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Contratapa|Martes, 12 de octubre de 2010

Lecter

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Hace unos cuantos años escribí que, para mí, Mario Vargas Llosa era como el Hannibal Lecter de la literatura en español: el hombre que todo lo intuye sin necesidad de salir o levantarse de su celda/escritorio, el que mejor comprende las motivaciones tras los actos de aquellos que andan dando vueltas por ahí afuera, el que traza como nadie la línea que separa la realidad de la ficción y a las personas de los personajes, el más experto arquitecto de la novela como santuario donde refugiarnos. Y, como es de público conocimiento, Lecter –para muchos ese buenísimo malo o malísimo bueno– siempre se escapa y se sale con la suya. Tiempo después le hice a Vargas Llosa –escritor que lee y lector que escribe– ese mismo comentario en vivo y en directo: “Usted es para mí el Hannibal Lecter de la literatura”. Vargas Llosa me miró sorprendido, sonrió un tanto inquieto (o quizá ya resignado a que se lo acusara de cualquier cosa) y me pareció que, con cierto alivio, escuchó enseguida mis razones para lo que en principio podía llegar a sonar como definición y apreciación freak. “Ah... Era un elogio”, me dijo riendo cuando le expliqué lo de Lecter. “Usted es el hombre que todo lo sabe”, insistí. Pero no estaba en lo cierto; porque si alguien no podía saber o siquiera sospechar que el pasado jueves 7 de octubre iba, por fin, a recibir el Premio Nobel de Literatura, ese alguien era Mario Vargas Llosa.

DOS Sí, el pasado jueves –como casi todos los pasados primeros jueves de octubre– me serví una cerveza y me senté a ver el más breve y más sorprendente reality show de la televisión toda: la comunicación anual de quién es el nuevo ganador del Premio Nobel de Literatura. Conectamos con la Academia y escenografía despojada, puerta que se abre, secretario que sale con papelito en la mano y lee nombre y justificaciones que, por lo general, no explican gran cosa. Así, uno escucha quién es el ganador y algunas veces piensa “¡Oh!”, muchas veces piensa “¿Uh?” y –en contadas ocasiones, feliz como el jueves pasado– exclama “¡¡¡Aaaaaaaaaaaah!!!”.

TRES Y de pronto y sin aviso, claro, la tormenta de opiniones, la carrera hacia los teclados para escribir la columna que celebra o condena, el sonido del teléfono pidiendo opiniones. Y, en el caso de Mario Vargas Llosa, todo eso de su cuestionable perfil siniestramente diestro, de la variable polaridad de su credo político, de la traición a sus sueños de juventud. Me preguntaron por todo eso, lo respondí en voz alta, pero creo pertinente pasarlo a letra. Allá vamos: ninguna idea personal –expresada civilizadamente y sin hacer daño a segundos y terceros– debe ser castigada, a no ser que esté al servicio o apología de un orden dictatorial o criminal. Puede ser criticada, de acuerdo, pero dentro de los respetuosos parámetros –de ida y vuelta– de la libertad de expresión. Cada uno se hace cargo de lo que dice porque es libre de decirlo y, hasta donde sé (más allá de mi delirante y difusa analogía con Hannibal Lecter), difícilmente se revele algún día que Vargas Llosa fue todo este tiempo un exquisito asesino en serie. Por otra parte –dentro de un paisaje donde es tan fácil alzar un puño izquierdo mientras se hunde la garra derecha en el bolsillo– siempre se me antojó admirable el que Vargas Llosa (con buena parte del camino recorrido) se arriesgara a semejante golpe de timón en público sabiendo que eso podía costarle mucho, pero prefiriendo ser sincero consigo mismo y con los demás. Last but not least, el liberal centrado Vargas Llosa –laicista, a favor de los derechos de los gays, de la legalización del aborto y de las drogas, crítico con todo autoritarismo– expresa lo suyo con mejor y más precisa prosa que la de la oratoria inflamada e inflamable de todos esos caudillos iluminados que galopan sus muy privadas fantasías a campo traviesa y atropellan a lo largo y ancho de islas náufragas y tierras no tan firmes. Aquel al que le disguste ese lado de Vargas Llosa (y, lamento desilusionar a muchos, pero la literatura como oficio y actitud y hasta ejercicio físico es, ya en su ADN, un animal cómodo y burgués) no tiene más que ejercitar un sencillo y democrático acto. Un acto de esos que varios de los detractores de Vargas Llosa no permiten realizar a todos aquellos sobre los que creen levitar: el de no leer sus crónicas y no-ficciones y concentrarse en su ficciones que, constantes, se ocupan de la búsqueda y defensa de los derechos y de los humanos, de la libertad, y del vivir con honor y dignidad. Si tampoco quieren leer sus ficciones, todo o.k.: en cualquier caso, a Lecter le sobran lectores.

