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Contratapa|Martes, 27 de abril de 2010

Lento y veloz

Por Rodrigo Fresán
Desde Chestertown, Maryland

UNO Bienvenidos a Chestertown, Maryland, Kent County. Por las dudas, para que no se pierdan, preparen sus sextantes: 3913’10”N 764’6”W. Cuando se llevó a cabo el primer censo Made in USA en 1790, Chestertown era, demográficamente, el centro de la nación. Ahora no. Según el último conteo, en el 2000, poco menos de 5000 cuerpos y almas. Chestertown nació en 1705 y poco parece haber cambiado en estas calles desde entonces. La sensación inequívoca de toda una época petrificada en el ámbar de la Historia. No me extraña que por aquí se haya filmado buena parte de El patriota, aquella película independentista con Mel Gibson y Heath Ledger. Ahora, los autos pasean lentos, todos te saludan por la calle, los patos patotean en las plácidas orillas del Chester River y las estrelladas banderas flamean en los pórticos donde, si se mira bien, late más de un signo másonico.

Y yo escribo todo esto en una casa construida poco tiempo después de la inauguración del lugar, pero en perfecto y envidiable estado de conservación. Tres pisos, altillo-estudio, una cunita estilo primitive american en una de las habitaciones a la que, por las dudas, intento entrar lo menos posible... El lugar perfecto para conocer a un fantasma (podría jurar que esa cunita se movió sola) o para que se te ocurra esa idea para tu mejor libro. Se supone que lo mejor es que te suceda lo segundo. Para eso te invitan: para que te desenchufes de todo por un rato, para que enchufes tu computadora en otra pared, lejos de la pared de siempre, y a ver qué pasa. Pero quién sabe qué me sucederá primero. Voy a estar unos cuantos días más por aquí, y me tranquiliza mucho enterarme de que el número de crímenes violentos y/o asesinatos en Chestertown, registrado en los archivos del FBI durante el último lustro, fue 0. Y 0 no es un número. 0 es el fantasma de un número y, también, una gran idea que alguna vez se le ocurrió a alguien.

DOS Aquí es y aquí está, también, el prestigioso Washington College. Mis amables anfitriones. Mi pasajera alma/mater. Establecimiento que se define como “private liberal arts college”, que abrió sus puertas en 1782 y que tienta a sus alumnos y futuros escritores con premio instaurado por la benefactora Sophie Kerr: el de dotación más alta a nivel estudiantil en todo Estados Unidos. Si a los profesores les gusta lo tuyo, en tu último año de estudios y antes de salir al ancho mundo, te embolsas 75.000 dólares y buena suerte. Pero aunque hayas ganado, te advertimos que no será fácil sobrevivir y, además, si te duermes en tus laureles, ahí afuera acecha el flamante remake de Freddy Krueger.

Y lo primero que yo hago cuando llego a estos sitios es ubicar las librerías. Y hay tres muy buenas, una de novedades y dos de usados (o, como yo prefiero, “leídos”) donde tropiezo con un viejo volumen titulado Those Perplexing Argentinians. Gran título para unas memorias de un tal James Bruce, embajador norteamericano en el Buenos Aires de los ’40. Lo hojeo, cuesta 30 dólares. Un poco caro, pienso. Y a esta altura no voy a gastar tanto dinero para que un extranjero me explique lo perplexing que somos. Así que me decido por un libro –más barato– que acaba de salir y que intenta y consigue explicar cómo funcionaba la cabeza de un perplexing autor al que no tiene sentido explicar, difícil precisar su muy personal grandeza, mejor leerlo. El libro se titula Although of Course You End up Becoming Yourself: A Road Trip with David Foster Wallace y su autor es David Lipsky. Aunque Lipsky no sea el autor exactamente del mismo modo en que James Boswell no es exactamente el autor de Life of Samuel Johnson sino, nada más y nada menos, un perfecto y privilegiado testigo. El libro de Lipsky es, entonces, la transcripción textual de grabaciones (con mínimas interferencias desde el aquí y el ahora) a lo largo de un viaje de cinco días en mayo de 1996 en los que el fóbico Wallace promociona a regañadientes su monumental Infinite Jest (“La broma infinita”, obra magna a la que ha dedicado varios años y miles de páginas de su vida) y se convierte en el hot writer al que todos quieren ver y tocar de cerca. Todo esto y mucho más bajo la mirada cálidamente clínica, deslumbradamente admirada y sinceramente envidiosa de Lipsky (enviado por la revista Rolling Stone) a quien, por entonces, las cosas no le iban del todo bien pero, al menos, se le daba la oportunidad de convertirse en la sombra de un genio. Así, conversaciones en bares y aulas y hoteles y aeropuertos y presentaciones y Wallace revelando su visión del mundo y de sus cosas en tiempos en que era feliz o, mejor dicho, la medicación funcionaba. Wallace ya había intentado suicidarse, sí, pero no piensa (aunque lo evoca con escalofriante precisión y cálido sentimiento) demasiado en eso en estas páginas. Aquí, Wallace –soberbiamente humilde o humildemente soberbio– es alguien que sabe que ha escrito un gran libro. Y que está contento de que haya entrado en la lista de best-sellers, pero al mismo tiempo le preocupa el porqué entró en la lista de best-sellers. Y no puede dejar de comentar las particularidades del sitio en el que ahora nada o flota: “El ambiente literario es un montón de tiburones blancos peleando por la supremacía dentro de una bañadera. Hay tan poco para repartir... La cantidad de fama o de dinero de la que hablamos es ínfima comparada con la que se mueve dentro de la industria del espectáculo. Todos esos egos luchando por una torta tan pequeña... Es algo tan absurdo. Y cuando a alguno le toca algo, bueno, no sabe muy bien qué hacer con ello; porque lo que venden no son sus rasgos o su físico o sus encantos. Lo que venden es algo mucho más personal. Es su cerebro”. Y un poco después: “Si un escritor hace bien su trabajo lo que logra, básicamente, es recordarle a un determinado lector lo inteligente que ese lector es”. La velocidad vertiginosa pero tan reflexiva y madura del cerebro de Wallace de pronto en Chestertown y, sí, esa es la magia de los libros: trascender al paisaje en el que se los abre. Y Lipsky explica que “Wallace era un escritor tan natural que podía hablar en prosa... A David le preocupaba mucho su imagen y el modo en que era manipulada. Así que yo opté por dejarlo exactamente tal cual era”. Y yo oigo y leo este libro y no dejo de marcar partes (que, seguro, citaré a lo largo de las próximas semanas) y, mientras subrayo, pienso en que –si un fantasma visita esta casa donde leo las palabras de un escritor muerto que firmó libros inmortales– no estaría nada mal que ese fantasma fuera el fantasma de David Foster Wallace.

