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Contratapa|Sábado, 14 de diciembre de 2002

Poder y contrapoder

Por José Pablo Feinmann
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La consigna originaria de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, la consigna que postula que se vayan todos, tuvo múltiples interpretaciones. Para muchos, y no hay que desdeñar esto, fue confusional. Decían: “Si se van todos, ¿quién viene?”. Asustados, imaginaban un enorme vacío de poder institucional, un país en el que, una vez ausentes esos “todos”, ya no había gobierno posible, sino el mero horizonte de la anarquía. Desde el consignismo se completaba el “Que se vayan todos” con el “Que venga el pueblo”, cosa difícil para el mismo pueblo que no sabría a dónde ir en tal caso. ¿Qué debería hacer? ¿Ocupar de inmediato el Estado? Aquí intervenía la cuestión instrumental: si se van todos, si el Estado queda vacío y tiene que venir el pueblo a ocuparlo, ¿sabe el pueblo cómo controlar un Estado del que ha estado ausente, excluido desde el inicio de los tiempos?
Ese consignismo –propio de los partidos de la izquierda– no añadía conocimiento ni práctica política. En verdad, los partidos de la vieja izquierda argentina poco hicieron por la verdadera creatividad de las asambleas. Ante todo, se presentaron ante ellas como los únicos inocentes del desastre, como si nada hubieran tenido que ver con la situación a que se había llegado. ¿Formaron o no formaron parte de la política argentina? Claro que no cometieron ilícitos ni saquearon el país como radicales y peronistas, pero en política no sólo se es responsable por lo que se hace sino también por lo que no se puede impedir. Debieron, entonces, presentarse con mayor cautela en las asambleas y no desplegando consignas, banderas y aparatismos que buscaron “aparatear” el fenómeno surgente. Se acercaron al nuevo fenómeno como lo han hecho casi siempre: como los que conocen “las leyes de la historia” y vienen a ilustrar sobre ellas a los otros. No comprenden que la asamblea “es una instancia de deliberación e invención política colectiva y no un objeto donde se aplica una política ya fabricada en otro lugar” (Raúl Cerdeiras, “La política que viene”, Revista Acontecimiento, Nº 23). Al cabo, fue la incapacidad política de las izquierdas (o fue también ella) la que hizo que las asambleas surgieran, la que determinó su necesariedad para suplir todas esas carencias. Lo aconsejable era ir a escuchar, a aprender, y lo primero era entender que las asambleas era apartidarias.
Como fuere, las asambleas siguieron, los piqueteros siguieron y los problemas se fueron planteando en libertad, entre el acierto y el error, entre la potencia y la impotencia. El concepto político más rico que surgió desde las jornadas de diciembre fue el del contrapoder. También es el que hoy se impone revisar. Podríamos definir la idea del contrapoder como la de una política que se ejerce al margen de la tradicional estrategia revolucionaria de la toma del Estado. Hagamos algo de historia. Durante mucho tiempo –al revisar la política del primer gobierno de Perón– se lo acusó, a Perón, claro, de utilizar a las masas como “factor de presión y no como factor de poder”. Esta crítica se basaba en las viejas concepciones de la toma del Estado para tornar posible la toma del poder. Durante los ‘70 fue célebre una consigna de la izquierda peronista: “Cámpora al gobierno, Perón al poder”. Una revolución, se pensaba, teníados etapas fundantes: la primera –que podía transitar la vía electoral siempre que ésta confluyera en una estrategia de poder– era el gobierno; la segunda era el poder, al que se llegaba instrumentando el Estado. El Estado se ponía al servicio de la revolución. El Estado, por ese entonces, gozaba de gran prestigio en el campo revolucionario. Ese prestigio se pierde y –convengamos– se pierde en sintonía con la gran embestida que el neoliberalismo realiza sobre él. Posmodernos, teóricos neoliberales y teóricos del contrapoder coinciden en demonizar al