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Contratapa|Jueves, 2 de diciembre de 2010

Nacimiento del mito

Por Mario Goloboff *

No es la primera vez en la vida ni en la de nuestra generación que nos toca ser testigos del nacimiento de un mito. Quizá, sí, la primera que deseamos no ser inconscientes de ello. Se mezclan, en esta suerte de anhelo de querer vivir un pre-tiempo histórico, circunstancias objetivas, hechuras subjetivas, pasiones, dolores, pérdidas, adhesiones, sueños. Y en nuestras cabezas y nuestros corazones, lo biográfico, lo político, lo poético, en proporciones mal medidas.

Pero las condiciones del nacimiento de un mito son complejas, enigmáticas. Ellas se van creando como remedos históricos, religiosos, heroicos, elegíacos, en situaciones que, de inmediatas y coyunturales, devienen decisivas y marcan u obedecen a momentos cruciales de la vida social. Luego, a veces, se tarda siglos para develarlas, aun en el caso de los más sencillos. Mitos aparentemente simplísimos guardan, cuando se los ve de cerca, orígenes bien complicados. Algunos suelen demandar explicaciones mucho más materiales y concretas que las de las irrealidades que simulan contener; otros, en cambio, agotan todas las búsquedas y, a pesar de ello, restan insatisfechos. Si no fuera así, sería muy fácil traducirlos: Hércules habría sido algún fornido muchacho despanzurrador de bueyes en las islas vecinas; Atalanta, una bella y blanca joven que correría más ligero que todos los varones de Escitia, y hasta el mismísimo Olimpo, no más que una montaña alta donde, durante luminosos veranos balcánicos, pernoctaban alegremente Dionisos y Afroditas en excitante compañía.

Algunos muy prácticos pensadores, filósofos y poetas helenos, en medio de la vida dura signada por esclavistas, reyezuelos y monarcas de la época, imaginaron por ejemplo el origen de la humilde araña nada menos que en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien Atenea, con sus inmensos poderes, habría trucado perversamente. Mucho más terrenales, apenas parece ser que en verdad lo concibieron empujados por una vieja rivalidad comercial que emponzoñaba las relaciones de estos pueblos griegos con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguo... Otras veces, la resolución simple es todavía más risible: Plinio el Viejo, en el octavo libro de su casi interminable Naturalis Historia, enciclopédica andanada de la ciencia antigua, señala y denuncia, entre otras reprochables costumbres animales, que los bondadosos elefantes sean cruelmente atacados y diezmados por los dragones, aunque sólo en verano. Avanza una explicación, que aquí algunos señores llamarían de sentido común y, como tal, poco menos que irrebatible: todos saben que la sangre de aquellos paquidermos es fría.

Los mitos contemporáneos, populares, albergan componentes de realidad crecientes, pero conservan también, bastante elevados, los de inventiva y abstracción. Es que, sin éstos, no tendrían vigencia. Aunque hay, claro, enormes diferencias entre las ideas adquiridas durante la infancia de la Humanidad y las de nuestro presente: entonces, favorecida por la ingenuidad de la barbarie, la fantasía era el conocimiento; ahora, la percepción inteligible de lo real sumerge aquellas ilusiones, aunque, es cierto, permanecen alertas en nuestro inconsciente. Las sociedades, aun las más actuales, buscan virginizarse cada vez.

Cesare Pavese, quien consagró muchos años de su fecunda y no larga vida a estudiar este tema, sostenía que “la empresa del héroe mítico no es tal porque esté sembrada de casos sobrenaturales o fracturas de la normalidad, sino porque ella alcanza un valor absoluto de norma inmóvil que, precisamente por inmóvil, se revela constantemente interpretable ex novo, polivalente, simbólica en fin”. Y agregaba: “El mito es, en definitiva, una norma, el esquema de un hecho ocurrido una vez por todas, y su valor le viene de esta unicidad absoluta que lo eleva fuera del tiempo y lo consagra revelación”. Pensar nuestro país y el continente, recordar la situación en que se hallaban hacia comienzos de este siglo, ver la acción intensa que desplegó un hombre para restañar rápida y efectivamente las heridas de la sociedad ayudarían a entender esta intuición, la verosimilitud de una imaginería.

