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Contratapa|Domingo, 30 de enero de 2011

Woody Allen, la sabiduría del desencanto

Por José Pablo Feinmann

Pareciera que los críticos de cine norteamericanos no toleraran el pesimismo del señor Allen. Como si fuera una traición a la patria; a una patria, además, que se encuentra en guerra, protegiendo al mundo de la barbarie terrorista con la barbarie de los marines y con la amenazante y aun peor barbarie de los republicanos del Tea Party y de la sensible Sarah Palin. Allen tiene su derecho a ser pesimista. Ha vivido muchos años. El Dios que buscó durante toda la primera parte de su carrera no apareció y los hombres están arrojados a sus pulsiones primarias en un mundo al garete, sin ninguna instancia superior, sin nada en qué fundar una moral. En filosofía, para colmo, triunfan las filosofías del lenguaje, el posestructuralismo, y son arrojados a los viejos tachos de basura el sujeto, la densidad de los actos humanos y hasta el humanismo. ¿Qué moral se puede crear en ese ambiente deshumanizado que se refugia en las academias y desdeña el mundo en que se agitan las pasiones de los pobres seres que buscan salir de su soledad, eludir su medianía, enamorarse, no morir solos, porque ya todos saben que van a morir?

Esta notable película reflexiva de Allen estructura tres historias, tal vez algo más, y con eso le alcanza. Los personajes están delineados por la larga, elaborada experiencia de Allen para escribir guiones. (Allen no pone: “Un film de”, pone “Escrita y dirigida por”). Todos son falibles, se meten en historias de las que saldrán estragados. No conocen su destino. No podría decirse que no actúan con pasión. Con esa pasión que Hegel le pedía al elemento particular de la Historia (el hombre) para que el Universal (la Idea absoluta) le diera su destino final. Es una de las más profundas indagaciones de la filosofía en la condición humana. La historia la hacen los hombres en el modo de la pasión. Hacen esto y aquello y aquello. Todo lo que hacen, creen saber por qué lo hacen. Pero no dominan el sentido último de sus actos. Este sentido pertenece a lo Absoluto que les otorga siempre uno distinto del que se propusieron los padecientes individuos, que seguirán, sin embargo, apasionándose en nuevos proyectos, hasta que el cansancio los agobie y los sepulte en la impotencia o en la definitiva melancolía que sabemos a dónde conduce.

La película es Conocerás al hombre de tu vida (You will meet a tall dark stranger) y empieza con una señora muy mayor que visita a una adivina, espiritista, psíquica o vaya a saber qué, pero personaje al que hemos encontrado en otros films de Allen. Es ese ser del que todos nos reímos y al que no tomamos en serio porque somos lúcidos, racionales y todas estas cosas son basura para espíritus inferiores o pobres desesperados. En los films de Allen siempre parecen funcionar y posibilitar muchas cosas en las que podemos creer o no, pero terminan modificando la vida de los mortales, aun cuando estén fuertemente instalados en la realidad. Aquí es Gemma Jones (para quien la compañía productora del film anduvo gestionando una nominación al Oscar) la que recurre a la psíquica. Está sola, su marido (Anthony Hopkins) la abandonó porque se siente joven, con genes poderosos y destinado a mejores cosas. Gemma es la madre de Naomi Watts, que está casada con Josh Brolin (¿Brolin no tiene cara de comercial de Marlboro o de film de cowboys de clase B de la década del ’50 con héroes como Rod Cameron o Forrest Tucker, si es que alguien recuerda a estas momias del remotísimo pasado?). Forman un matrimonio que –ignorándolo– se acerca hacia un abismo previsible para todos menos para ellos. Watts no consigue un trabajo que le permita ganar dinero. Y Brolin es uno de esos escritores que la pegan con una primera novela y luego no producen otra que valga la pena. El ya ha entregado la cuarta a sus editores y espera, nervioso, angustiado, una respuesta. (No voy a contar nada esencial salvo el armado del film.) Watts tolera los dislates que narra su madre acerca de sus experiencias con la psíquica. “Si eso te hace bien, madre, no lo abandones”. “Es una loca”, protesta Brolin. “Callate que es ella la que paga nuestro alquiler”, argumenta Watts. El marido de Gemma Jones (Anthony Hopkins) se alquila un departamento formidable –el hombre tiene mucho dinero– y ahí recibe la visita de una prostituta de lujo (Lucy Punch). Brolin, a través de su ventana, descubre a Freida Pinto, que toca a Bocherini en su guitarra y tiene un crush inevitable con la jovencita, que es hermosa y es india, con una piel color chocolate y de una ponderable tersura. No hay más. Con esto, Allen arma un rompecabezas sobre la condición humana. Son todos patéticos, todos fracasan, todos quedan solos, todos revelan que en el fondo alimentan pasiones que han logrado contener porque eso (como diría Freud: contener las pulsiones instintivas) es lo que posibilita la cultura que atenaza la libertad de los seres humanos, los torna neuróticos, autodestructivos y agresivos con los otros. Como vemos, antes que Allen, ya hubo pesimistas en la historia. Y a montones. ¿Por qué pegarle justamente a él que narra su pesimismo con una gracia y una exquisitez impar en todos los rubros que hacen que un film lo sea en un grado superlativo de calidad? La cámara no se detiene, las escenas en el departamento de Watts-Brolin son de un ritmo espléndido. ¿Cómo se logra ese ritmo, cómo se logra que la cámara vaya de un lado a otro y no se detenga? Con la puesta en escena, con el trabajo –casi de improvisación– de los actores, que no se detienen nunca, que pasan de una habitación a otra, entran, la cámara los espera (brevemente, no tres horas como en los films de los genios del cine de calidad), salen, la cámara los sigue, se entrechocan, en cierto momento Watts pasa violentamente entre Brolin y Gemma y pronuncia un “Excuse me!” que sólo puede haber sido fruto de la improvisación, de la furia que dominaba a la actriz en ese momento.

