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Contratapa|Domingo, 17 de octubre de 2010

Los hermanos menores

Por Mario Goloboff *
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No por nada, nuestra literatura narrativa se inicia con El matadero (1838-40), de Esteban Echeverría. Y en un matadero. Real y alegórico a la vez, privilegiado escenario de las grandes disputas que no cesarán hasta hoy. Aunque cambien los colores, las divisas, los vivas y los mueras, los que están de éste o de aquel lado. El espacio donde la carne se acuchilla, se taja, se corta, se sangra, es el lugar, el teatro que volvimos emblemático para la Nación. Otras artes también se harían cargo de él: la plástica, con la pintura del siglo XIX y, en el XX, entre los más notables, los lacerantes trabajos de Carlos Alonso; el cine, en algún filme de Isabel Sarli recordado displicentemente, pero que acaso nos representara con signos que en su momento no pudimos distinguir, perturbados por la exaltante diva. Aunque en Echeverría ya estaba todo concentrado, y el tiempo y la historia no hicieron más que desplegarlo: la matanza no sólo de animales, la huella de sangre que nos alimenta, el aniquilamiento brutal del oponente (aquí, unitario; antes y después, federal; y después, después...).

En fin, que quizá por vivido desde siempre no lo pensemos o no lo digamos, pero algo debe de haber generado en el inconsciente de esta sociedad el hecho de que su principal sustento, tanto como su vidriera para el exterior y para los turistas que arriban a estas playas, sean la carne y la sangre, y de que, además, como si el descenso no fuera suficiente, hagamos entusiasta dinero con ellas. Porque es visible (si se desoye, es cierto, el incontable daño social y ecológico tantas veces denunciado en toda América latina) que una cosa es ser gran productor y exportador de petróleo, subterráneo y oscuro, que casi nadie ve y toca pero todos desean, o del duro cobre nerudiano o del saqueado estaño o del inocente plátano (que, antes de ser riqueza, sobraba tanto que era mero alije en los barcos) o de café, azúcar, cacao, tabaco, ron, henequén, frutos placenteros, lunáticos y hasta afrodisíacos, y otra muy distinta serlo de la contundente y sorda entidad vacuna, que provee materias macizas, proteínicas, venosas, sanguíneas y, para peor, semejantes.

Uno de los mitos durables de nuestra civilización sustancialista es el de la asimilación de lo igual o lo parecido mediante los alimentos. Ya el eminente alquimista Pierre-Jean Fabre, doctor de la Facultad de Medicina de la Universidad de Montpellier, sostenía en 1636, en L’abrégé des secrets chimiques (Compendio de los secretos químicos), que “si al principio el alimento es diferente de su alimentado, es necesario que se despoje de esta diferencia, y que mediante varias alteraciones se torne semejante a su alimentado, antes de que pueda ser su alimento definitivo”. No parece haber adelantado mucho desde entonces la idea occidental de la nutrición. Sobre todo aquí, muchos padres piensan todavía que si no se les da carne a sus niños, al menos una vez al día, no crecerán adecuadamente. Suscriben, porque así fuimos educados, que lo semejante se atrae recíprocamente, que para acrecentar el cuerpo no hay nada mejor que lo mismo.

Esta atribución arbitraria de calidades, por su carácter analógico, conserva bastante más que lo que se sospecha del pensamiento mágico. También los habitantes primitivos creían que apropiándose de partes del cuerpo o del atuendo o de los objetos de otras personas se les transmitían aquellas facultades de que las mismas estaban dotadas.

Podría válidamente sostenerse que a todo esto conduce el antropocentrismo de nuestra cultura y cómo hemos ido abandonando la relación igualitaria con “los hermanos menores”, que han sido los animales para la Creación: a unos y a otros nos dio “toda hierba que da simiente, que está sobre la haz de toda la tierra; y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simiente /.../ y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se mueve sobre la tierra, en que hay vida, toda hierba verde les será para comer” (Génesis 1, 29-30). Relación consagrada en la alianza después del Diluvio y predicada, entre otros, por el Eclesiastés (3, 18–20): “Dije en mi corazón, en orden a la condición de los hijos de los hombres, que Dios los probaría, para que así echaran de ver ellos mismos que son semejantes a las bestias /.../ como mueren los unos, así mueren los otros; y una misma respiración tienen todos /.../ y todo se tornará en el mismo polvo.”

Luego, siglos de silencio teológico y de olvidos laicos fueron llevándonos al dominio despiadado sobre la naturaleza y sobre todos los seres vivos en el que dramáticamente terminamos. En una tierra que nos habría sido dada –-si se es creyente– para cuidarla, cultivarla y custodiarla, no para devastarla, y si no se cree, con más razón materialista todavía, para guardarla bien y mucho.

A modo de consuelo, cabría recordar que no somos, en tanta noble tierra, los únicos ni los primeros. Marguerite Yourcenar, describiendo el mundo romano del siglo II, pero aludiendo visiblemente a sus contemporáneos franceses, hace hablar al Emperador sobre los placeres de la mesa: “Yo amaba el aroma de las carnes asadas y el sonido de las marmitas raspadas entre las diversiones del ejército, y que los banquetes del campo (o aquello que en el campo era un banquete) fuesen lo que debieran ser siempre, un contrapeso alegre y grosero a las privaciones de los días de trabajo; yo toleraba bastante bien el olor a fritura de las plazas públicas en época de las Saturnales. Pero los festines de Roma me llenaban de tanta repugnancia y aburrimiento que si alguna vez creí morir durante una exploración o una expedición militar, me dije, para reconfortarme, que al menos ya no cenaría más” (Memorias de Adriano).

Y probablemente tampoco seamos los peores: un informe de 2006 de la FAO señalaba los riesgos sociales y del medio ambiente relacionados con la actividad ganadera en el mundo. Y recordaba que el sector era responsable del 18 por ciento de las emisiones de gas productoras del efecto invernadero (más que las del transporte, por ejemplo). Y que “también es una de las principales causas de la degradación del suelo y de los recursos hídricos”.

Desde el origen de la Nación, como se sabe y como lo describe Ezequiel Martínez Estrada en ese magnífico y doloroso poema de la patria que es Radiografía de la pampa, esta “riqueza” nos signa: “El ganado transitaba en libertad por la llanura, y el dominio del hombre sobre él era hipotético y en cada caso objetable. Pertenecía como bien mostrenco al cazador, es decir, al arreador que se aventuraba a quitárselo al indio, quien con legítimo derecho se lo había incorporado al sino de su vida, no a su dominio (lo del indio no era propiedad; él mismo era propiedad). El ganado era libertad, y muy pronto el hombre, que encontró en él una mina inagotable de dinero, tuvo que violentar otra estructura legal: las leyes que le impedían el tráfico del cuero, de la cerda, de la carne, o que lo imposibilitaban de hecho. Aprendió a romper otra barrera: la ley. Creó con ese nuevo aspecto de la aventura una nueva noción de señorío, bien bárbara por cierto, pero que rigió la vida de estas comarcas quién sabe hasta dónde”.

Tal vez por ello, el cuadro de El matadero atraviesa nuestra imaginación sublimado durante décadas y, pasando por el espectacular arreo de Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes, se restituye, sinuosamente, en El entenado (1983), de Juan José Saer, y en la “escena primitiva” donde inauguramos nuestros difíciles contactos con “el otro”; aquélla, al decir de una célebre fundación mítica, “en que ayunó Juan Díaz / y los indios comieron”.

* Escritor, docente universitario.

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