Barcelona no alcancen los 15 metros cuadrados por habitante como los mínimos recomendados por la Organización Mundial de la Salud... Satisfecho, supongo que ahora soy –para todos esos que me espían– algo así como un amante de los deportes, con un millón de amigos en Facebook, fan apasionado de Manu Chao y Macaco, enamorado en secreto de una Chica Greenpeace y con fantasías de okupa en lo que hace a la casa de fin de semana de su padre industrial. Algo por el estilo.

CUATRO Así que bajo las persianas y leo a escondidas Homer & Langley –formidable y nueva novela de E. L. Doctorow donde se recrea la historia verídica de los neoyorquinos hermanos Collyer, coleccionistas de residuos hasta volver infranqueable su mansión de la quinta avenida– que tuve la precaución de pagar cash y en persona, sin dejar rastros delatores. Y de ahí a releer el Strong Opinions de Vladimir Nabokov, donde el ruso responde con un “Me temo que debo negarme a ello. Sólo las más ambiciosas no-entidades y entusiastas mediocridades exhiben sus bosquejos. Es como andar repartiendo muestras del propio esputo” o un “Ningún feto debe ser sometido a operaciones exploratorias” cada vez que le solicitan que muestre libretas de apuntes y notas de trabajo. Me resisto a entrar en Internet para leer qué ha dicho la crítica (de paso por Barcelona, Martin Amis me dijo que le parecía una abominación) de la salida de The Original of Laura: la “novela en fragmentos” que más bien son fragmentos de una novela muy inconclusa de Vladimir Nabokov. Es sabido que el mismo Nabokov pidió que se quemara todo residuo del asunto. Es sabido también que ciertas últimas voluntades se verbalizan para no ser oídas y que los ataúdes se cierran para abrir los cajones. Así que ya está aquí (Anagrama lo publicará en Español) The Original of Laura, magníficamente diseñado por Chip Kidd y donde se reproducen, desmontables, para que el lector juegue con ellas, en plan escoge tu propia aventura, las nabokovianas fichas de puño y letra y borrones y tachaduras del genio. Y –seamos sinceros– uno seguramente encontraría algo valioso en la lista de compras del súper-mercado del inmenso VN. Así que aquí, esputo o feto, hay motivos de sobra para hacer el gasto y agregar este libro prescindible pero precioso al estante donde lo esperan Lolita y Ada y Pnin y Sebastian Knight y Mary y John Francis Shade y Charles Kimbote entre tantos otros. Y no acabo de escribir esto cuando recibo un e-mail automático de mi librería favorita informándome que acaban de recibir ejemplares de The Original of Laura y que –de acuerdo a mi historial de compras– suponen que la buena nueva puede ser de mi interés.

Me han descubierto, pienso.

Por supuesto que sí, allá voy, respondo.

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