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Contratapa|Viernes, 23 de abril de 2010

Volare (o no)

Por Juan Forn
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Para aquellos que les gusta jugar al Scrabble, el nombre del volcán islandés que tuvo a Europa en vilo en estos días será su nueva palabra fetiche: las dieciséis letras de Eyjafjallajokull dan un puntaje imposible de igualar con ninguna otra palabra en el mundo. No es que el sencillo vocablo (sencillo para los islandeses: “Eyja” significa isla, “Fjalla” es montaña y “Jokull” es glaciar, en su lengua) fuese muy conocido en el mundo hasta la semana pasada. La última vez que el Eyjafjallajokull fue noticia sucedió en 1823, cuando estuvo escupiendo humo y cenizas durante meses, pero en aquella Europa sin aviones ni aerolíneas nadie se alarmó demasiado por una nube negra más en el horizonte. Sin embargo, hay una corriente de historiadores-geólogos islandeses que viene sosteniendo (hasta ahora sin mucho impacto) que la Revolución Francesa ocurrió debido a los efectos sobre las psiques europeas de una erupción del Eyjafjallajokull a principios de 1789. Vaya a saberse si esta nueva corriente de interpretación histórica hará roncha en el vapuleado inconsciente colectivo europeo de estos días, pero sospecho que unos cuantos estarán más que dispuestos a culpar a Islandia por la crisis económica griega, el accidente aéreo que mató a medio gabinete polaco y hasta la derrota del Barcelona contra el Inter.

Los islandeses llevan un par de años sufriendo miradas de odio del resto de Europa. Primero fue el colapso económico del 2008. Después, el anuncio de que no pagarían su deuda externa. Ahora, no sólo la erupción del volcán sino la noticia (verdaderamente ofensiva para el resto de Europa) de que el territorio islandés no sufrió una sola consecuencia por la erupción del Eyjafjallajokull. “Somos buenos exportando desastres”, dijo por televisión Egill Helgason, un columnista político islandés. Sus compatriotas hicieron correr un chiste al respecto, que dice que la economía islandesa pidió un último deseo antes de colapsar: que sus cenizas fueran esparcidas en Europa. Lo cierto es que los cielos se mantuvieron prístinamente despejados y celestes toda la semana en Rejkiavik, la única capital de Europa donde la vida siguió su curso normal. “¿Tenemos que pedir perdón por eso también?”, se preguntó ayer el primer ministro Ossur Skarphedinsson, en una conferencia de prensa internacional, luego de guiñar un ojo a los representantes de los medios islandeses y agregar: “Qué culpa tenemos nosotros de que nuestros ancestros eligieran bien dónde levantar la capital”.

Hubo otros momentos de humor involuntario, como cuando 27 ministros de Transporte europeos sesionaron en teleconferencia (obviamente no tenían manera de juntarse) y decidieron el martes a la mañana que el cielo europeo se dividiera en tres partes: una en la que se podía volar, otra que no y una tercera en la que habría que tener cuidado (sic). Había quien sugería que lo mejor era volar por encima de la ceniza; otros decían que era mejor por abajo. Unos jets de la OTAN volvieron de un vuelo de prueba con escarcha vidriosa en las turbinas, propiciando la siguiente declaración de la entidad: “Esto tendrá consecuencias muy serias en el corto plazo para la logística militar de Europa” (léase, necesitaremos más presupuesto para gastar en chiches bélicos de última generación). En la vereda opuesta se pusieron todas las aerolíneas comerciales de Europa, que consideraban una minucia esa escarcha vidriosa en las turbinas de sus naves. Un vocero de IATA llegó a demandar de las autoridades aeroportuarias europeas un “gesto heroico como el de Eisenhower el Día D” (quien declaró famosamente, ante las dudas del resto del comando aliado a la hora de atacar el continente: “No hace falta que el clima acompañe, alcanza con que no impida”).

No fue la única alusión a la Segunda Guerra. Un historiador de la BBC instó a sus compatriotas a copiar Dunkerque, cuando barquitos civiles ingleses cruzaban a Calais para rescatar a los soldados que habían quedado varados en las playas, a merced del fuego enemigo. El tipo logró alquilar unas cuantas lanchas y hacerse a la mar, filmado por sus propias cámaras, pero las autoridades portuarias francesas les impidieron cargar pasajeros por carecer de licencia comercial (el historiador acusó a Francia de falta de “solidaridad europea” y obtuvo unos cuantos puntos de rating a pesar del fracaso de su misión). Otros avivados, como los de una escuela náutica de Sussex que sí tenían licencia comercial, cruzaban en sus embarcaciones a Francia y ofrecían a sus compatriotas un retorno presto a las blancas colinas de Dover, claro que cobrando por el viaje la misma tarifa que el ferry (65 euros), a pesar de lo precario del servicio (eso sí: ofrecían a todos sus pasajeros chalecos salvavidas).

El dilema del día parecía una adaptación del archiconocido hit de Domenico Modugno: “Volare / o no”. La histeria de las líneas aéreas llegó a su punto máximo el martes al mediodía, cuando salieron a declarar: “Europa es víctima del principio precautorio. Le teme a todo y por eso previene de más, al riesgo de paralizarse. Si acusamos a los norteamericanos de pecar de exceso de celo en su obsesión con el terrorismo, nosotros somos culpables de pecar de exceso de cautela”. Horas después, cuando se abrieron los cielos y pareció que por fin dejarían de quejarse, las líneas aéreas dejaron en evidencia su verdadero propósito: exigieron de sus respectivos gobiernos una compensación monetaria por los mil millones de euros que dicen haber perdido en esta semana, alegando que eso mismo hizo el gobierno norteamericano cuando clausuró su espacio aéreo despues del 11 de septiembre de 2001.

El escritor islandés Hallgrimur Helgason dijo que los recientes eventos políticos y geológicos exponen a Europa algo que para los islandeses es moneda corriente: que la naturaleza, como el prójimo, es siempre brava y sorpresiva, y que esa actitud es la que debería moldear la psique moderna europea, en lugar de la oprobiosa blandura moral de los que tienen demasiado y lo dan todo por sentado. Les dio para que tengan. Pero mi declaración favorita en estos días la hizo una viejita cuya casa está en las cercanías del aeropuerto de Frankfurt: le confesó sonriente a un reportero de la tele alemana que ella estaba feliz de la vida con todo el asunto porque, por primera vez en cincuenta años, se estaba despertando cada mañana con el canto de los pájaros y respirando aire puro en lugar de vahos de fuel oil.

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