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Contratapa|Lunes, 18 de enero de 2010
Arte de ultimar

Ese ruido en la calle

Por Juan Sasturain

Aquellos que, a la pereza intelectual y a la ignorancia a esta altura irreparable del inglés complejo de la literatura, hemos sumado el gusto por las solapas, las versiones y los comentarios, solemos citar al gran James Joyce de oídas y (mal) leídas. El Ulises da para todo, tanto para escribir en su momento largas notas a propósito de los cien años del Bloomsday, abusando de las citas ajenas, como para ejercer la apropiación abusiva e imperfecta de expresiones complejas y ambiguas. Malentendidos, que les dicen. Y tengo ejemplos frescos que quiero compartir al sol.

Porque este verano en marcha ya se ha justificado –a esta altura– completamente para mí. Irresponsable pero consciente de la exposición al fracaso, con menos fe que cierta resignada osadía, me traje todo Joyce –en castellano, claro, y sin el Finnegan’s Wake– para leer despacito a sol y sombra, descuidando otras tareas y obligaciones, refutando el lugar común de las llamadas “lecturas de verano”. Y en eso estoy, feliz, porque pude: esta vez no me bajé a mitad de camino como las veces anteriores, sigo y sigo, voy y vuelvo de un texto a otro, disfruto incluso de las dificultades, de mi torpeza, estoy casi orgulloso de ir rindiendo, entre diciembre y marzo, mis asignaturas pendientes con el risueño Jim.

No me da el cuero para ningún comentario sesudo, ni para ir más allá de la comprobación redundante del genio, la reverencia ante la desmesurada empresa verbal, el camino abierto sin mirar atrás o a los costados para que detrás de él pasaran todos. Leo biografías y ensayos interpretativos, vuelvo a La Odisea, consulto mapas de Dublín y las memorias del hermano Stanislaus, espero juntarme pronto con la guía de lectura (verdaderas experiencias de viaje por el Ulises) que publicó hace poco el avezado Carlos Gamerro, para usarla como lleva el soberbio Stephen Dedalus su báculo de fresno.

Mientras tanto tuve el placer de reconocer/encontrar atadas las citas sueltas que por años me encantaron y cité sin contexto. No es arbitrario que todas ellas sean segmentos de enfáticas o casuales declaraciones de Stephen, el “artista adolescente” del retrato precedente, no demasiado maduro para entonces, con más de veinte años, ese largo día de primavera de 1904. Tampoco debe ser casual el hecho de que algunos de los más recurrentes proveedores de citas agudas, sabias y contundentes de la literatura contemporánea hayan sido tres irlandeses: Wilde, Bernard Shaw y Joyce. Y grandes humoristas satíricos, claro.

En el caso de Joyce en el Ulises, las citas más aparatosas son aquellas que tienen que ver con su rechazo a los imperativos del lugar y de la hora, encarnados en las consignas políticas y culturales del nacionalismo irlandés militante en boca de los miembros de una sociedad que (les reprocha el joven Dedalus) sistemáticamente ha abandonado a sus héroes para después añorarlos. Hay dos momentos ejemplares al respecto, dos charlas extensas y abiertas, con memorables breves paréntesis de esgrima verbal e ideológica.

Uno de esos clímax está en el extenso capítulo dieciséis, que da comienzo a la última parte, cuando en medio de una interminable conversación en el nocturno bar de los cocheros con interlocutores varios y fantásticos narradores espontáneos, el veterano Bloom, ya empeñado en prohijar al joven Dedalus, lo estimula a que trabaje y produzca, haciéndole saber cuánto valora su intelecto, ya que Irlanda necesita tanto del músculo como de la mente de sus hijos. “Usted me supone importante porque pertenezco al faubourg Saint-Patrice, llamado Irlanda en obsequio a la brevedad”, dice Stephen, riendo burlón. E inmediatamente aclara, más jodón que desafiante: “Yo creo que Irlanda es importante porque me pertenece a mí”. Leopold Bloom no está seguro de haber oído bien semejante respuesta e insiste; y es ahí donde Stephen suelta su frase más lapidaria contra las charlas de mamado y/o de café, urbi et orbi: “Ya que no podemos cambiar el país, cambiemos de conversación”.

