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Contratapa|Domingo, 7 de febrero de 2010
BASADO EN HECHOS REALES

Otro día de furia

Por Roberto “Tito” Cossa
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El juez cerró el expediente, se quitó los anteojos y dijo:

–Les conviene arreglar.

El abogado, nuestro abogado, hizo un gesto como diciendo “yo se los dije”. Miré a Bernardo. Me pareció que yo estaba en mejores condiciones para negociar.

–Señor juez. El chico era un colaborador. Se acercó a nosotros diciendo que le gustaba el teatro, que quería aprender. Le tirábamos unos pesos...

–En el expediente no está claro. Hay datos que indican una relación de dependencia. Y como ustedes saben, en caso de duda, la Justicia decide a favor del trabajador.

–¡Qué trabajador! –explotó Bernardo.

Le pegué una patadita en el tobillo por debajo de la mesa. E insistí.

–Señor juez... Somos una sociedad sin fines de lucro, destinada a la divulgación del autor argentino. Ninguno de nosotros recibe un peso... hasta nos pagamos el café que consumimos.

Me pareció que no lograba conmoverlo.

–La Legislatura de la ciudad nos destacó como espacio de interés cultural, se nos reconoce internacionalmente, en noviembre cumplimos 80 años de existencia, somos el primer teatro independiente de América latina...

Ni parpadeó. Es más, me di cuenta de que empezábamos a fastidiarlo.

–El chico arregla por 18.000 pesos. La demanda es por 35.000 más las costas. Les conviene. Es un buen arreglo.

Cuando salimos del juzgado ya era de noche, garuaba y hacía mucho frío. Nos detuvimos por un instante en la vereda.

–¡Dieciocho mil pesos...! –me quejé.

–Tres puestas en escena –calculó Bernardo.

Bernardo y el abogado se metieron en un taxi. Yo estaba cerca de casa y preferí caminar, a pesar del frío y la garúa. Levanté la solapa del sobretodo, crucé la bufanda hasta los ojos y me calé la gorra hasta las orejas.

No podía sacarme de la cabeza al pendejo que con cara angelical y gestos tímidos decía que se sentía feliz de estar en el teatro. Recordé el día en que me trajo unas carillas. Quería escribir cine. Nos reunimos dos o tres veces. Escuchaba extasiado mis opiniones. Se le humedecían los ojos y decía gracias, mil gracias.

Justicia de mierda, me dije, como si fuera un descubrimiento. ¿Cómo trata a una entidad sin fines de lucro, generosa, como si fuera la Coca-Cola? ¿Por qué iguala el despido injusto de un trabajador con las mañas de un lumpen que traiciona la buena fe de la gente?

Llegué a Callao y me detuve para esperar el cambio de luz del semáforo, cuando de pronto apareció él. Lo primero fue la voz. Una voz rasposa, irritada.

–¡Dame guita!

Volví la cabeza y estaba ahí, a medio metro de mí. No tenía quince años. Vestía una remerita sin mangas, desteñida, unos vaqueros tajeados y unas zapatillas destartaladas. Metí la mano en el bolsillo y saqué una moneda.

–¡¿Qué me das?! ¡Dame guita en serio!

Avanzó la mano izquierda hacia mí. Algo relucía entre sus dedos. Un cuchillo o una faca. No dijo “esto es un asalto”, pero de eso se trataba. Dudé un instante. Me tomé un tiempo para observarlo. Temblaba y el rostro parecía el de un adulto cargado de rencor. Estaba drogado hasta las pestañas. Comprendí que debía salir de esa situación cuanto antes. Busqué en uno de los bolsillos y extraje unos billetes con la idea de darle diez pesos y terminar de una vez por todas. Actuó con rapidez. Me manoteó los cuatro o cinco billetes que tenía y salió corriendo a mis espaldas.

No me volví para mirarlo. Quedé plantado en esa esquina, como una estatua. Me sentí humillado, violado. Me llevó un tiempo reaccionar. Hasta que decidí irme a casa.

No podía abrir la puerta. La mano me temblaba y me costó embocar la cerradura. Pegué un portazo y lo primero que hice fue ir hacia la heladera. Necesitaba un trago. Estaba cargado de odio. Coloqué dos o tres cubitos en un vaso y decidí abrir la botella de Chivas que tenía guardada para alguna ocasión especial. Bebí sin respirar. Después del segundo vaso sentí que me calmaba.

Puse en marcha la calefacción, ocupé mi sillón del living y encendí el plasma. En la pantalla un alienígena millonario mostraba unos zapatos que le habían costado mil dólares y un reloj de cinco mil. La gente lo celebraba y le pedía autógrafos. Una mujer dijo que lo amaba. Cambié de canal. Aparecían mujeres casi desnudas que se contoneaban y tipos que lanzaban risotadas impúdicas. Y otro canal y más gente que se reía y decía que se sentía feliz. Y otro canal. No podía concentrarme. Hasta que en la pantalla apareció un periodista a quien conocí durante un viaje a Cuba. Era un tipo brillante. Viajaba invitado por una entidad de apoyo a la Revolución Cubana que lo consideraba un aliado. Compartimos varias trasnoches y me gustaba escuchar cómo analizaba, más allá de sus problemas, los logros de la Revolución. Me acordé de aquel viaje y le presté atención. Con expresión adusta advertía que el país marchaba hacia el caos y que la única salida era volver a privatizar las jubilaciones y Aerolíneas. Que de esa manera vendrían los capitales internacionales. Volví a recordar al periodista de aquellos tiempos y me pregunté cómo había cambiado tanto. Hace un tiempo alguien me dijo que estaba cobrando cien mil pesos por mes.

Apagué el televisor y me fui a la cama. Me costó dormirme. No me podía sacar de la cabeza al chorrito. ¡Pendejo hijo de puta! Me robó. Me humilló. Me violó. Recordé la imagen: zaparrastroso, drogado, temblequeante. ¿Por qué temblaba? ¿Por el frío o por el miedo?

¿Qué debí hacer? ¿Enfrentarlo? No me hubiera animado. ¿Gritar al ladrón cuando salió corriendo? Hubiera sido trasladarles a otros lo que yo debería haber hecho. ¿Hacer la denuncia policial? ¿Para qué?

El whisky había hecho lo suyo y me quedé dormido.

¿Qué debiste hacer con el pibe chorro?

Pedirle perdón.

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