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Contratapa|Viernes, 3 de diciembre de 2010

Encontrar el final

Por Juan Forn
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No es culpa de Vladislav Leschenko que su hermano Piotr lo haya opacado, tanto en vida como después. ¿Qué se puede hacer, salvo internarse en las sombras, si tu hermano es el Rey del Tango ruso? Así es como ha pasado a la historia Piotr Leschenko, básicamente por un gran éxito, el tangazo “Serdtse” (“Corazón”, en ruso) con el que recorrió Europa, peinado a la cachetada y sosteniendo la guitarra a la Gardel, hasta que abrió en Bucarest un club nocturno con su nombre, que alcanzó fama como “el Maxim’s Oriental” y donde cada noche terminaba con Piotr agasajando a la selecta concurrencia con una emocionada rendición de su mayor éxito. En la primera parte de su show cantaba canciones gitanas ataviado ad hoc; en la segunda se calzaba el smoking, la gomina y la guitarra y hacía tango. Todo el repertorio era en ruso.

En la Unión Soviética, sin embargo, el tango era un género musical contrarrevolucionario (ni hablemos de lo que se lo consideraba como baile), pero los admiradores secretos de Piotr sintonizaban clandestinamente Radio Teherán para pescar las famosas transmisiones que se hacían desde “el Maxim’s Oriental”. Tan popular era Piotr que, cuando los tanques rusos entraron en Bucarest al final de la Segunda Guerra, Piotr salvó el pellejo porque el mariscal Zhukov era uno de esos admiradores secretos. El mismo tratamiento VIP le habían dado en su momento las autoridades fascistas rumanas y los nazis, que nunca se enteraron de que “Serdtse” era originalmente una de las canciones de un film musical soviético, si alguien es capaz de imaginarse tal entelequia, hasta que Piotr tuvo la brillante idea de reformularla cantada como tango además de cambiarle el título (el original era algo así como “El trabajo y el amor hacen la felicidad”, entendiendo amor como amor a la patria).

Un grande, Piotr. Emocionaba por igual a judíos de la diáspora y a nobles europeos, a rusos blancos y a ciudadanos soviéticos. Su hermano Stanislav también logró esa hazaña, y fue aún más lejos. Pero como ya se ha dicho, lo hizo en silencio, desde las sombras. Hay un momento de la adolescencia en que ambos hermanos parten hacia Europa, se ignora si juntos o por separado (el último lugar donde coinciden es en Moldavia, bajo el techo de su padrastro). Piotr termina haciendo base en París. Vladislav recala en Berlín en los locos años ’20. Allí alquila varios departamentos baratos en el antiguo barrio judío de la ciudad, echa abajo las paredes divisorias de sus respectivos sótanos y monta una sala de montaje que se especializa en una tarea delirante: retocar melodramas rusos para vender a Estados Unidos y retocar melodramas norteamericanos para vender a la Unión Soviética. Para exportar exitosamente a Norteamérica las películas rusas, tenía que cambiarles su inalterable final desdichado. Para las audiencias soviéticas, en cambio, eran inaceptables los finales felices de las películas norteamericanas.

Stanislav era un mago: a un film ruso donde los protagonistas terminaban todos muertos, le agregaba una escena donde se apresaba al criminal y se reivindicaba a los difuntos. A un final feliz yanqui le añadía una coda truculenta, donde todo quedaba en tela de juicio e inminente tragedia. Stanislav no pagaba impuestos, no figuraba en los créditos de las películas que retocaba y vendía al menudeo sus creaciones en aquel mercado persa a la enésima potencia que era el mercado negro de Berlín. Pero en sus sótanos, “esas esclusas de la dramaturgia”, como dice el gran Alexander Kluge, aprendieron su oficio muchas de las futuras estrellas de UFA, incluyendo a la mismísima Zarah Leander. Un montaje de Leschenko se considera hoy una rareza de la historia del cine, los cinéfilos los estudian y escriben sesudas y soporíferas tesis sobre ellos, el problema es que no hay una sola cinta que muestre una sola prueba de que fue intervenida por Stanislav. Lo que lo convierte en el perfecto artista de las sombras: la obra queda, pero indiscernible en las brumas del anonimato.

Cualquier película rusa o norteamericana de aquellos años, en cuyas escenas culminantes su protagonista aparece de pronto de espalda, o con el rostro cubierto por un sombrero, o una sábana o las meras tinieblas, puede ser una obra de Stanislav. Por realizar esa clase de misteriosas intervenciones en su sala del subsuelo se hizo involuntaria fama de agente (soviético para algunos; yanqui, para otros) y cuando llegaron los nazis puso prestamente rumbo al Norte y pies en polvorosa. En 1941, mientras su hermano Piotr cantaba por primera vez en su vida para el pueblo ruso en la Odessa ocupada por rumanos y nazis, Stanislav estaba en Suecia con pasaporte finlandés, trabajando en otra sala de montaje de operatoria tan clandestina como la de Berlín. Ahora se encargaba de adaptar melodramas kitsch italianos y rumanos para la audiencia nórdica: eso significaba añadirles escenas pornográficas de valor artístico. La técnica era sencilla: primer plano del cuello de una blusa, mano que se interna entre la tela y la piel, roces y susurros en la banda sonora, repetir con variaciones cuatro o cinco veces a lo largo de la película, y listo.

Cuando los rusos entraron en Bucarest y, en lugar de colgar a Piotr asistieron en masa al “Maxim’s Oriental” a oírlo cantar, el Rey del Tango les pidió permiso oficial para volver a vivir a su patria. No se daba cuenta de cómo incendiaba a la oficialidad soviética cuando decía “patria”: la aldea ucraniana en la que tanto él como Stanislav habían nacido era parte de Rusia en los tiempos del Imperio del Zar, pero en la Rusia soviética los ucranianos eran ciudadanos de segunda, extranjeros. Piotr estaba casado por entonces con su tercera esposa: una admiradora que se había traído de Odessa. A ella la deportaron (y ya en la URSS la mandaron a prisión por casarse con un extranjero); a él lo dejaron morir de pena en un hospital municipal rumano, meses después de la muerte de Stalin. Hoy hay peñas con su nombre en casi todas las ex repúblicas socialistas: algunas lo reivindican como Rey del Tango, otras como prócer del cancionero folklórico gitano.

De Stanislav, en cambio, nada se sabe salvo que murió en las mismas sombras que había elegido habitar en vida. Sólo el gran Alexander Kluge, que en su libro El hueco que deja el diablo logra hablar con los muertos, incluso con aquellos que ni existieron, ha salvado para la posteridad esta definición que dio Stanislav sobre su oficio, o su genio: “A los espectadores lo que les interesa es que el final de la película sea el correcto. Cómo se lo logra, no les importa. Son indolentes, o tolerantes. Pero no perdonan nunca si el final tiene defecto”.

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