El otro momento está casi en el arranque, cuando aún –equivalente a la Telemaquia dentro de La Odisea– el protagonista absoluto es el hijo, genérica, simbólicamente Stephen, que saldrá en busca (inconsciente) del padre, el peripatético Bloom. En ese capítulo segundo, uno de los más “simples” y accesibles, el joven maestro Stephen conversa largamente con el director del colegio en que da desganadas clases, Mr. Deasy –anciano conservador y antisemita–, quien tras pagarle el sueldo lo aconseja sin filtro, le menta la patria y los grandes deberes, le explica el mundo, la summa: “Me dan miedo esas grandes palabras que nos hacen tan infelices”, contesta Stephen a la defensiva; y ante la referencia del otro a la historia, su interpretación alevosamente conspirativa, llega la definición memorable, irónica (más por Joyce que por Stephen), calculada en sus efectos, para Mr. Deasy y la escandalizable posteridad: “La historia es una pesadilla de la que trato de despertar”, deletrea casi sádicamente el joven Dedalus.

Ambas escenas, ambos diálogos, además, tienen sus resonancias, sus coletazos en diferido que caen ya fuera de la cuestión estrictamente ligada a los requerimientos de la sociedad, los imperativos de la hora y las circunstancias, sobre el artista. En la charla con Bloom, deleitado capítulo dieciséis, al salir de madrugada del bar, más o menos borrachos e imprevistos confidentes, Stephen, al que imaginamos más desarmado y vulnerable a esa altura, se hace una pregunta con tono/pretensión pseudo intelectual metafísica: “Siempre me ha intrigado por qué antes de cerrar, de noche, los mozos dan vuelta las sillas y las ponen patas para arriba”. Podemos suponer la idea de la inversión del orden diurno por otro que regiría las horas de la noche. Pero Bloom lo baja, lo acomoda en la realidad sin saña, ni sorna: “Es para poder barrer”. Y queda ahí.

El otro cierre de cuestión es el más famoso y citado, y ahí es Stephen el que se queda con la última palabra. Sobre el final de la charla con Mr. Deasy en el capítulo segundo, y tras su definición de la historia como pesadilla, el director de la escuela explica que en realidad “toda la historia se mueve hacia una gran meta, la manifestación de Dios”. Y ahí Stephen señala con el pulgar, casi casualmente hacia la ventana desde donde llegan las voces, los ruidos de los chicos que juegan afuera: “Eso es Dios”. “¿Qué cosa?” “Un grito en la calle”, dice Stephen, encogiéndose de hombros.

La famosa y enigmática definición, la cita tantas veces reiterada del ruido, las voces “afuera” como imagen de Dios, tiene sus interpretaciones precisas. Stanislaus Joyce, hermano y testigo fiel, puntualmente, lo asocia –y así lo han recogido/repetido muchos– con el temor patológico que siempre tuvieron, tanto el niño Jim como el hombre Joyce, de los rayos y truenos: perdía el control, entraba en pánico, se escondía. Es que para él no era la Naturaleza la que hablaba, era la Voz de Dios, el anuncio del Juicio, la llegada de la Hora Final. No es simple ruido: son voces, reclamos.

Cualquier lector de Retrato del artista adolescente –más allá de las libertades que el autor se tomó con el material autobiográfico– sabe el lugar que ocupó en la formación de Joyce, en su primera infancia, la disciplina jesuita. La reconstrucción minuciosa de los escalofriantes sermones de un retiro espiritual que ocupan gran parte del capítulo tercero es reveladora de la huella que ese rigor intimidatorio con los fantasmas del Castigo dejó por siempre en el autor. Y no sólo eso.

Siempre decimos/creemos que, para algunos y en ciertos aspectos, peor que ser católico es haberlo sido. En el caso de Joyce, exiliado consciente y consecuente, así como nunca se sacó de encima y de adentro a Irlanda, de la que renegó y con la que renegó toda su vida, tema único, tampoco dejó jamás de lidiar con los valores, los dogmas, los misterios, miserias y grandezas de la que fue su religión, referencia constante. Pocos grandes –-Dante y él, algún otro– han podido integrar esas tensiones más o menos irresueltas en obras maestras tan estrictas como desmesuradas.

Trastrocado, diluido, enmascarado, Dios es para Jim –según recuerda Stanislaus haberle oído explicar– eso que está ahí afuera, “algo que lo asusta a uno cuando está muy atareado y lo hace mirar por la ventana”.

Ese ruido en la calle, precisamente.

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