Con Allen, los actores se sienten cómodos. Significa esto que él los deja libres porque sabe que tiene (casi siempre o siempre) grandes actores. Significa también que Allen es un gran director y un gran director de actores. Significa que Juliet Taylor (su eterna encargada de la ardua tarea de armar el casting) hace su trabajo como pocos. Releía días atrás Cine o sardinas, de Cabrera Infante. Recordaba algunos de los textos que Puig destinó seriamente al cine. Recordaba que a cierto sujeto que se atrevió a decir en su casa que detestaba a Lana Turner lo echó a la calle. Digo esto porque los escritores amamos a los actores. Los críticos de hoy (que se desesperan por parecer cultos, la mayoría no lo son) hablan casi exclusivamente de los directores. Da bien. Da serio. No da cholulo. Para mí, da tonto, es inseguridad pura. Una vez, haciéndome un reportaje en mi casa, un crítico que se ha hecho muy conocido en nuestro país y llegó a posiciones de poder, me dijo: “Pero, vos podés decir que no te gusta Godard porque sos profesor de filosofía. Yo, si lo digo, quedo como un bruto”. Volvamos al film de Allen. Hopkins, el padre de Watts, decide presentarles a su nueva pareja. Watts y Brolin lo esperan en un restaurante. Y de pronto llega Hopkins con Lucy Punch. Como Mia Sorvino en Poderosa Afrodita, la excepcional Lucy Punch entrega aquí a una prostituta inolvidable. ¡Qué actores tiene Allen y todo lo que consigue trabajando con ellos! Conocía a Lucy Punch de otros films. Pero aquí la vi (¡y cómo se la ve!) como nunca. Con un cuerpo poderoso (por algo se llama punch esta señorita: es un knock out), con una funny face (no es una belleza, no es una cara convencional: pero es, sin embargo, bella), con un desenfado, con una voz nasal fruto de un cuidadoso trabajo de interpretación, se roba todas las escenas en que interviene, y son muchas. Watts y Brolin quedan estupefactos. Sobre todo ella, su hija. Su padre es un hombre muy mayor. ¿Qué se consiguió? ¿Por esa cualquiera, por ese aparato de sexualidad violenta y kitsch abandonó a su madre? Hablemos de Watts. Tiene escenas de gran exquisitez. Que requieren una sutileza actoral que sólo los grandes pueden asumir. La despedida con Banderas en el coche de éste. Y el desborde final con su madre, donde se desnuda interiormente, donde su desborde es doloroso, no sólo para Gemma sino para el espectador que descubre, atónito, cuánta bajeza había en esa mujer, son otras de las cimas alcanzadas por este film. La odisea de Brolin no se la pierdan. Es un thriller dentro del plot. Acaso Freida Pinto sólo aporte su belleza (que es mucha), pero esas escenas de ventana a ventana con Brolin tienen una inesperada carga poética. Banderas es el que menos oportunidades tiene, pero cumple con lo suyo. Al final, no queda nada. Sólo dos viejitos que se aman, que se fueron (mentalmente, lúdicamente) de este mundo sin sentido, entregado al azar, donde pobres seres humanos hacen lo que pueden y escasamente saben lo que hacen. Allen hace tiempo que abandonó la búsqueda de Dios. Nos entrega su desencanto. Ese desencanto expresa el arduo trayecto de una vida. En otro de sus films decía: “Cuando uno llega a la madurez lo tiene todo: sabiduría, experiencia, muchas cosas para decir. Lo único que no tiene es tiempo”. Pero el pesimismo de Allen no es aburrido. ¿Está claro esto? No es aburrido. Tampoco es pueril. Lo prefiero al optimismo de otros o a su solemnidad. Salvo Visconti, Fellini, y, en general, los italianos, los directores europeos (Bergman, Antonioni) se empecinaron en el pesimismo porque da profundo. Pero lograban eso que Borges llamó el prestigio del tedio. Me quedo con Allen. Tiene más ritmo, maneja mejor su cámara, tiene actores con más carisma. Y jamás encontraremos a Charmaine (Lucy Punch) en un film de Antonioni. Habría sido incapaz de imaginarla.

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