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Contratapa|Viernes, 9 de abril de 2010

Seré tu espejo

Por Juan Forn
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François Truffaut y Jean-Luc Godard eran íntimos amigos cuando se hicieron famosos juntos y casi al mismo tiempo: Truffaut filmó Los 400 golpes en 1959, ganó la Palma de Oro en Cannes, con ese espaldarazo Godard consiguió financiación para filmar Sin aliento, ganó el Oso de Oro en Berlín en 1960, y a partir de ese momento los amigos se convirtieron en rivales, aunque postergaron hasta 1973 la pelea que los enfrentó a los ojos del mundo. La pelea fue por carta, a la francesa, y la siguieron por la prensa, lanzándose misiles mutuos durante once años. No se veían en persona desde 1968, y vale la pena recordar las circunstancias: en pleno Mayo Francés, cuando estaba por empezar la edición de ese año del Festival de Cannes, Truffaut y Godard, recién llegados en tren de París, reclamaron desde la calle que se suspendiera el evento, “en solidaridad con la lucha obrera y estudiantil en las calles de nuestra capital”. Ante la poca bola de los organizadores, procedieron a colarse a la ceremonia de apertura y se colgaron de las cortinas que cubrían la pantalla del cine, para que no se proyectara ninguna película. La táctica (y la cobertura de prensa) funcionó con la misma eficacia con que, una década antes, había funcionado el ataque al “cine de papá” con el que Truffaut, Godard y sus compinches de la revista Cahiers du Cinéma lograron reformularle al mundo la manera de ver cine y la de hacer cine.

Godard y Truffaut no podían ser más diferentes y más complementarios. Godard venía de una familia suiza de banqueros, se había graduado en la Sorbonne y, para tener dinero para la vida bohemia, robó un cuadro de Renoir que había en la casa de su abuelo. Truffaut era hijo de madre soltera, su única universidad habían sido las calles de París y tuvo su primer encuentro con la ley cuando robó una máquina de escribir para solventar un cineclub que se proponía crear. Similares diferencias marcaron sus estilos cinematográficos (la estrategia de la provocación versus la estrategia del encanto) y ocasionaron el cisma entre ambos después del triunfo conjunto. A fines de 1967, mientras Godard decidía abandonar el cine y su maquinaria capitalista después de una serie de películas incomprendidas que culminaron en Weekend (cuyo fotograma final era una placa que decía “Fin de la película / Fin del cine”), su cada vez más exitoso ex camarada cometía el peor de los pecados: repetirse (Truffaut acababa de iniciar el rodaje de una segunda parte de Los 400 golpes, que se llamaría La piel dulce). El breve reencuentro en Cannes terminó mal, cuando Godard propuso continuar con la estrategia dinamitadora boicoteando el Festival de Avignon y Truffaut contestó que no le interesaba ponerse del lado de los hijos de la burguesía (los estudiantes radicalizados) contra los hijos del proletariado (la policía), la misma frase que Pasolini echaría en cara a la intelectualidad italiana por esa misma época. Según Anna Wiazemsky, entonces esposa de Godard, ése fue el momento del cisma (“Te consideraba un hermano, pero no eres más que un traidor”, le dijo Godard a Truffaut esa noche), pero nosotros saltemos hasta cinco años después, cuando se estrenó La noche americana, esa película que contaba la filmación de una película que le daría a Truffaut el Oscar al mejor film extranjero en 1973.

En esos cinco años, Godard había intentado poner en marcha una cooperativa de films revolucionarios que él mismo consideró un fracaso, tuvo un serio accidente de moto que lo dejó peor, intentó sin éxito tentar con sus experimentos en video a las televisiones italiana y alemana, y se había autoexiliado en Suiza cuando se estrenó con bombos y platillos La noche americana. Cuatro días después, Truffaut recibía en su productora una carta que comenzaba: “Querido François, ayer vi La noche americana y, como probablemente nadie va a acusarte de mentiroso, yo lo haré”. Truffaut era un mentiroso porque no hacía el menor intento por mostrar el verdadero detrás de escena de toda filmación, con todos sus dilemas ideológicos (ni siquiera tenía “la decencia” de poner en la película el romance que mantuvo durante el rodaje con la estrella del film, Jacqueline Bisset). Luego de enunciar todas las claudicaciones de su ex camarada, Godard le ofrecía una posibilidad de resarcirse: financiando con sus ganancias una película donde él (Godard) mostraría las verdaderas bambalinas del cine (“A fin de cuentas, es por culpa de películas como la tuya que nadie quiere poner dinero en películas como las mías, y no queremos que el público quede con la sensación de que el único cine posible es el que haces tú, ¿no?”).

La habitual bonhomía de Truffaut voló por los aires: se despachó con una carta de veinte páginas escritas en letra casi ilegible por la cólera y el resentimiento acumulados en quince años. “Todas tus consignas y tu preocupación por las masas han sido siempre puramente teóricas. En realidad, nadie te importa salvo tú mismo. No sólo eres un mentiroso y un falso sino un narcisista, un elitista, un sorete en un pedestal, la Ursula Andress de la militancia. Te recuerdo estas cosas para que puedas ser todo lo honesto que te propones en tu película, que no seré yo quien financie.” Estamos hablando de franceses, y ya se sabe que un francés escribe una carta privada con un solo objetivo en mente: que se haga pública. Que Truffaut y Godard siguieran tirándose dardos envenenados los once años siguientes, a través de la prensa, fue casi ocioso y hasta anticlimático.

Truffaut murió en 1984, Godard lo despidió a su manera (“François quizás está muerto. Yo quizás estoy vivo. ¿Hay realmente alguna diferencia?”), los años siguieron pasando, y llegó el 25º aniversario y se reeditó en dvd Una historia del agua, un mediometraje que hicieron Truffaut y Godard en 1958, cuando eran dos aspirantes a cineastas, y con este episodio cierra con moño nuestra historia. Porque la historia fue así: después de una inundación en las afueras de París, Truffaut consiguió una cámara y unos rollos de película y quiso filmar una comedia improvisada sobre una chica que necesita llegar a París a través de la inundación. Con el material filmado, Truffaut sintió que las imágenes se burlaban de la desgracia de los inundados y abandonó el material. Godard lo rescató, lo editó a su manera (la chica va casi toda la película en un auto con alguien que la recogió), a eso le agregó una voz femenina y una voz masculina en off (que hacían él y su novia de entonces) y los dos personajes se pasaban toda la película hablando pretenciosamente y sin parar de todo tipo de pelotudeces hasta que no se veía otra cosa en pantalla que ese ruido. Y, de pronto, en el último minuto y medio de película, como si de golpe no sólo los personajes sino el propio Godard descubrieran el paisaje afuera del auto, la voz masculina dice: “Callémonos de una vez”. Y se hace el silencio. Y así es cómo Godard consigue que los espectadores veamos esas imágenes de la inundación que Truffaut creía no haber podido captar.

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