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Contratapa|Martes, 21 de enero de 2003

Un estornudo

Por Rafael A. Bielsa
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El sábado 11 de enero de 2003, por la tarde, manejaba mi auto rumbo a Parque Patricios, escuchando una charla que Borges ofreció en 1977 en el Coliseo sobre La Divina Comedia. Cruzando la ciudad me acompañaban la voz glauca de Borges y su milagrosa erudición: composiciones de un poeta desconocido de Northumbria, escritas a finales del siglo VII o a comienzos del VIII; la vieja memoria llena de versos anglosajones elegíacos y épicos.
De pronto, un estornudo paralizó por instantes al orador y a la sala. Habrá durado una fracción de segundo; la voz arcaica inmediatamente restauró el conjuro de las almas. A mí, ese sonido humano, demasiado humano, me estrujó los sentidos y con ellos entre sus pinzas, comenzó a girar como una hélice frenética, me sacó de las paredes respetables del Coliseo, y me desparramó sobre el barro luctuoso de 1977.
A mediados de ese año, algunos de los hombres de Inteligencia del Segundo Cuerpo de Ejército alquilaron una quinta amplia y confortable a 10 kilómetros de Rosario: el “Pozo de Funes”, el chupadero. Un documento que lleva la firma “Presos políticos de Villa Devoto” dice: “Tenemos conocimiento de que en el área del Segundo Cuerpo, no solamente en Rosario, existieron y existen tratamientos ‘especiales’ para los desaparecidos condenados a muerte. (...) El prisionero está atado a una mesa, estaqueado; el torturador se aproxima con un aparato desconocido, el más sádico de los psicópatas no podría imaginarse su utilidad. El prisionero, después de las más horribles torturas durante días, tampoco. El aparato es introducido...”.
Borges serpentea entre palabras pulmonares y suspiros de ceniza. Toda la cultura de Occidente mana desde su garganta; Horacio, Virgilio, Ariosto, Carlyle, Dios, encerrados dentro del Coliseo. Afuera, sólo la montaña invertida, el infierno de la comedia. Tennyson, Milton, Verlaine, Kipling, Thomas De Quincey... Goethe, que dijo sobre el ocaso: “Todo lo cercano se aleja”.
El estornudo me zarandea como a un estropajo. Arriba y abajo, el “Paraíso” y el “Octavo Círculo”, el sol gélido y el sótano del “Pozo de Funes”. Desde esa hondura pestilente me subían al primer piso, o acaso a la planta baja, para arrancarme las uñas. No hay nada más fétido que el olor a uno mismo, cuando ha dejado de ser soportable. En el momento en que comenzamos a exhalarlo, incluso el olor a la muerte de los otros nos trastorna menos.
Llegué a Funes promediando el ‘77. Cuando me interceptaron, a las siete y media de la mañana y a cincuenta metros del trabajo, los Tribunales Federales de Rosario, mi primer pensamiento fue: “Lo que durante tanto tiempo temiste que sucediera, por fin sucedió”. Resultaba curioso, en consecuencia, no sentir el más mínimo temor. Aquellas paredes son para mí todavía hoy un punto en el espacio hecho de catacumba, hedores, gritos a los que les imaginaba facciones, los poemas de García Lorca con los que llenaba los tiempos blancos recitándolos en voz alta, para que la belleza de la memoria me ayudara a afrontar la caída, empujones callados que retumbaban contra los tabiques tenues. La fe poética, decía Coleridge, es la suspensión arbitraria de la incredulidad. Creer en otra cosa ante la perentoriedad de no creer.
Recuerdo a alguien que durante una sesión de torturas dijo: “Va a costar. El tipo está loco”. Hablaba de mí. He soñado muchas veces con el que pronunció la frase. En el delirio, tiene el rostro lejanamente ilusorio de Batty en Blade Runner, cuando dice: “...he visto cosas que ustedes no creerían. Naves de ataque ardiendo sobre el hombro de Orion. Rayos ‘C’ brillando en la oscuridad cerca de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia”. “En cambio, en Dante –decía Borges en 1977 y lo repetía para mí en Parque Patricios–, como en Shakespeare, desde luego, la música va siguiendo las emociones, la entonación, la acentuación es lo principal, cada frase debe ser leída y es leída en voz alta, digo es leída en voz alta porque cuando leemos versos que son realmente admirables, que son realmente buenos, tendemos a leerlos en voz alta. (...) El verso exige la pronunciación, el verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, es decir el verso recuerda que fue un canto, y dos frases que yo querría recordar aquí, que desde luego concuerda con lo que he dicho. Una es la de Homero, la de los griegos que llamamos Homero, que dice en la ‘Odisea’ que los dioses tejen desventuras para los hombres, para que las generaciones venideras tengan algo que cantar. Y la otra, muy posterior, que repite lo que dijo Homero menos bellamente, de Mallarmé: ‘Tout abouti à un livre”, todo para en un libro. Aquí tenemos las dos diferencias; los griegos hablaban de generaciones que cantan, y en cambio Mallarmé habla de un objeto, de una cosa entre las cosas, pero la idea es la misma”. Adentro del Coliseo, en 1977, la voz de niño último cruza los ideales de nuestra cultura; afuera, el estornudo me arroja sobre la zozobra del páramo escarlata.
Otra noche hubo un conato de urgencia en el chupadero, carreras en el piso de arriba. Escuché que alguien decía que ya había llegado. Varias personas bajaron hasta el sótano y alguien se sentó frente a mí. Por debajo de la capucha pude ver que una gorra con entorchados teatrales era apoyada sobre un banquito. Un jefe. “¿Por qué su familia donó la biblioteca de su abuelo al Colegio de Abogados?”, exigió. “¿Para que los marxistas estudien cómo sacar a los subversivos de la cárcel?”
Mientras le contestaba, pensé en que la voz había cometido un error, seguramente sin advertirlo: no se defiende a los presos con el derecho administrativo, que era la materia sobre la que versaban los libros de la biblioteca de mi abuelo, sino con el derecho penal y el procesal penal. Es el tipo de observación desquiciada que se hace cuando uno habla desde el otro lado de la vida.
Algunos años después creí reconocer esa voz desértica y abombada hablándole al país; fue en abril de 1982, durante Malvinas.
Sigue Borges, en la tarde última. “Y el azar, salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad, el azar me hizo encontrar tres pequeños volúmenes. Yo he debido traer uno como talismán ahora. Tres pequeños volúmenes en la librería Mitchel que corresponden a tantos recuerdos míos, y esos tres pequeños volúmenes eran los tres tomos de ‘Infierno’, el ‘Purgatorio’ y el ‘Paraíso’ vertidos al inglés (...)”
Volví a casa cerca de las nueve de la noche del sábado 11 de enero de 2003. Andrea, mi mujer, me dijo que me habían llamado de Página/12. El teléfono y el nombre de la persona estaban anotados en un papel amarillo, y la hoja me esperaba sobre el libro Versos y prosa de Stéphane Mallarmé. “Parece que Galtieri está grave”, añadió.
Como si hubiese sospechado que el azar no existe, Galtieri había decidido comenzar a trasladarse esa misma tarde. A partir de un estornudo, el azar me lo había comunicado a su manera.

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