TRES David Foster Wallace escribió mucho y muy bien sobre la televisión y conversa mucho sobre el tema con David Lipsky. Y la televisión norteamericana –cubo de cristal o pantalla de cristal más que bola de cristal– es el medium desde el que una y otra vez se invoca el fantasma de la electricidad de todo un país. Ahí están –sacudiéndose a golpe de zapping– todos esos tele-predicadores tomando y masticando el nombre de Dios en vano, tele-jueces y tele-abogados dispuestos a demandar hasta a su propia madre, tele-comidas que acumulan ingredientes como si se trataran de capas geológicas, tele-aerobistas de tensa barbie-sonrisa, tele-gordos que ahora son tele-flacos gracias a una dieta milagrosa y radiactiva, tele-conductores de noticieros que gritan y ríen, tele-medicamentos como esa pastilla que invita a menstruar nada más que cuatro veces al año, tele-tónicos infalibles contra el acné y la calvicie, y tele-videntes mirando todo eso... Y me detengo en el canal local y algo allí –live– llama mi atención. Veo a un grupo de unos cincuenta estudiantes, todos hombres, todos enfundados en remeras negras con letras blancas, todos saliendo por las puertas del Washington College y todos caminando, con dificultad, sobre zapatos de mujer de taco alto color rojo. Leo lo que dicen las remeras: “Ponte en sus zapatos por una milla” y escucho y me entero de lo que ocurre. No, no se han vuelto locos o han sido poseídos por el espíritu de John “Bluto” Belushi en Animal House. Marchan y protestan por una buena causa. Taconean y sufren –desde los portales del campus hasta Fountain Park, media hora de vía crucis ortopédico– para llamar la atención y oponerse a la violencia de género. Al día siguiente lo leo en The Chestertown Spy, el periódico estudiantil. Los comentarios colgados en la edición virtual del diario iban de lo admirado (“Bien hecho... Una gran obra”), pasando por lo gracioso (“Algunos de ellos se desplazaban con una gracia inesperada; lo que me hizo preguntarme, un tanto inquieto, si esa era de verdad su primera vez sobre tacos altos”), hasta lo indignado (“Francamente, es una de las cosas más estúpidas que jamás he presenciado y un insulto a todas las mujeres”). La verdad que yo no sabía qué pensar. Salí al porche y me senté en una mecedora bajo los cerezos en flor, con mi copia de Although of Course You End up Becoming Yourself, y los vi pasar, lentamente, como alguna vez marcharon los patriotas por las calles de Chestertown, haciendo algo supuestamente divertido que ya nunca volverán a hacer. O sí, quién sabe. Y me dije que David Foster Wallace podría haber escrito uno de sus magníficos ensayos sobre todo este asunto. Con notas al pie; al pie enfundado en zapato rojo de taco alto.

CUATRO Una de mis noches en Chestertown asisto a una sesión de lectura de los cachorros de escritores. Me asombra el buen nivel, la camaradería, las ganas de divertirse, el humor en lo que leen. Imposible darse cuenta de que hay 75.000 dólares en juego y sobre la mesa y la ruleta gira y gira. Después de leer, junto a varias pizzas de tamaño XL, alguien acaricia su nuevo y flamante iPad como si fuera una mascota a la que se ama desde siempre, alguien comenta que falta menos para el último episodio de Lost (parece que al final todo pasa por el Diablo y el infierno y fueron seis temporadas para descubrir algo que The Twilight Zone te contaba en veinte perfectos minutos), y yo les pregunto a algunos si –como narradores– les intimida el vivísimo fantasma de David Foster Wallace habitando la ancestral casa embrujada de la por siempre nueva literatura norteamericana. “No”, me responden unos (y me lo dicen con cara de “por-qué-tendríamos-que-sentirnos-amenazados-por-un-buen-escritor-en-lugar-de-disfrutarlo-y-aprender-de-él”) mientras otro, sentado en un sillón, se descalza y se acaricia los pies llenos de flamantes ampollas. Le pregunto si estuvo en la marcha de los zapatos rojos de tacón alto y me mira como si yo estuviera loco o fuera un degenerado. Me mira como calculando si tendrá sentido demandarme y sacarme lo poco que tengo y que incluye una primera edición de Infinite Jest dedicada por su autor, hace tiempo, en otro college, no muy lejos de Chestertown, cuando David Foster Wallace era más o menos feliz, era tan veloz pensando y tan lento escribiendo, y tenía toda la muerte por delante.

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