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Contratapa|Lunes, 1 de marzo de 2010
Arte de ultimar

De los temblores

Por Juan Sasturain
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“cuerpo que me has de temblar”
“cuerpo que no habla por hablar”

de Cólera buey, de Juan Gelman

Ni la escala de Richter, ni lo que se mide según Mercalli, ni la consabida explicación de las placas que, como las tardías ecografías de nuestros pulmones traidores, nos cuentan (tarde y mal) lo irremediable. No es cuestión de medir, ni explicar, sino de entender. Y no hay caso. Porque simplemente duele y no se entiende.

No podemos escribir sin temor ni pudor sobre el lenguaje de la tierra, del que nada sabemos; en principio no recibimos sino algunas frases entrecortadas, gestos bruscos, empujones, aparentes exabruptos. Y no alcanza para entender qué quiere decir, si es que quiere algo. La tierra (nos) insulta o se queja, parece. En realidad, monologa o tiene convulsiones, se revuelve dormida, algo le pasa, pero –a diferencia del tiempo– nunca decimos que está loca. Se expresa, pero no comunica. Nos enteramos de su malhumor o suponemos su inquietud, pero ignoramos el origen, el sentido. La tierra es taciturna. No como el cambiante cielo aparatoso, de gestos amplios y explícitos, tan elocuente y decodificable. Y no por nada devenido, interpretado Cielo, el lugar donde finalmente, nos guste o no, se supone que se entiende. Esto de abajo, de la tierra, no.

El horizonte parte en dos el lenguaje.

En realidad, a falta de otra cosa sólo podemos usar referencias metafóricas y echamos mano, por simple analogía, a los gestos espontáneos, involuntarios de nuestro cuerpo, ese pedazo de tierra que tenemos tan cerca, tan inescrutable en su lenguaje como la Madre a la que volveremos. Preguntar por las razones de la Tierra es preguntar por las razones del cuerpo.

La Tierra, como el cuerpo, está ahí. Son lo/la que no habla y, mientras se callen, contamos con ellos: somos (parte de) él/ella; son parte nuestra.

El cuerpo tiembla, se suelta, se manda solo –con dolor suyo o nuestro, o no– al menos por cinco razones: clínicamente, de fiebre; animalmente –si cabe– de frío o de miedo; sentimentalmente, de amor o de furia contenida. Y siempre “de nervios”, claro, de ansiedad: por la espera o por no saber, que es lo mismo.

El que espera depende del tiempo más o menos loco; el que espera no sabe y está enfermo, porque espera saber. No debe ser casual que en castellano el tiempo sea también el clima, el discurso elocuente, arbitrario y seductor, del cielo. La tierra habitualmente calla, espera que el cielo, el clima, el tiempo le hablen: tiembla de ansiedad.

Quiero decir, para entendernos sin consuelo: es cosa de ellos. Nos hemos cruzado, quedamos en medio de una conversación de pareja que nos ignora. Un diálogo de sordos, una discusión infinita en la que, como bien se sabe, siempre el que la liga es el que queda en el medio. Cielo y tierra (ver los viejos cuentos del origen) alguna vez se separaron y así estamos, del lado de ella –rumiante y taciturna, imprevisible de furias–; como en tantas separaciones, nos tocó quedarnos con la madre.

El (último) error es creer que hablan de nosotros: no somos el tema de este tramo de la discusión que empezó cuando él se fue, con la caída en el tiempo; no somos un modo del maquillaje infructuoso de ella, no somos los culpables como nos gustaría, ni siquiera el motivo ni los rehenes de un rencor infinito. La tierra tiembla de furia y de nervios, cansada de esperar. Y tiembla porque le duele; o le duele y hace doler al temblar. Típico.

Convidados de goma, sin voz ni voto, somos la hormiga que camina sobre la superficie del guante del campeón, la bacteria que vive en la saliva de escupida inminente, el microorganismo que escucha rumores, siente el vértigo, y se va literalmente a la mierda, los apiñados piojos en la ominosa costura.

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