En el campo político, que fue durante el siglo XX el centro de la gran escena contemporánea (si, en todo caso, no lo hubiera sido desde la Antigüedad), leí y escuché sobre Emiliano Zapata, sobre César Augusto Sandino, sobre Buenaventura Durruti, sobre Mordejai Anilevich; vi crecer y sucumbir a Evita, vi crecer y sucumbir al Che Guevara, vi sucumbir y crecer a Salvador Allende.

Velé, solo, caminando en medio de una multitud, a François Mitterrand, el hombre que imprimió, desde la oposición y desde el poder obtenido por el voto popular, buena parte de nuestro exilio. Y que fue, quizás, el último monumento histórico y político del siglo XX. Creo recordar que murió un fin de semana de enero del ’96. El primer o el segundo día hábil siguiente celebraron el homenaje popular en la Place de la Bastille, el lugar donde, años atrás, la gente se había volcado de manera espontánea para festejar su primera victoria presidencial y que, desde entonces, recobrando viejas glorias que venían hasta de la Revolución Francesa, volvió a ser un emblema “del pueblo de izquierdas”.

“El gusto de vivir es el mejor elemento del combate. Y en eso yo soy el único juez”, había declarado él no mucho antes. Tal vez ambos, combate y placer, lo abandonaban juntos. El frío húmedo del norte y la tenue garúa se sumaban al duelo. Muy temprano, la tarde invernal se hizo noche, y el lugar, cubierto por innumerables velas de diferente intensidad, amortiguó el silencio, el llanto de la muchedumbre. Tuve, entonces, la imprecisa sensación de que nacía algo diferente en la historia de aquel país. Aunque él se había ocupado en modelar, durante años, con buril de orfebre, su estatura.

Mucho más nítida fue, por eso, la impresión ahora, en nuestra Plaza, velando a Néstor Kirchner, porque el que se iba era alguien semejante, extrañamente semejante a nosotros. Y claro que “humano, demasiado humano”, como aquel título que no por casualidad marca la ruptura de Nietzsche con su propia filosofía. Gente arrinconada durante años por formadores de opinión munidos de niveles asombrosamente bajos de formación cultural, política, profesional; gente avergonzada por gritones de miedo a causa de sus simpatías, desanimada de mostrarse, confundida, ocultada y silenciada; jóvenes que habían permanecido valerosamente impermeables a tales cantos de sirena, se exhibían y expandían y estallaban ante el único hecho humano que no tiene remedio ni retorno, y salían a compartir su pena, su gratitud, su fuerza en una marea incontenible, lo que lleva a sostener a un serio estudioso de la política, Ernesto Laclau, que fue “todo un pueblo, el cual se ha manifestado en los últimos días en una de las expresiones de pesar colectivo más inmensas –quizá la más inmensa– de la historia argentina”.

En este lugar que por muchas razones es, ya, un sitio sacro, y cuya significación por ello es absoluta, no parece raro que nazcan figuras absolutas. Elegidos con admirable inteligencia icónica, la Casa, el Salón, la Plaza, fueron los espacios rituales y magnos del recogimiento, del estremecimiento, de la vibración, de la afectuosa despedida.

T. S. Eliot, el gran poeta conservador, católico, escribía que no nos es posible ver dónde está la grandeza en lo contemporáneo. Afirmaba que ella no se puede conocer ni se puede buscar; son necesarias dos o tres generaciones para que se logre evaluar a un coexistente en sus reales dimensiones. En medio del inequívoco dolor común, tuve la fortuna de haber sido partícipe de una multitud que, al fin, reconocía la grandeza en un contemporáneo. También, acaso, la de haber sido testigo del nacimiento de uno de los primeros mitos del siglo XXI.

* Escritor, docente universitario.

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