Estado. Para los posmodernos el Estado es lo uno y no la multiplicidad; para los neoliberales el Estado es dirigismo, atenta contra la esencial y necesaria libertad del mercado; para el contrapoder el Estado es lo otro, el espacio de la vieja política, el terreno de la perdición. Y también (y éste es el costado posmoderno de Hardt y Negri, supongamos que más acentuado por Hardt) es la negación de la horizontalidad, del rizoma deleuziano, esa arborescencia enemiga de las raíces de lo uno, del tronco único, y expresión de lo múltiple que es, precisamente, la característica de la multitud, ese nuevo sujeto histórico que Hardt y Negri encuentran enfrentado al Imperio.
Todas éstas son ideas valiosas. El desastre de lo actual es tan grande, que se hace necesario, desesperante pensar algo nuevo. Paolo Virno, por ejemplo, en Gramática de la multitud, dice que la categoría de pueblo surge con Hobbes y unida a la concepción del Estado; encuentra, en cambio, en Spinoza la categoría de multitud que se concibe al margen del poder estatal. Por desgracia, dice, el pensamiento político siguió a Hobbes y no a Spinoza; propone, coherentemente, volver a Spinoza. Un economista escocés, campeón de las teorías del contrapoder entre nosotros, John Holloway, propone abandonar la idea de la “toma del poder”. Critica las viejas concepciones revolucionarias de la “toma del Estado”. El poder no está en el Estado, el poder es el contrapoder, que es el poder que se construye al margen del Estado, aislado de la idea de “tomarlo”. A estas conceptualizaciones se suma el Subcomandante Marcos que insiste en no definirse como revolucionario sino como reformista, entendiendo por tal cosa el rechazo de toda política que implique el objetivo de la toma del poder, de la toma del Estado. ¿Para qué queremos el Estado, para volvernos estatalistas, para instaurar otras formas de opresión, de dominación de lo uno sobre lo múltiple? ¿Por qué no trabajar desde lo múltiple, desde el contrapoder, desde la potencia, desde lo constituyente (la multitud) y no desde lo constituido (el Estado)?
Es notoriamente arduo crear lo nuevo. El libro de Negri y Hardt, posmoderno en algunos aspectos, instaura, en otros, la ontología clásica del marxismo del Manifiesto: ¿o no es la dialéctica propia del Imperio la que genera las multitudes que lo destruirán? “Imperio tiene algunas resonancias de una Filosofía de la Historia con sujeto sustancial incluido” (Cerdeiras). Aspecto que también señaló Beatriz Sarlo (Punto de Vista, Nº 73): la dialéctica –”resistida en los barrios fashion de la academia (sobre todo la norteamericana)”– se les cuela por todas partes a Negri y Hardt. Muy especialmente en el último capítulo del libro que lleva por título La multitud contra el imperio, algo que recuerda (o más que recuerda) al “burgueses y proletarios” del Manifiesto.
Entre tanto, y ésta es la tragedia, los otros siguen su carnaval impúdico. No se han enterado de nada: ni del contrapoder, ni del desprestigio del Estado, ni de lo múltiple contra lo uno, ni del reformismo del Comandante Marcos, ni de las teorías de John Holloway. No sólo no se fueron, se quedaron todos. Se devoran los medios de comunicación, dicen todas las mentiras que necesitan decir y todo el país las escucha, cocinan desvergonzadamente sus internas obscenas, sacan la plata del corralito, del corralón, de donde sea, mienten, matan, amenazan, se preparan para la más grande de sus fiestas, la fiesta electoral. Amanel poder. Ejercen el poder. Dominan desde el poder. Mienten desde el poder y se arman y matan desde el poder. Ninguna crítica les importa ni les hace daño. Hay algo que saben: en marzo o en abril habrá elecciones y ahí, otra vez, tendremos que votar por ellos, por el Adolfo y el Alberto, el José Manuel, el eterno y cada vez más siniestro rey Carlos, el castrense López Murphy y el patético radical de turno que nos elija, otra vez, el caudillo de Chascomús, eterno salvador de la democracia argentina, que así anda.

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