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Contratapa|Viernes, 2 de julio de 2010

La bicicleta de Henry

Por Juan Forn
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Ernest Hemingway escribe su primera novela en una mugrienta buhardilla parisina. El protagonista es un joven norteamericano en París, veterano de la Primera Guerra, donde sufrió una herida “de ésas que no pueden mencionarse, como la bicicleta de Henry”. En realidad, Hemingway había puesto Henry James, no Henry a secas. Cuando su editor, el puntillosísimo Maxwell Perkins, le preguntó de qué diantres estaba hablando, Hemingway contestó muy suelto de cuerpo (todo esto por carta): “¿No es cierta, entonces, la leyenda de que James quedó impotente a causa de un accidente de bicicleta que tuvo de joven?”.

Henry James era todo un tema para los jóvenes escritores norteamericanos que vivían por entonces en París, de Ezra Pound y Gertrude Stein a Fitzgerald y Hemingway. James era norteamericano, pero había emigrado a Europa para convertirse en el máximo escritor de lengua inglesa de la época, y lo consiguió. Su cadáver estaba todavía tibio cuando Fitzgerald y Hemingway conspiraban en París para destronarlo (apenas dos años después, la crítica diría que El gran Gatsby era el primer paso importante dado por la narrativa norteamericana desde Henry James, y que el autor de Adiós a las armas era el mayor estilista vivo de la lengua inglesa). Fitz y Hem eran la antítesis de James en todo sentido: en lugar de Londres habían elegido París, en lugar del culto a los libros practicaban el culto a la vida, cada uno a su manera, y una de las cosas en las que coincidían era en el espanto que les producía a ambos el “bajísimo coeficiente amatorio” de James, su “empecinada soltería”, tal como se referían al hecho las habladurías de la época.

Fue Fitzgerald el que anotició a Hemingway de la impotencia sexual de James, nomás leerlo en un libro que su amigo Van Wyck Brooks le envió a París. Brooks sólo decía que James no podía tener hijos por un accidente que había sufrido de joven apagando un incendio, cuando se incrustó en el bajo vientre la palanca de un motor. Pero a Scott le dio tal impresión en su propio bajo vientre que convirtió esterilidad en impotencia y corrió a contarle la noticia a Hemingway, quien lo escuchó a medias, como hacía siempre con todo el mundo, y entendió bicicleta donde debió entender palanca. Y, cuando publicó su novela, echó a correr como reguero de pólvora a qué Henry aludía en “la bicicleta de Henry”, y desde entonces se dio por hecho que Henry James era impotente.

El último libro que publicó James antes de morir, en 1916, fue una memoria de sus días de juventud, titulada Apuntes de un hijo y hermano. Cuando empezó a perder la vista y pasó a dictar sus libros, James se volvió cada vez más engolado, retórico y vueltero. Imagínense los subterfugios, circunloquios y cortinas de humo a los que apeló en ese libro de memorias casi póstumo, para confesar la verdadera causa de su soltería empedernida. El párrafo (que en realidad tiene varias páginas de largo) es tema obsesivo entre los jamesianos desde hace cincuenta años. Lo que se alcanza a entender debajo de la montaña de hojarasca es que, por culpa de esa “horrenda, oscura herida” sufrida durante un incendio, James no pudo ir como soldado a la Guerra de Secesión, y por la vergüenza de ser el único de su generación que no iba al frente decidió partir a Inglaterra, y por ese encadenamiento de sucesos escribió después los libros que escribió. En suma, que fue gracias a su impotencia sexual que Henry James alcanzó la potencia literaria.

Más o menos ésta es la versión canónica del mito que circula hace más de medio siglo. Se la debemos a Leon Edel, autor de una monumental biografía de James en cinco tomos y venerable sumo sacerdote de los estudios jamesianos en el mundo. Edel dedicó su vida a hacer de James una figura literalmente jamesiana: en los cinco tomos de su biografía hay tantas referencias al sexo como en todas las novelas de James juntas; es decir casi ninguna. Edel logró imponer esta versión de James desde 1950 (cuando apareció el primer tomo de la biografía) hasta unos meses antes de su muerte, en 1997. Entonces tuvo la mala idea de contestarle en público a un joven abogadito que había publicado una biografía sobre Oliver Wendell Holmes, el gran jurista norteamericano, donde afirmaba que Holmes y James habían sido fugaces amantes de jovencitos, antes de la Guerra Civil, y que a causa de aquel desengaño amoroso había partido James a Inglaterra. Edel envió a la revista Slate un breve y corrosivo artículo titulado “Lo que Henry no hizo con Oliver Wendell Holmes”, y ya se estaba limpiando las manos en la servilleta antes de levantarse de la mesa cuando, para su absoluto estupor, el abogadito, llamado Sheldon Novick, contestó con una lista interminable de las inexactitudes que tenía la canónica biografía de Edel, y logró que gran parte del mundo académico se alineara con él, cuando afirmó que ya era tiempo de que alguien escribiera “una biografía de James más útil para el lector moderno”, donde se reconociera entre muchas otras cosas lo que todo el mundo pensaba de James en vida de James. Como ejemplo, Novick citaba un libro poco conocido de H.G. Wells llamado Boon, donde el autor de La guerra de los mundos hace una parodia mortífera de James. Wells describe a su personaje como un mandarín de las letras que se deja admirar por sus discípulos y planea sus apariciones en público como un estratega de guerra mientras se lamenta por los modestísimos ingresos que le dan sus libros: “He aquí un escritor que nunca descubre nada. Que ni siquiera intenta descubrir nada. Simplemente adscribe a lo que ya han dicho otros. Pero de la manera más elaborada posible. Esa es su peculiaridad. Ser una de las mentes más prodigiosas que existen a la hora de la elaboración, pero carecer de penetración. De hecho, su problema es la penetración”.

Wells publicó Boon en 1915. James quedó muy escoriado por el libro porque se consideraba amigo del autor. A Wells, por su parte, le fastidiaban en la misma medida los libros tardíos de James y la sensación de que éste estaba medio enamorado de él. Pero cuando vio el daño que le había producido, convenció a su joven amante, la aspirante a novelista Rebecca West, para que escribiera un ensayo sobre James que fuera lo más favorable posible, y se encargó él mismo de enviárselo, a principios de 1916. James alcanzó a leerlo en su lecho de muerte y agradeció desvaídamente, no a la autora sino al amigo que se lo había enviado.

Es cierto, nadie muere en la víspera. Pero yo tiendo a pensar que tanto Edel como su venerado James habrían preferido que la parca se los llevara un poco antes y les ahorrara esos postreros sinsabores, para uno el libro de Wells, para el otro la carta de Novick y el inesperado apoyo que tuvo entre todos esos de-sagradecidos que sabían lo que sabían de Henry James gracias a él.

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