CUATRO Y –en los fulgores encandiladores del Nobel– vuelve también todo eso del “misterio” de la ruptura con su hermano de sangre y tinta Gabriel García Márquez, de la competencia que los une y los separa. Otro lugar más vulgar que común que me recuerda a aquella tan gastada dicotomía beatle. Así –ambos compartiendo la única cara de un single boom– Gabriel García Le-nnon (con mayor facilidad para el slogan y aire más rebelde) habría escrito la lisérgica y voladora Cien años de soledad (equivalente de la realista y mágica “Strawberry Fields Forever”) mientras que el Mario Vargas McCartney de Conversación en la catedral (su panorámica, terrena, e instantáneamente nostálgica “Penny Lane”) sería el conservador artesanal y doméstico. No sé... La historia ha probado que McCartney era igual de vanguardista o más que Lennon y que es muy fácil cantar “Imagina que no hay posesiones” siendo multimillonario. Y hay demasiada gente que sólo percibe la realidad como si se tratara de un match de boxeo o unas elecciones políticas. Yo prefiero seguir leyéndolos a ambos. Y –ahora que lo pienso, volvamos a Vargas Llosa, porque de eso y de él se trata hoy– comencé a leerlo con la intensidad con que sólo se lee en la adolescencia. Esa misma intensidad que muchas veces hace que, con el correr de los años, dejemos de lado a quienes leímos entonces porque, sí, los leímos vampirizados por ellos y, al mismo tiempo, como si fuésemos ese vampiro que exprime a su víctima hasta la última gota, hasta que nos convencemos de que ya no tiene nada para ofrecernos y volamos hacia otros cuellos en busca de nuevo y virgen alimento. Pero no he dejado de leer a Vargas Llosa –get back y don’t let me down– convencido de que su mejor libro siempre puede ser el próximo, y falta menos para El sueño del celta.

CINCO De paseo por Madrid –promocionando el retorno de Gordon Gekko a las calles y pasillos de Wall Street– el revolucionario director de cine y documentalista especializado en especímenes mesiánicos Oliver Stone se preguntó en voz alta y para los micrófonos “¿Qué ha hecho Mario Vargas Llosa que le importa a nadie?” Lo que sería una muy buena pregunta si no hubiera sido formulada con cara de piedra sonriente y una poco fina y muy gruesa ironía. Respondo: “Vargas Llosa escribió muchos libros muy buenos”. Y punto. Pero sigo y pregunto yo: ¿Qué otro autor ha firmado libros tan distintos pero de similar potencia y genio como La casa verde y La guerra del fin del mundo y (mi favorito porque, cuando lo leí y lo reí recuerdo haber pensado: “Pero cómo... ¿este tipo además es muy gracioso?”) La tía Julia y el escribidor? Todo esto no quiere decir que Vargas Llosa sea perfecto: mi concepto del erotismo es tan diferente al suyo, me quedé con ganas de más en su libro sobre Onetti, y juro que jamás podré comprender sus ganas de subirse a un escenario para actuar de Odiseo o de presidente del Perú. Pero sí estoy seguro de algo: Vargas Llosa tiene superpoderes. Así que, más allá de Hannibal Lecter, Vargas Llosa igual podría llamarse (nombre muy Marvel Comics) The Amazing Doctor Book o (nombre muy DC Comics) The Novelist.

El viernes, hablando con Javier Cercas –quien, además de estar muy contento por haber ganado el Premio Nacional de Narrativa, estaba muy contento por el Nobel a Vargas Llosa– coincidíamos en que este Nobel funcionaba como una bofetada de sensatez (el Nobel, en su esencia, como consagración definitiva de un ilustre y no como descubridor de rarezas más o menos meritorias, y que pase el que sigue, que pase Philip Roth) y ponía, al menos por un rato, las cosas en su sitio dentro de un mundillo literario cada vez más proclive a los conservantes artificiales y colorantes radiactivos del efímero sabor de moda. “Sí, es bueno que se recuerde que la cosa pasa por escribir grandes libros”, me dijo Cercas. “O al menos, mucho más fácil y tan placentero, que la cosa pase por leer grandes libros”, dije yo.

Y nos reímos los dos. De felicidad.

Y Vargas Llosa –como Hannibal Lecter– estaba suelto.

¡¡¡Aaaaaaaaaaaah!!!

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